CAPUCHINO BEATO ANGEL DE ACRI




BEATO ANGEL DE ACRI

Nació en Acri (Cosenza, Italia) en 1669. Su itinerario vocacional fue laborioso, pues, tras dos noviciados frustrados, sólo después del tercero llegó a profesar en los Capuchinos, en 1691. Ordenado sacerdote en 1700, se dedicó de lleno a la predicación, sencilla y popular, durante casi cuarenta años, por toda Calabria y gran parte del Sur de Italia, labor que completaba con su dedicación al confesonario, donde atendía a multitud de fieles que allí encontraban la gracia, la orientación y el consuelo que necesitaban. El Señor acompañaba su apostolado con carismas y milagros. Sus devociones más sentidas fueron la Eucaristía (las Cuarenta Horas), la pasión de Cristo (el Calvario, el Vía crucis) y la Virgen María (la Dolorosa). En su Orden ejerció con gran celo y no menor caridad diversos oficios como el de maestro de novicios, guardián o superior provincial. Murió en Acri el 30 de octubre de 1739.

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BEATO ÁNGEL DE ACRI
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
La infancia de Lucas Antonio Falcone carece de episodios novelescos: es un arroyuelo tan manso y tan callado, que ni en sueños permite presagiar el estrépito que más tarde acompañará a la figura del gran apóstol capuchino.
Aquel niño pálido, silencioso, amigo de rezar y de ayudar al cura de su pueblo en los quehaceres de la parroquia, vive en su pobre casita de Acri, en la Calabria, trabajando con sus padres, rezando con ellos y aprendiendo sus ejemplos y sus virtudes.
Dios empezó a modelar el espíritu del futuro héroe sin violencias y sin golpes extraordinarios, con esa suavidad finísima del amor. El alma del niño iba enriqueciéndose de virtud y de piedad, sin que nadie se diera cuenta de sus progresos admirables, hasta que un día todos se percataron de que aquel jovencito era un verdadero santo. Sus padres, Francisco y Diana, alimentaban el fuego sagrado en el corazón de su hijo, y tenían un vago presentimiento de que Dios le había señalado para muy altos destinos.
Lucas Antonio había colocado, a la cabecera de su pobre lecho, una imagen de la Virgen María, y se le pasaban 1as horas en dulces coloquios con su Madre celestial; por Ella trabajaba en silencio, por Ella obedecía sin protestar, y por Ella también comenzó a discurrir diversas mortificaciones que el amor le iba enseñando con graciosa habilidad.
En la escuela de Acri nadie podía compararse en aplicación y seriedad con Lucas Antonio. Los juegos de sus compañeros, si no le desplacían, le interesaban menos que el estudio y las obras de piedad. Y el ejemplo de su conducta era ya, para todo el pueblo, un destello incipiente del apostolado de toda su vida.
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Llegó por aquellos días a la iglesia de Acri un famoso predicador capuchino, el Padre Antonio de Olivadi, rodeado de una aureola extraordinaria de santidad y de elocuencia; y predicó una de esas misiones que dejan huellas imborrables en las almas de todos los oyentes. Nuestro piadoso joven no podía faltar entre el numeroso auditorio, y seguramente fue el más atento y el mejor preparado para recibir la semilla de la palabra divina.
La voz del capuchino, al hablar de las vanidades del mundo, era un martillo que pulverizaba todos los ídolos de la ilusión; cuándo explicaba la justicia de Dios o los tormentos del infierno era un rayo deslumbrador que hacía temblar a los más insensibles; cuando pintaba las llagas de la culpa, era trémula y sollozante; y al exponer los rasgos delicados de la misericordia divina, en la tierna parábola del hijo pródigo, parecía un arrullo de perdones y de amor.
Lucas Antonio no perdía un movimiento de las manos del orador, ni un parpadeo de sus ojos, ni una sílaba de sus palabras. Comprendió perfectamente la nada de las cosas visibles, y se convenció de que la felicidad soñada por su alma estaba únicamente en el amor de Dios y en el cumplimiento de su santa voluntad.
