ME LEVANTARÉ, E IRÉ A CASA DE MI PADRE




ME LEVANTARÉ, E IRÉ A CASA DE MI PADRE



Queridos hermanos si quisiéramos enmarcar con un título la liturgia de hoy, seguro que lo podríamos hacer con una de las siguientes frases: “Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad” o bien, “Me Levantaré, e iré a casa de mi Padre”. Por hoy nos quedamos con ésta última haciendo conciencia de que Dios, nuestro Padre, rico en misericordia nos está esperando en casa con los brazos abiertos.

Esto lo podemos constatar ya desde la primera Lectura que nos presente por fin la liberación del “Pueblo Elegido”. LA LLEGADA A LA TIERRA PROMETIDA Y LA EXPERIENCIA DE PODER VOLVER A COMER LOS FRUTOS FRESCOS DE LA TIERRA.

Tras el largo y fatigoso caminar por el desierto, el pueblo elegido –al que Dios nos duda en llamar reiteradamente “hijo”- llega desde la dura esclavitud de Egipto al umbral de la Tierra prometida. Acaba de efectuar el rito de la circuncisión (vv. 3-5) como signo de purificación y renovación de la alianza. Se celebra la pascual “al atardecer”. Es una noche solemne como la del comienzo del Éxodo, vigilia alargada de esperanza. Al “día siguiente” Israel experimenta la poderosa intervención del Seño; Dios declara solemnemente  a Josué “Hoy les he quitado de encima el oprobio de Egipto”. Algunos de nosotros, también hemos tenido una larga vigilia que generó una esperanza GRANDE Y PROFUNDA EN NUESTRA VIDA, EN NUESTRO CORAZÓN. Me refiero a las 24 horas para el Señor, que al final nosotros, los que estuvimos allí, fuimos los beneficiados. Dios nos hizo saber y sentir a través de su Hijo Jesucristo, presente en la Eucaristía, cuán importante somos todos para Él. Experimentamos el perdón de nuestros pecados y así se ha quitado de los que han hecho esta experiencia el oprobio del pecado.

En el caso del Pueblo de Israel, el “signo” es: que tras haberse alimentado durante cuarenta años con el maná, pan de lágrimas, ahora por primera vez gusta de los frutos de la región. Israel circuncidado, es decir, SANTIFICADO, TIENE LA EXPERIENCIA FILIAL DE LLEGAR A CASA. Es decir, vuelve a la vida, vuelve a la libertad, vuelve a la alegría de saberse y sentirse HIJO DE DIOS. PROPIEDAD DE DIOS.

De la misma manera, la Segunda Carta a Los Corintios nos presenta la nueva realidad del bautizado, la nueva condición del cristiano: la de redimido, la de salvado. Si la humanidad ha muerto y resucitado con Cristo, todo lo viejo ha desaparecido. Lo que cuenta es la criatura nueva. El hombre viejo ha sido sepultado en el bautismo. Surge del agua el hombre nuevo. El Hijo de Dios.

Nuevamente así como la liberación del Pueblo Israel, fue obra del Señor, también la transformación del cristiano es pura gracia. El género humano inmerso en el pecado, no podía volver a Dios con sus propios medios. En su amor sobreabundante (cf. Ef 2,4 Rom 5,8), Dios envió a su Unigénito para llevar a cabo la reconciliación con su inmolación. Estamos salvados “por Cristo” y “en Cristo”. Es decir, una vez reconciliados por los méritos de Cristo, hemos sido injertados en él y nos hemos convertido con él en cooperadores de la obra de la salvación: “somos embajadores de Cristo”; a través de nosotros, Dios quiere exhortar a todos a dejarse reconciliar. La misión exige adhesión plena y libre a su voluntad. Pablo propone un motivo altísimo para suscitar el asentimiento: el Justo se ha hecho pecado para que los pecadores llegasen a ser justicia. Él ha querido hacerse solidario de nosotros, ¿nos haremos solidarios con él?

Desafortunadamente parece que no, o al menos no todos ni siempre. Para muestra el Evangelio que acabamos de proclamar. ¡Cuánta tristeza hay en la primera escena de esta parábola! Ni una palabra de gratitud por parte del hijo al Padre. Ni un pensamiento por el sudor que, posiblemente, le costó al padre poner toda esta herencia junta. El padre queda reducido a ser un transmisor del patrimonio. El patrimonio del padre es todo lo que le interesa a este hijo, no los consejos, los valores, los afectos. Pide su parte de la herencia como si el padre estuviese ya muerto. La herencia “QUE ME TOCA”: se acuerda de ser hijo sólo para reivindicar su derecho a la herencia.

Jesús no ha inventado la historia, la ha sacado, más bien de la vida real. Se trata, por lo demás, de una situación hoy bastante más frecuente que en sus tiempos. Muchachos que se van de casa dando un portazo; que consumen en la droga o en otros desórdenes el patrimonio paterno, incluso llegan hasta a robar, y, después, cuando han consumido el dinero, vuelven de nuevo sin vergüenza, frecuentemente para pedir más, o para robar más, no para pedir perdón.

