El Espíritu del Señor está sobre mí
TERCER DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO “C”
Nehemías 8, 2-4a. 5-6.8-10; 1 Corintios 12,12-31a; Lucas 1,1-4; 4,14-21
Jesús es ungido por el Espíritu Santo
Queridos hermanos y hermanas en este Tercer Domingo del tiempo Ordinario, dentro del Marco de la Jornada Mundial de la Juventud, en nuestro Continente Americano, concretamente en Panamá, nos volvemos a reunir en la Asamblea dominical como miembros del cuerpo de Cristo. Es como si de alguna manera, todos aquellos que de verdad hemos tenido un encuentro profundo, real y constante con Dios, estuviésemos solamente esperando esto momento intenso para poder volcar nuestra mirada, nuestra mente y nuestro corazón a aquel que siempre nos espera. Por eso hoy la liturgia nos recuerda que al formar el cuerpo de Cristo (1 Corintios 12,27), todos hemos de estar en sintonía con el Espíritu Santo. Ha de ser el Espíritu santo quien nos mueva a participar de manera consciente, activa y devota en nuestra liturgia. Nosotros, por nuestra parte, hemos de poner todo el empeño y disposición para que el Espíritu obre en nosotros. De hecho, esto es lo que queremos expresar en nuestras reuniones litúrgicas con nuestras posiciones corporales, de una manera muy simple, muy sencilla, al tener todos la misma postura, estamos manifestando que somos un solo cuerpo, y no cualquier cuerpo, sino el de Cristo. Nuestra liturgia está muy inspirada en la liturgia celestial que se nos muestra en el libro de la Revelación, pero no ha sido solamente a partir de esta experiencia como la iglesia ha ido definiendo con el paso de los siglos la manera de celebrar nuestras asambleas, ya el pueblo de Israel las celebraba así, con solemnidad, en comunión, casi como diciendo, unidos en un mismo corazón y un mismo espíritu. Así nos lo presenta la primera lectura de hoy, tomada del libro de Nehemías. En ella se pone hoy de relieve la máxima importancia que se le daba al momento en que se leía la palabra de Dios, y concretamente al leerse públicamente la Ley de Moisés. Era una lectura solemne y manifestaba un momento culminante en su vida cotidiana, tras la lectura se hacía un comentario o explicación a los oyentes para que estos entendieran el alcance y la profundidad de lo que había de significar la alianza de Dios con su pueblo. El día que se proclamaba la Palabra, era un día exclusivo donde la comunidad se reunía, era un día lleno de alegría, de gozo, de esperanza, porque era el día consagrado al Señor. Se trataba del día en que el pueblo recordaba la fidelidad de Dios, y por tanto, el compromiso de estar ellos también atentos a la práctica de la Palabra o de la Ley que se había proclamado. Esto lo hacían no porque se sentían obstinado, amenazado y obligados de parte de Dios, sino porque en la Palabra, en la Ley habían encontrado la respuesta de Dios a sus necesidades, y por lo tanto su cercanía, su salvación.
Así, y con la misma finalidad nos congregamos nosotros hoy, y lo hacemos cada domingo y cada día de fiesta, porque en esta asamblea litúrgica, Dios nos recuerda que nos nos deja solos, que camina con nosotros, que nuestros problemas, inquietudes, inclusive quebrantos de la Ley, son nada en comparación con la fuerza que genera en nosotros la alegría de celebrar al Señor. Por eso, de la misma manera que para el Pueblo de Israel, también para nosotros éste es un día de alegría, de gozo y de regocijo, de esperanza y de impulso a la vivencia de la caridad, es como si nos reuniéramos para recargar las baterías y continuar llenos de alegre esperanza durante toda la semana.