Varias veces intentó acercarse al misionero; pero el gentío se agolpaba junto al confesonario, y era punto menos que imposible exponerle sosegadamente el estado de su alma y los deseos que iban naciendo en su corazón. Una tarde, viendo al capuchino que pasaba a su lado, se fue tras él, alcanzó a dar un tirón a su hábito y le dijo que le quería hablar inmediatamente. La providencial entrevista terminó con una serie de consejos espirituales que el joven cumplió al pie de la letra: frecuencia de sacramentos, rezo diario del «Reloj de la Pasión», oración continua, amor a la Virgen y pureza de vida. Pero Lucas Antonio no quedó satisfecho, quería algo más; quería ser misionero y capuchino, como aquel santo predicador, y no descansaría hasta conseguirlo.
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Parece que en los reinos de Satán aquella determinación produjo un revuelo extraordinario, porque comenzaron los obstáculos y las tentaciones con tal lujo de abundancia y tenacidad, que, si Dios no lo hubiese evitado, el futuro capuchino se hubiera quedado a las puertas de su vocación.
Tenía dieciocho años cuando solicitó el burdo sayal de San Francisco. A los pocos días, sus entusiasmos se apagaron totalmente. Una enfermedad nerviosa pobló su fantasía de imágenes tristes y de melancólicos presentimientos. El tentador consiguió una victoria momentánea. El novicio dejó el convento y volvió a su casa. Apenas entró por las puertas de su hogar, recuperó la alegría y la salud, y sintió una voz interior que le decía astutamente: «Convéncete, Dios no te quiere capuchino».
Pocos meses más tarde, arrepentido y lloroso, Lucas Antonio se presentó por segunda vez en el convento. Los religiosos le recibieron con gran regocijo. Se creía ya el joven en la tierra de promisión, cuando volvieron las tristezas y los desalientos. Aniquilado, deshecho, tuvo que regresar de nuevo a su casa. Algo de extraordinario había en aquellos súbitos cambios de la voluntad; el joven comenzó a maliciar las astucias del demonio, y se propuso resolver su situación con la penitencia y con las plegarias. Acudió a su querida Virgen, le ofreció su vida y todo su ser; y al instante conoció que su vocación era decidida, y que podía contar con los auxilios del cielo.
Pocas veces ha tenido más hermoso cumplimiento el refrán que dice: «A la tercera va la vencida». Contando veinte años de edad, desechando las promesas de dicha que un tío suyo le susurraba con insistencia, nuestro joven dio el adiós definitivo al mundo y vistió el hábito capuchino en el convento de Belvedere. Nuestro santo contó, muchos años más tarde, que al dirigirse al noviciado, llegó a orillas del río Crati y no pudo atravesarlo, por la extraordinaria fuerza de su corriente. Ante la imprevista dificultad, hizo una ferviente oración, pidiendo al Señor que le ayudara en aquel trance. Aún estaba con la plegaria en los labios, cuando vio a su vera un hombre gigantesco y de horrible catadura, que, cargándolo sobre sus fornidas espaldas, en un instante le dejó en la orilla opuesta. El hombre misterioso desapareció súbitamente. «Dios me reveló mucho tiempo después -decía el santo- que aquel hombre era el mismo demonio. El Señor, en castigo de haberme sacado dos veces del convento, le obligó a servirme en la tercera tentativa».
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En el año del noviciado, Fray Ángel echó los cimientos sólidos e inconmovibles de su futura santidad. Largas meditaciones, penitencias de toda clase, dominio perfecto del carácter, enfrenamiento de la propia voluntad, culto entusiasta de la pobreza seráfica, pureza angelical: breves palabras que encierran un abismo de fervor y de energía. Los asaltos incesantes de la tentación se estrellaban y desvanecían contra aquel espíritu férreo que soportaba con alegría el enorme peso de la vida monástica. Y cuando el joven capuchino hizo la profesión, parecía un religioso maduro y de acabada virtud, más que un principiante que daba los primeros pasos.
