Llamada universal a la santidad


23 de febrero

La vanagloria es un enemigo que acecha sobre todo a las almas que se han consagrado al Señor y que se han entregado a la vida espiritual; y, por eso, puede ser llamada, con toda razón, la tiña del alma que tiende a la perfección. Ha sido llamada con acierto por los santos carcoma de la santidad.

Nuestro Señor, para mostrarnos en qué gran medida la vanagloria es contraria a la perfección, lo hace con aquella reprensión que hizo a los apóstoles, cuando los vio llenos de autocomplacencia y de vanagloria, porque los demonios obedecían las órdenes que ellos les daban: «Sin embargo, no os alegréis porque los espíritus se os someten».

Y para erradicar del todo de sus mentes los tristes efectos de este maldito vicio, que suele conseguir insinuarse en los corazones, los atemoriza poniendo ante sus ojos el ejemplo de Lucifer, precipitado desde las alturas por la vana complacencia en la que cayó ante la grandeza a la que Dios le había ensalzado: «Veía a satanás, que caía del cielo como un relámpago».

Este vicio hay que temerlo todavía más porque no hay una virtud contraria para combatirlo. En efecto, cada vicio tiene su remedio y la virtud contraria; la ira se destierra con la mansedumbre; la envidia con la caridad; la soberbia con la humildad; etc. Sólo la vanagloria no tiene una virtud contraria para ser combatida. Ella se insinúa en los actos más santos; y, hasta en la misma humildad, si no se está atento, ella coloca con soberbia su tienda.
 

(2 de agosto de 1913, al P. Agustín de San Marcos in Lamis – Ep. I, p. 396)
 

El Concilio Vaticano II nos hace recordar algo que aparentemente es nuevo, sin embargo es lo más genuino, lo más exquisito, lo más esencial de todo cristiano: La Santidad. Todos estamos llamados a abrirnos a la gracia de Dios y ejercitarnos en el camino de la santidad. Todos, lo mismo que los pastores, las almas a ellos confiadas. La llamada universal a la santidad nos viene pues a recordar que somos hijos de Dios. Que no poseemos nada que no hayamos recibido, que lo único que nos pertenece son nuestros vicios y pecados y en lo único que hemos de gloriarnos ha de ser en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Esto es fácil de decir y difícil de vivir porque se corre el riesgo, el peligro de envolver bajo un halo de virtud las intensiones más mezquinas del corazón, donde si no se está atento, alerta a la rectitud de conciencia y nos vamos dejando alagar por los demás, y pensando que somos los mejores, y que todo lo que hacemos, aunque sea a nombre del Evangelio lo hacemos bien, y que nadie puede hacer las cosas mejor que “Yo”… Que peligroso es eso. Es necesario un profundo examen de conciencia. Es necesaria una urgente conversión. Para descubrir que Dios es el que va realizando su obra de salvación en nosotros y en los demás. Por lo tanto, en este santo tiempo de cuaresma seamos capaces de encontrarnos con nosotros mismos, con nuestros demonios internos, sacarlos, dejar que Dios los expulse y abrirnos a la gracia de una vida nueva.

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