Este gozo, este regocijo, esta esperanza brota de la Palabra de Dios, pero también del saber que hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un solo cuerpo (1 Corintios 13). Hemos terminado el Octavario por la Unidad de los Cristianos, y hoy Dios nos recuerda y nos invita nuevamente a vernos los unos a los otros y reconocernos como lo que somos ¡hijo de Dios! La unidad, la comunión no solamente depende de una confluencia de ideas, de unos acuerdos, de un anhelo, depende más bien de darnos cuenta realmente qué es lo que nos une, lo que nos hace uno en Cristo Jesús. En nuestro cuerpo, una mano no pelea contra otra, tampoco pelea contra un pie, ni está en contra de un ojo, si esto sucediera seríamos personas enfermas, esquizofrénicas y no estaríamos aquí, estaríamos en un centro especial para personas con trastorno mental. De la misma manera podemos aplicar lo antes mencionado a nuestra vida espiritual y a nuestra vida de comunión y de unidad. Es el espíritu el que nos une. Ciertamente Dios ha querido que el Espíritu Santo de sus dones a todos y cada uno de nosotros, pero la recepción de esos dones, la acogida y el aprovechamiento de los mismos ya no depende de Dios, tampoco del Espíritu Santo, sino de nosotros mismo, de nuestra capacidad de relación y de apertura a la gracia de Dios. Por eso no hay ninguna distinción entre “judíos o no judíos, esclavos o libres” (1 Corintios 13). Todos hemos recibido al Espíritu Santo, el mismo Espíritu que recibió Jesús, por eso somos hijos en el Hijo. El mundo, los gobiernos, los poderosos, los que tratan de aplastar a los más pequeños y a los más pobres y marginado se empeñan en crear fronteras, divisiones, territorios, como si hubiera hijos de Dios de primera, de segunda y de tercera… ¡no! Dios nos ha hecho uno en Cristo Jesús, pero todos en la diversidad y en la pluralidad formamos un solo cuerpo el de Cristo. Diversidad y pluralidad no significa uniformidad, significa aceptación de los diferentes dones que Dios no ha dado a cada uno como persona única e irrepetible y que puestos al servicio de la comunidad, podemos manifestar precisamente la eficacia, la riqueza y la grandeza de Cuerpo de Cristo. Así que no olviden hermanos “Ustedes son el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro de él” (1 Corintios 27).Claro que como en todas las estructura humanas e institucionales para poder funcionar es necesario que alguien tenga que estar al frente como más responsable, así el papá no es igual que el hijo, ni la mamá igual que el papá, cada uno tiene su lugar, y por cierto ha de ser muy respetado, esto es para que se manifieste con mayor claridad la eficacia de la acción del Espíritu Santo, lo mismo sucede en la Iglesia, el Papa, por ejemplo es el mayor responsable, como obispo de Roma y sucesor directo de San Pedro, luego los obispos, y luego los sacerdotes. Cada uno en su puesto asignado, pero al fin todos presbíteros.
Todo lo anterior, para decir que es importante el celebrar de manera digna nuestra asamblea litúrgica sobre todo dominical. En este día nosotros comentamos palabra o hechos de la vida de Jesucristo, y el fragmento del Evangelio de Lucas que acabamos de leer hoy no sitúa en un momento importante al inicio de la redacción de su Evangelio, también nos habla de un “Amante de Dios”, así se traduce el nombre de Teófilo, esto significa que la explicación puede ser para cualquiera de nosotros que verdaderamente amemos a Dios.
Así pues, lo primero que hemos de afirmar ante el evangelio proclamado hoy, es que Jesús de Nazaret no escribió nada. Su vida terrena fue ese libro abierto en el cuál todos podían leer y encontrar un verdadero sentido a lo que él decía, por eso usaba frases breves, paralelismos y antítesis, repeticiones rítmicas, imágenes, parábolas; todo ello con la finalidad de que quien lo escuchaba aprendiera de memoria lo que decía y lo pusiera en práctica. Era como una especia de catequesis que había que memorizar, pero no para guardarla en la mente, sino para llevarla a la práctica. Frases, por ejemplo como “los últimos serán los primeros y los primeros los últimos” (Mateo 19,30). Entre otras muchas que todos conocemos y que inclusive para nosotros hoy son fáciles de memorizar, tenían la finalidad de ser aprendidas y practicadas. Así pues, el hecho, de que Jesús no haya escrito de su puño y letra los Evangelios, de por sí, no quiere decir que las palabras referidas a él no sean suyas.