El estudio de las ciencias eclesiásticas fue para Fray Ángel, hasta el día de su ordenación sacerdotal, campo fértil de conocimientos que alimentaban, al mismo tiempo, su clara inteligencia y su voluntad sin límites. Meditando en los nuevos horizontes que la teología iba descubriendo a los ojos de su alma, supo adquirir más el espíritu que edifica, que la vana ciencia que hincha, sacando de cada página de sus libros un nuevo motivo de celo apostólico que sería muy pronto el fuego devorador de toda su vida. Armonizaba con extraña habilidad la mortificación de los sentidos con el conocimiento de Dios; la humildad era el contrapeso que regulaba los progresos en la sabiduría; y la fiel observancia de sus deberes religiosos ponía un marco de justeza y de seriedad en el cuadro perfecto de todas sus obras. El alma de Fray Ángel adquirió, en breve tiempo, la plenitud espiritual y científica que sólo es dado admirar en los hombres muy probados.
Después de la ordenación sacerdotal, el siervo de Dios comenzó una serie interminable de duros trabajos de apostolado. Su primera misa, en la que se mezclaron los fervores del nuevo sacerdote con la intensa emoción de los asistentes, demostró que el Padre Ángel era un hombre de Dios, seráfico en los transportes del amor e invencible en los combates del espíritu.
Los superiores, que conocían y admiraban las excelentes dotes del joven religioso, le mandaron inmediatamente al campo de su verdadera actividad. Poseía todas las cualidades que permiten asegurar una vida de triunfos: elocuencia penetrante y sugestiva, ingenio cultivado en todas las ciencias, virtud acrisolada, celo incontenible por la salvación de las almas. Y el Padre Ángel recibió el mandato de la obediencia con todas las ansias de su corazón ilusionado.
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Nuestro santo fue un reformador original de la elocuencia sagrada en aquella época de extravíos oratorios de que casi todos los predicadores se contaminaron. Las frases más rebuscadas y chocantes, los giros retorcidos y sutiles, las aplicaciones arbitrarias y ridículas de los textos escriturarios habían cundido de tal suerte entre los sacerdotes católicos, que sólo se reputaba por elocuente e ingenioso el que vencía a los demás en rarezas extravagantes. El público, descaminado por la costumbre, acabó por aplaudir con tanto mayor entusiasmo cuanto menos entendía de aquellos enredados conceptos.
Nuestro Beato Ángel de Acri comenzó su ministerio apostólico haciendo una pequeña concesión a los gustos de la época. No cometería él el defecto de envilecer la palabra de Dios con las sugestiones del amor propio; no se obscurecerían sus sermones con metáforas primorosas e ininteligibles, ni con laberintos de ideas; pero escribiría sus sermones con atildamiento retórico, cuidaría y limaría los períodos, buscando en ellos el deleite poético de las frases galanas, y se aprendería sus discursos al pie de la letra, para mayor gloria de Dios y bien espiritual de los oyentes.
Con estas ideas escribió una colección de sermones cuaresmales, poniendo en ellos todos los primores que su talento y su poderosa imaginación le iban dictando. Aquellas páginas que brotaron de su bien cortada pluma en días de juvenil entusiasmo debieron ser obras maestras de dialéctica y de belleza oratoria. Nuestro joven misionero se las aprendió fielmente, gracias a su prodigiosa memoria, y comenzó la cuaresma en el pueblo de Corigliano. Bien sabía el novel predicador que una fervorosa oración es más eficaz que cien bellos discursos, y que la penitencia alcanza del cielo más gracias que las palabras vanas de la soberbia. Antes de subir al púlpito, la mortificación y la plegaria dieron la última mano a su preparación científica.
Pero allí, en la cátedra del Espíritu Santo, le esperaba la gracia de Dios para darle una tremenda lección que él aprendería admirablemente, y que no olvidaría ya en todo el curso de su larga carrera apostólica.
