Santa Verónica Giuliani Clarisa Capuchina Estigmatizada
BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Sala Pablo VI
Miércoles 15 de diciembre de 2010
Miércoles 15 de diciembre de 2010
Santa Verónica Giuliani
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quiero presentar a una mística que no es de la época medieval; se
trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el
próximo 27 de diciembre se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città
di Castello, el lugar donde vivió durante más tiempo y donde murió, así como
Mercatello —su pueblo natal— y la diócesis de Urbino, viven con alegría este
acontecimiento.
Verónica nace, como decía, el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en
el valle de Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; es la última de
siete hermanas, otras tres de las cuales abrazarán la vida monástica; le dan el
nombre de Úrsula. A la edad de siete años pierde a su madre, y su padre se
traslada a Piacenza como superintendente de aduanas del ducado de Parma. En
esta ciudad Úrsula siente que crece en ella el deseo de dedicar la vida a
Cristo. La llamada se hace cada vez más apremiante, hasta el punto de que a los
17 años entra en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas
de Città di Castello, donde permanecerá toda su vida. Allí recibe el nombre de
Verónica, que significa «verdadera imagen» y, en efecto, llegará a ser una
verdadera imagen de Cristo crucificado. Un año después emite la profesión religiosa
solemne: inicia para ella el camino de configuración con Cristo a través de
muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas
vinculadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, las nupcias
místicas, la herida en el corazón y los estigmas. En 1716, a los 56 años, se
convierte en abadesa del monasterio y se verá confirmada en ese cargo hasta su
muerte, acontecida en 1727, después de una dolorosísima agonía de 33 días que
culmina en una alegría tan profunda que sus últimas palabras fueron: «¡He
encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi
sufrimiento. ¡Decídselo a todas, decídselo a todas!» (Summarium
Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el
encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales pasados en el
monasterio de Città di Castello. El Papa Gregorio XVI la proclama santa el 26
de mayo de 1839.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, textos autobiográficos,
poesías. Sin embargo, la fuente principal para reconstruir su pensamiento es su
Diario, iniciado en 1693: nada menos que veintidós mil páginas
manuscritas, que abarcan treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura
fluye espontánea y continua, sin tachones ni correcciones, sin signos de
puntuación o distribución de la materia en capítulos o partes según un proyecto
preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; es más, el
padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el
obispo diocesano Antonio Eustachi, la obligó a poner por escrito sus
experiencias.
Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente
cristológico-esponsal: es la experiencia de que Cristo, Esposo fiel y sincero,
la ama y de querer corresponder con un amor cada vez más comprometido y
apasionado. En ella todo se interpreta en clave de amor, y esto le infunde una
profunda serenidad. Vive cada cosa en unión con Cristo, por amor a él y con la
alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El Cristo al cual Verónica está profundamente unida es el Cristo que
sufre de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al
Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y
doloroso por la Iglesia, en la doble forma de la oración y la ofrenda. La santa
vive con esta perspectiva: reza, sufre, busca la «santa pobreza», como
«expropiación», pérdida de sí misma (cf. ib., III, 523), precisamente
para ser como Cristo, que se entregó totalmente.
En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor,
avalorando sus oraciones de intercesión con la ofrenda de sí misma en todo
sufrimiento. Su corazón se dilata a todas «las necesidades de la santa
Iglesia», anhelando la salvación de «todo el mundo» (ib., III-IV, passim).
Verónica grita: «Oh pecadores, oh pecadoras…, todos y todas venid al corazón de
Jesús; venid al lavatorio de su preciosísima sangre… Él os espera con los
brazos abiertos para abrazaros» (ib., II, 16-17). Animada por una
ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión,
perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, por su obispo, por
los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del
purgatorio. Resume su misión contemplativa en estas palabras: «Nosotros no
podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas
a rezar continuamente por todas las almas que se encuentran en estado de ofensa
a Dios… especialmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de
vida crucificada» (ib., IV, 877). Nuestra santa concibe esta misión como
«estar en medio», entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo
crucificado.