A partir de estos dichos de Jesús, después de que él resucitó y subió al cielo, viene lo que hemos conocido como la predicación oral de los apóstoles, quienes tras la resurrección de Cristo, y convencidos ya plenamente de que él era el Mesías prometido, comienzan a anunciar a Jesucristo a los demás. Al predicar, al dar razón de su experiencia y al comenzar a explicar su vida y sus palabras los apóstoles tuvieron en cuenta las necesidades y las circunstancias de sus oyentes. No se trataba de hacer historia, sino de transmitir y suscitar la fe en las personas. Fue a través de su experiencia personal y del inmenso impacto que Jesús de Nazaret suscitó en ellos, que sintieron el imperativo de compartir a los demás lo que Jesús había dicho y hecho, y de lo que ellos habían sido testigos oculares.
El tiempo fue pasando y llegamos así a los Evangelios escritos. Fue a partir de los años Sesenta en adelante, es decir, unos treinta años después de la muerte de Jesús, que algunos autores comenzaron a poner por escrito la predicación, que ellos habían recibido por transmisión oral. Así nacieron los cuatro Evangelios. De las muchas cosas llegadas hasta ellos, lo evangelistas eligieron algunas, sintetizaron otras, y otras las explicaron adaptándolas a las necesidades del momento de las comunidades para las que escribían. Ante todo lo anterior, el texto del Evangelio de Lucas que corresponde a la liturgia de este Tercer Domingo del Tiempo Ordinario ciclo “C” manifiesta claramente la manera de cómo los evangelistas y en concreto Lucas ordena todo cuidadosamente para poder hacer llegar el mensaje de salvación para toda la humanidad. Un mensaje que se había revelado de manera más plena en la Sinagoga de Nazaret, donde Jesús, tras dar lectura a un texto del Profeta Isaías, se aplica a sí mismo dicho texto, dejando bien clara la identidad. Jesús de Nazaret era el Ungido, el Predilecto, el Salvador.
Para nosotros hoy, esto significa, poder acercarnos a la Sagrada Escritura con confianza y profundo respeto, dándonos cuenta y asintiendo que la Palabra de Dios ha sido verdaderamente revelada por el Espíritu Santo a los autores del Libro Sagrado. De esta manera se confirma y se constata que la voluntad de Dios es que a través de su Palabra los hombres sean verdaderamente liberados, felices, capaces de generar en su entorno una armonía tan auténtica como la de los orígenes de la creación, donde el ser humano pueda descubrirse verdaderamente salvado, reconciliada, amado por Dios, y por lo tanto recobre nuevamente su identidad, la identidad de Hijo ya que la finalidad de Jesús al venir a este mundo fue la de “anunciar la buena noticia a los pobres; proclamar la liberación a los cautivos, dar la vista a los ciegos, la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (cfr. Lucas 4,18-19).
Jesús manifiesta así su misión, su ministerio, y por lo tanto la Voluntad del Padre, que consiste en una salvación universal. Las acciones y las palabra de Jesús revelan verdaderamente que él es el Mesías, el Salvador. Jesús, además de manifestar que él es el Hijo amado del Padre, también manifiesta su quehacer, su misión que tras su resurrección será la Iglesia que la continúe. Ojalá y que todos seamos conscientes de la gran misión que Jesucristo nos ha legado y pongamos prontamente manos a la obra, en un mundo dividido por la envidia, la discordia, el placer y el tener, la Palabra de Dios tiene una importancia capital, y es la de recordarnos que solamente los que se vuelven pequeños y creen en Dios y viven como verdaderos hijos suyos forman parte de su Reino. Nuevamente el llamado es a la conversión, porque el Reino predicado por Jesús es para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.
Que el Espíritu Santo que ungió a Jesús, el Paráclito nos fortalezca también a nosotros, mantenga alegre nuestra esperanza y activa nuestra caridad para así ser también nosotros transmisores de la Fe que hemos recibido.
Paz y Bien
Puebla de Los Ángeles, 26 de enero de 2019.
Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.
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