El sermón de entrada fue un torbellino confuso de ideas y de afectos; la memoria le había traicionado lamentablemente por vez primera en su vida. No supo qué decir, no se le ocurriría nada; todas las frases que había estampado en sus cuadernos se las llevaba en sus alas el viento de un repentino olvido. Balbució algunas palabras temblorosas, y bajó del púlpito, avergonzado y triste por la inesperada desgracia. Los días siguientes se repitió el fracaso, con la creciente amargura del predicador.
En el fondo de su alma sentía como una voz que le avisaba de la inutilidad de sus esfuerzos, y al mismo tiempo le animaba a confiar únicamente en la gracia de Dios. Movido por esa fuerza irresistible, cayó de rodillas en medio de su celda, pidiendo al Señor que se dignara manifestarle su voluntad. Aún no había terminado su ardiente plegaria, cuando escuchó claramente una voz que le decía: «No temas, Ángel; yo te daré el don de la predicación, y en adelante bendeciré todos tus trabajos». «¿Quién eres tú?», preguntó el religioso. Y la misma voz contestó: «Yo soy el que soy. Tú hablarás desde ahora con otras palabras, y tus discursos serán comprendidos por todos». Cuentan los biógrafos que esta voz fue acompañada de una especie de terremoto; el misionero cayó desvanecido en tierra, como otro Saulo; y más tarde, cada vez que recordaba las palabras de la voz misteriosa, temblaba de pies a cabeza.
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La lección dio excelente resultado. El misionero cambió totalmente de métodos y de oratoria. La oración fue la fuente principal de sus sermones, y en su celda no se veían más que dos libros: la Biblia y el crucifijo.
Ya no bajará nunca del púlpito insatisfecho o humillado: su palabra será como el tronar de los profetas y apóstoles; en ella vibrarán, con pasmosa propiedad, todos los acentos bíblicos, desde los terribles presagios de Jeremías hasta las escondidas y proféticas máximas del Apocalipsis. Los teólogos que oían al Padre Ángel de Acri sacaban la conclusión de que su modo de hablar no se aprendía en las aulas.
Y todo ese cúmulo de maravillas salía de sus labios envueltas en un ropaje sencillo y ajustado, con palabras llanas y sin adornos superfluos, fuera de las maneras consagradas por una vieja costumbre. El Padre Ángel tenía una originalidad extraña, muy difícil de alcanzarse: la originalidad de la sencillez y de la claridad, en una época dominada por el conceptismo y por la extravagancia.
No faltaron espíritus superficiales que se burlaran de la llaneza oratoria del capuchino. Sus discursos no merecían, en opinión de los tales, el nombre de elocuencia sagrada: eran unas conversaciones familiares, indignas de un ministro del Altísimo.
Muy pronto los críticos pedantes tuvieron que desengañarse: el nuevo apóstol atraía a su púlpito a toda clase de gentes, ávidas de escuchar aquella palabra calurosa que recordaba las amables pláticas del divino Maestro. Los auditorios se conmovían hasta un grado indecible con los sermones del Padre Ángel. Era frecuente el caso de tener que interrumpir el discurso para dar rienda suelta a los sollozos de los oyentes: las explosiones del fervor o del arrepentimiento estallaban con sublime espontaneidad, según los deseos del predicador. Con el crucifijo en la mano izquierda, al término de sus sermones, era irresistible: los corazones más empedernidos y tenaces se ablandaban y rendían en aquellos supremos momentos en que el orador comunicaba a todos los presentes los afectos de su tierno corazón.
