Todo redunda en bien de los que aman a Dios




2 de enero

Para vivir continuamente en una vida devota, no te hace falta más que aceptar en tu espíritu algunas máximas excelentes y generosas.

La primera que yo deseo que tengas, es ésta de San Pablo: «Todo redunda en bien de los que aman a Dios». Y, por cierto, ya que Dios puede y sabe sacar el bien incluso del mal ¿con quién hará esto sino con aquellos que, sin reserva alguna, se entregan a él? Incluso los mismos pecados, de los que Dios, por su bondad, nos tiene alejados, son ordenados por su divina providencia al bien de los que le sirven. Si el santo rey David no hubiera pecado, nunca habría adquirido una humildad tan profunda; ni la Magdalena habría amado tan ardientemente a Jesús, si él no le hubiera perdonado tantos pecados; y Jesús no habría podido perdonárselos, si ella no los hubiera cometido.

Considera, mi queridísima hijita, esta gran obra de la misericordia divina: él convierte nuestras miserias en favores y, con el veneno de nuestras iniquidades, realiza cambios saludables en nuestras almas. Dime, pues, ¿qué no hará con su gracia de nuestras aflicciones, nuestros sufrimientos y las persecuciones que nos angustian? Y, por eso, aunque te sucediera no sufrir aflicciones de ninguna clase, cree que, si amas a Dios con todo tu corazón, todo se convertirá en bien; y, aunque no logres comprender por dónde vendrá este bien, ten la certeza de que llegará. Si Dios pone ante tus ojos el lodo de la ignominia, no es sino para devolverte una mirada más clara y para hacerte admirable ante sus ángeles, como un espectáculo digno y amable. Y si Dios te hace caer, es para conseguir en ti lo que realizó en san Pablo al hacerle caer del caballo.

Por tanto, que las caídas no te hagan perder el valor; anímate a una confianza renovada y a una humildad más profunda. Descorazonarse e impacientarse después de que se ha caído en el error, es una estratagema del enemigo, es cederle las armas, es darse por vencido. Por tanto, no debes hacerlo, ya que la gracia del Señor está siempre atenta para socorrerte.

(15 de noviembre de 1917, a Antonieta Vona – Ep. III, p. 822)

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