Tengo los ojos siempre fijos en oriente
6 de enero
Tengo los ojos siempre fijos en oriente, en medio de la noche que lo rodea, para distinguir aquella estrella milagrosa que guió a nuestros padres a la gruta de Belén. Pero en vano fijo mis ojos para ver surgir este astro luminoso. Cuanto más busco, menos logro ver; cuanto más me esfuerzo y más ardientemente lo busco, más me veo envuelto en mayores tinieblas. Estoy solo de día, estoy solo de noche, y ningún rayo de luz viene a iluminarme; nunca una gota de refrigerio viene a avivar una llama que me devora continuamente, sin jamás consumirme.
Una sola vez he sentido, en la parte más íntima y secreta de mi espíritu, algo muy delicado que no sé como explicarlo. El alma comenzó a sentir su presencia, sin poder verla; y enseguida, lo diré así, él se acercó tan íntimamente a mi alma que ésta advirtió claramente su roce; exactamente - para dar una pálida figura – como suele suceder cuando nuestro cuerpo toca estrechamente otro cuerpo.
No sé decir otra cosa sobre esto; sólo le confieso que, al principio, fui presa de un gran pánico; pero que este pánico, poco a poco, se fue transformando en una celestial euforia. Me pareció que ya no me hallaba en estado de viandante; y no sabría decirle si, cuando sucedió esto, me di cuenta o no de que estaba todavía en mi propio cuerpo. Sólo Dios lo sabe; y yo no sabría decirle nada más para darle a entender mejor este acontecimiento.
(8 de marzo de 1916, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 756)
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