El crucifijo del Padre Ángel, ora lo llevase sobre el pecho, ora lo estrechase entre los brazos, o lo tuviese en las manos mirándolo con ojos de amor, era algo tan inseparable y tan consustancial en su figura, que no se le podía imaginar separado de la cruz de Cristo. La cruz era el adorno y el complemento de su hábito, lo que nunca se olvida ni se pierde, lo que se lleva a todas partes, el libro de consulta, el alimento confortante y sabroso, el objeto preferido, el amigo que jamás se abandona. De Cristo y de su Pasión hablaba en todos los sermones y aun en las conversaciones privadas; los pensamientos más originales, las frases más caldeadas, las ternuras más emocionantes salían de su boca al tratar de Jesús Crucificado y de la Madre Dolorosa.
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En el término de las misiones, buscaba un cerro o una colina que pudiera verse bien de todo el pueblo, y allí fijaba tres cruces que recordaran continuamente a todos los habitantes el amor inmenso de Cristo; pero antes había trabajado por imprimir, en los corazones de sus oyentes, el amor y la devoción a la cruz. Organizaba una solemne procesión de penitencia, que solía ser un acontecimiento inolvidable, por las ceremonias impresionantes que la acompañaban. Abría la procesión un numeroso grupo de hombres coronados de espinas; seguían los clérigos vestidos de saco y de cilicio; detrás, rodeado del pueblo, iba el Padre Ángel cargado con la cruz más pesada, y a su lado caminaban otros dos sacerdotes con cruces más pequeñas. En el trayecto, hasta la cima del nuevo Calvario, se rezaba y cantaba el «Reloj de la Pasión», dividido en veinticuatro meditaciones que comprendían todo el drama del Gólgota, desde la última Cena hasta la sepultura de Jesús. El acto terminaba con una vibrante alocución, en la que el misionero, transformado por su amor seráfico, inculcaba la devoción a la cruz y pedía que todo el pueblo saludara diariamente a Cristo Crucificado.
El Beato Ángel de Acri, a quien con justicia se ha llamado «el apóstol de la Calabria», sembró de cruces todas las montañas y pueblos por donde pasó. En el villorrio de Mendicino, Dios demostró con un inusitado prodigio cuánto le agradaban aquellas devotas prácticas del fervoroso misionero. En la procesión final, cuando la muchedumbre se disponía a adorar la cruz que iba a colocar el Padre Ángel sobre una montaña, aparecieron en el aire otras tres cruces brillantes, como formadas por nubes y rayos de sol, perfectamente dibujadas, que fueron vistas por toda la concurrencia durante un largo rato. El pueblo, dando clamores de asombro y de piedad, cayó en tierra de rodillas, mientras el capuchino pronunciaba uno de los sermones más inspirados de su vida.
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Fue también nuestro santo un incansable propagador de la devoción al Santísimo Sacramento, no dejando pasar ocasión sin incitar al pueblo a la comunión frecuente, valiendose para ello de su prodigiosa habilidad e inagotable inventiva que hicieron de él uno de los apóstoles más notables de la Eucaristía. La devota práctica universalmente conocida con el nombre de «Las Cuarenta Horas» tuvo un éxito inmediato, gracias a la labor propagandista del Beato Ángel de Acri. Él mismo adornaba los altares y colocaba las flores y los cirios con exquisito buen gusto; organizaba procesiones eucarísticas y coros de adoración nocturna; y, sobre todo, encendía los corazones con su palabra cálida y con el ejemplo de su fervor. Puede decirse que el Padre Ángel vivía en la perpetua compañía de Jesús Sacramentado: sus visitas al sagrario eran tan frecuentes, que parecía no poder vivir sin acercarse de continuo a su Dios; la celebración de la santa misa era el acontecimiento más esperado del día, y se veía que en el altar hallaba un manantial de delicias y un descanso reparador de su incesante actividad. Por dondequiera que pasaba el siervo de Dios, quedaba, como recuerdo de su visita, un culto más fervoroso del Santísimo Sacramento: era el incendio de su alma que sembraba por todas partes chispas ardientes de amor. «¡Qué hermoso es amar a Dios!», repetía con frecuencia. Y esa frase llegó a hacerse familiar entre todos los amigos del Padre Ángel.