Verónica vive profundamente la participación en el amor de Jesús que
sufre, segura de que «sufrir con alegría» es la «clave del amor» (cf. ib.,
I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Pone de relieve que Jesús sufre por los
pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos
fieles soportaron a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente
por su fe sólida y coherente. Escribe: «Su eterno Padre le hizo ver y sentir en
ese punto todos los sufrimientos que iban a padecer sus elegidos, sus almas más
queridas, es decir, las que iban a sacar provecho de su sangre y de todos sus
sufrimientos» (ib., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol san
Pablo: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Verónica llega a pedir a Jesús
ser crucificada con él: «En un instante —escribe—, vi salir de sus santísimas
llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron hacia mí. Y yo veía cómo
esos rayos se convertían en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en
una vi que estaba la lanza, como de oro, al rojo vivo: y me traspasó el
corazón, de lado a lado... y los clavos me traspasaron las manos y los pies.
Sentí un gran dolor; pero, incluso en el dolor, me veía, me sentía
completamente transformada en Dios» (Diario, I, 897).
La santa está convencida de que ya participa en el reino de Dios, pero
al mismo tiempo invoca a todos los santos de la patria celestial para que
acudan en su ayuda en el camino terreno de su entrega, en espera de la
felicidad eterna; esta es la constante aspiración de su vida (cf. ib.,
II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, a menudo centrada en
«salvar la propia alma» individualmente, Verónica muestra un fuerte sentido
«solidario», de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el
cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en
cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del creador, resultan
siempre relativas, del todo subordinadas al «gusto» de Dios y bajo el signo de
una pobreza radical. En la communio sanctorum, aclara su entrega
eclesial, así como la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia
celestial. «Los santos —escribe— están allá arriba mediante los méritos y la
pasión de Jesús; pero cooperaron en todo lo que hizo nuestro Señor, de modo que
toda su vida se ordenaba y se regulaba por sus mismas obras» (ib., III,
203).
En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces
de modo indirecto, pero siempre puntual: revela familiaridad con el Texto
sagrado, del cual se alimenta su experiencia espiritual. Asimismo, es preciso
señalar que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca
van separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia,
donde ocupa un lugar especial la proclamación y la escucha de la Palabra de
Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la
experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Pero, por otra parte,
precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad
nada común, guía a una lectura más profunda y «espiritual» del mismo Texto,
entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las
palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente vive de estas palabras, se
hacen vida en ella.
Por ejemplo, nuestra santa cita a menudo la expresión del apóstol san
Pablo: «Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rm 8, 31;
cf. Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella la asimilación de
este texto paulino, su gran confianza y su profunda alegría, se convierte en un
hecho que se realiza en su propia persona: «Mi alma —escribe— se ha unido a la
voluntad divina y yo realmente me he establecido y detenido para siempre en la
voluntad de Dios. Me parecía que ya no me iba a apartar jamás de este querer de
Dios y volví en mí con estas palabras exactas: nada me podrá separar de la
voluntad de Dios, ni angustias ni penas ni afanes ni desprecios ni tentaciones
ni criaturas ni demonios ni oscuridad, ni siquiera la misma muerte, porque en
la vida y en la muerte quiero totalmente y en todo la voluntad de Dios» (Diario, IV,
272). Así tenemos también la certeza de que la muerte no es la última palabra,
estamos cimentados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para
siempre.
Verónica es, especialmente, un testigo valiente de la belleza y del
poder del Amor divino, que la atrae, se apodera de ella, la enardece. Es el
Amor crucificado que se ha impreso en su carne, al igual que en la de san
Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. «Esposa mía —me susurra Cristo
crucificado— me complacen las penitencias que haces por aquellos que están en
desgracia ante mí… Luego, desclavando un brazo de la cruz, me hizo señas de que
me acercara a su costado... Y me encontré entre los brazos de Cristo
crucificado. Lo que sentí entonces no puedo contarlo: habría querido estar
siempre en su santísimo costado» (ib., I, 37). También es una imagen de
su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Señor
crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. Verónica vive
asimismo una relación de profunda intimidad con la Virgen María, testimoniada
en las palabras que ella le dice un día y que refiere en su Diario: «Yo
te hice descansar en mi regazo, se te concedió la unión con mi alma, y desde
ella fuiste llevada volando delante de Dios» (IV, 901).
Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer,
en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor viviendo para los demás,
abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la
Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor lleno de
sufrimiento de Jesús crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos
invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno,
donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión
plena con Dios; nos invita a alimentarnos a diario de la Palabra de Dios para
calentar nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la
santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística:
«¡He encontrado el Amor, el Amor se ha dejado ver!». Gracias
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