Ahora, ya sabemos qué pretendía hacer aquel hijo con su parte de la herencia. No la RECLAMABA para construirse él mismo algo sólido, honesto que le diera una estabilidad de vida, sino para “vivir perdidamente”. El resultado es el de siempre que suceden estos casos: terminado el dinero, se acabaron los amigos.

El muchacho se encuentra sólo, desprovisto de todo, apacentando cerdos. Si bien es verdad que hoy no es el trabajo más agradable y atractivo para nadie, y menos para un joven; pero, para un hebreo de aquel tiempo era verdaderamente la mayor humillación, la mayor degradación, el trabajo más bajo que alguien podía adquirir, porque el cerdo era considerado como un animal impuro.

Si hemos estado atentos a la proclamación del evangelio nos habremos dado cuenta que al principio del cambio hay un momento en el que el joven “entra en sí mismo” hace una introspección, se ve hacia dentro, es decir, recapacita. A partir del instante en el que se dice dentro de sí mismo “he pecado” ya es una persona nueva. RECONOCE QUE HA FALTADO. RECONOCE QUE HA RENEGADO DE SU PADRE. RECONOCE QUE LE HA TRAICIONADO. RECONOCE QUE NO HA SEGUIDO EL CAMINO CORRECTO. ESTO LO HACE SER UNA PERSONA NUEVA.

A partir de ahora todo va a ser diferente. Todo lo que sigue no es más que un seguir la decisión tomada.

Su padre lo vio “cuando todavía estaba lejos” desde ese momento el protagonista ya no es más el hijo sino el padre; y ello es porque desde el día en que el hijo había partido no había cesado de mirar hacia el horizonte. “Se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”. Ahora no hay ninguna alusión a su pena, a sus razones, ningún reproche. No le retiene el sentido de dignidad, que le evitaría a un anciano el ponerse a correr. Son sus vísceras paternales las que mandan.

Rembrandt neerlandés 1606- 1669, ha plasmado esta maravillosa parábola en un famoso cuadro, expresando el momento en el que el hijo se arroja a los pies del padre para hacer su confesión. En él llama la atención el vigor del rostro del padre y la ternura que apoya sus dos manos sobre las espaldas del muchacho. De todo lo que consigo se llevó de su casa no le ha quedado nada al joven, en este cuadro, más que el puñal (que en aquel tiempo todos llevaban para defenderse de las fieras), un vestido destrozado y unas sandalias, que ya no están puestas ni en los pies.

En esta parábola, todo es sorprendente. Nunca Dios había sido pintado con estos trozos para los hombres. Ha tocado más corazones por sí sola esta parábola que todos los discursos de los predicadores puestos juntos. Tiene un poder increíble para actuar sobre la mente, sobre el corazón, sobre la fantasía, sobre la memoria. Sabe tocar las cuerdas más diversas: el sentimiento, la vergüenza, la nostalgia…

Jesús no pudo inventar esta imagen de Dios de la nada. La ha mamado, por así decirlo, con la leche materna. Él ha llevado a la perfección como Hijo “que está en el seno del Padre”, la idea de Dios, que se hace patente en los momentos más dramáticos y encumbrados de la revelación bíblica. En los profetas se habla de un Dios, que da “un vuelco a su corazón”, que siente “estremecer las vísceras de compasión” cada vez que se acuerda de Efraín, su hijo primogénito, que no muestra su rostro desdeñado y no conserva para siempre la cólera, sino que se complace de tener misericordia.

El Padre es aquel al que importa una sola cosa: que el hijo ha vuelto a casa! En este tiempo de preparación a la Pascua, en el corazón de muchos debiera aflorar más bien el propósito del muchacho de la parábola: “Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado”.

¡Cuántos han hecho con el sacramento de la reconciliación la misma experiencia del hijo pródigo! Es una de las alegrías y de los recuerdos más bellos en la vida de un sacerdote. El poder abrazar al que vuelto de su pecado y de su vida disoluta se ha encontrado con el amor y la misericordia de Dios, es algo tan maravilloso aún para el sacerdote cuánto sanador para el que recibe el abrazo. Personas que se levantan y se alejan con lágrimas, renacidos literalmente a una vida nueva y que a veces dicen abiertamente “Yo estaba muerto y he vuelto a la vida”. La Eucaristía es el banquete de fiesta, que Dios prepara para cada hijo que vuelve. No es necesario abandonarla durante largo tiempo simplemente porque se tiene hastío de confesarse, o porque considero que el confesor es más pecador que yo. Eso es cuestión de él y de ello dará cuentas a Dios. Tú debes descubrir en él, por pecador que sea la gran oportunidad que Dios te está brindando para transmitirte su amor, su compasión y su ternura a través del Sacramento de La Confesión.

Pablo Jaramillo, OFMCap.


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