La Virgen Santísima, especialmente en sus Dolores y en su Inmaculada Concepción, fue otro de los amores dominantes del apóstol capuchino. En las vigilias de las festividades de María, su oración era más larga, sus penitencias más duras, sus obsequios más frecuentes. Todos los sábados del año ayunaba a pan y agua en homenaje a María, la saludaba miles de veces, adornaba sus altares y predicaba sobre sus glorias. No podía ver una imagen de su Reina y Madre sin correr anhelante a su lado; y muchas veces fue visto en profundo arrobamiento como si estuviera contemplándola, o entretenido en sabrosas pláticas, que daban una extraña animación a su extática figura.
Cuando hablaba de los dolores de María, ni el predicador ni los oyentes podían contener las lágrimas; era tan viva la expresión de su rostro, tan efusiva su palabra y tan sincera e intensa su compasión, que bastaba oír una sola vez alguno de aquellos sermones del capuchino para sentir inmediatamente la comunicación irresistible de su ternura.
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Casi todo el apostolado del Beato Ángel de Acri tuvo por escenario las dos provincias de la Calabria, provincias que recorrió en todas las direcciones, durante treinta y ocho años de no interrumpida labor. Sólo por excepción visitó otras provincias italianas: Dios le había destinado para que fuera el apóstol calabrés por antonomasia, y entre las gentes de aquella tierra sembró a manos llenas los abundantes tesoros de su elocuencia y los claros ejemplos de su virtud. Los obispos de Cosenza, Bisignano, San Marcos, Nicastro, Oppido y muchos otros declararon solemnemente que sus diócesis habían sido removidas y santificadas por las predicaciones del Padre Ángel, por sus milagros y por sus eminentes virtudes.
Uno de esos monstruos de inmoralidad y de degradación que suelen ser el escándalo perenne de campos y ciudades, conocido por el apodo de Patacca, entró un día por casualidad en la iglesia de los capuchinos, durante uno de los sermones del Padre Ángel. Le agradó aquel modo de hablar, sencillo y enérgico a la vez, y se colocó cerca del púlpito para oír mejor. Acabado el sermón, Patacca entró en la sacristía, se postró ante el siervo de Dios, hizo una confesión llorosa de todos sus crímenes y salió de allí completamente transformado: el buen Patacca fue, en adelante, modelo de virtud y ejemplo de penitencia.
En 1711 predicó en Nápoles una cuaresma, que vino a resultar una serie de hechos prodigiosos. Al principio, los napolitanos, acostumbrados a otra oratoria más brillante, despreciaron al capuchino y se burlaron de sus sermones. El tercer día sólo acudieron a oírle cinco o seis personas. El rector de la iglesia, en vista del fracaso, le despidió bruscamente y hasta le prohibió celebrar la santa misa. El Padre Ángel emprendió su regreso al convento; pero cuando estaba ya en las puertas de la ciudad, fue alcanzado por un enviado del arzobispo, que le pedía, en nombre de Dios, volver y reanudar sus predicaciones. El humilde capuchino así lo hizo, y continuó su cuaresma con tal éxito, que, al terminarla, tenía que ir a la iglesia escoltado por un grupo de hombres: la multitud se lanzaba tras el orador, le cortaban pedazos de hábito como preciosas reliquias, le aclamaban por todas partes y pedían a gritos su bendición y sus consejos.
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La actividad del Padre Ángel no se limitó al apostolado en las ciudades y los campos; también dentro del claustro dejó huellas profundas de santidad y ejemplos de espíritu observante y austero.
La pobreza franciscana parecía en nuestro santo una pasión que él alimentaba y robustecía con heroica constancia. Su celda era un santuario de pobreza: un jergón de paja, una manta raída, un crucifijo, la estampa de la Dolorosa pegada a la pared, el breviario y la Biblia; oculto detrás de la puerta podía verse un montón de cilicios y las disciplinas. Sus predicaciones y trabajos fueron siempre gratuitos, sin aceptar jamás para sí la más pequeña limosna; y ésa fue también la orden que dio a sus súbditos siendo Provincial de Calabria. Hallaba un placer especial en carecer de todo, como el más perfecto de los mendigos; y se contentaba con lo absolutamente necesario para la vida. Su hábito remendado y limpio, su comida escasa, el odio que profesaba a todo lo superfluo hacían del Padre Ángel la figura ideal del perfecto capuchino.
Otro de los rasgos más señalados de nuestro santo fue su virginal castidad, nunca empañada con la más mínima sombre de impureza. En el continuo trato con toda clase de gentes, tuvo con frecuencia tentaciones y peligros. Pero el Padre Ángel, con su filial devoción a la Virgen y con el ejercicio valeroso de ásperas penitencias, resistía invicto todos los ataques de la carne y esparcía por doquier el perfume de su pureza. Cuéntase que un día, asaltado de furiosa tentación que no le dejaba sosegar, se postró en el suelo de su celda y pidió a Dios, con lágrimas de humildad, que viniera en su auxilio. La respuesta del Señor fue rápida y consoladora: el santo, arrebatado en éxtasis repentino, vio a Cristo que se le acercaba y le tocaba con sus divinas manos, asegurándole que, en adelante, sentiría una perfecta paz y un absoluto dominio de las pasiones.
Pero ni la castidad ni la pobreza harían perfecto a un religioso, si no estuvieran enlazadas con la obediencia, tercer fundamento de la vida monástica. El Padre Ángel, dechado de las dos primeras virtudes, fue también un modelo excelso en la tercera. Siendo súbdito, jamás se permitió, ni de pensamiento, salir de los límites impuestos por los superiores; y esa conducta iba acompañada de tal sinceridad y prontitud, que desde los primeros años fue un ejemplar que todos los religiosos procuraban imitar. Elegido superior de varios conventos, y más tarde Provincial, estaba pronto a obedecer al último de sus subordinados, para no verse privado del mérito de la obediencia.
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Por todas estas virtudes, realzadas por el prestigio de su ciencia y de sus milagros, el Padre Ángel de Acri fue en su tiempo tal vez el hombre más popular, admirado y querido, dentro y fuera de su Orden. Los religiosos le miraban como a un nuevo San Francisco, a quien se parecía hasta en su aspecto físico; los pueblos le oían como a un oráculo; los obispos le pedían oraciones para la reforma de sus diócesis.
Había llegado a los setenta años con la aureola de la santidad y de la sabiduría.
En el último tiempo quedó completamente ciego: sólo se abrían sus ojos cuando subía al altar para celebrar la Santa Misa.
Sabía que su vida estaba próxima a extinguirse, y se preparó para el gran viaje con la envidiable serenidad de los justos. A un religioso le dijo con toda claridad: «Hermano mío, sabed que en la mañana del viernes, al despertar el día, saldré de este mundo». Su enfermedad, misteriosa y desconcertante para la ciencia médica, era más una ansia del alma que una dolencia del cuerpo. Él mismo pidió la Extremaunción, y después bajó a la iglesia para recibir el santo Viático, insistiendo en el anuncio de su cercana muerte. Los médicos, que conocían su espíritu profético, aseguraban: «La enfermedad del Padre Ángel no es grave; pero morirá, porque él lo dice, y nosotros sabemos que la vida de este hombre se rige por leyes extraordinarias».
El enfermo, en medio de arrobamientos continuos, no cesaba de repetir su frase favorita: «¡Qué hermoso es amar a Dios!» Y sus fuerzas se iban debilitando rápidamente.
El viernes 30 de octubre de 1739, poco antes de la salida del sol, teniendo en los labios los nombres de Jesús y María, murió en el convento de su pueblo natal, dejando tras de sí una estela de virtudes y milagros que hicieron gloriosa su tumba.
El apóstol de la Calabria fue elevado a los altares por el Papa León XII en 1825.
[Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beato Ángel de Acri, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 231-248].

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