"Yo tampoco te condeno"
HOMILÍA PARA EL QUINTO DOMINGO DE CUARESMA “C”
Queridos hermanos y hermanas continuamos avanzando
en nuestro itinerario hacia la pascua. Nuestra cuaresma también es como un
éxodo que nos conduce no solamente a la tierra prometida que es la Iglesia
nacida del Costado de Cristo, sino al mismo Cristo crucificado y resucitado. La
cuaresma es como el destierro que vivió el pueblo de Israel, pero que a su
vuelta a la “Tierra prometida, Tierra que manaba leche y miel” pudo
experimentar la gracia de comer los frutos frescos de la tierra. Pudo verdaderamente
recobrar su identidad y gozar de la libertad tras los años de la esclavitud. Una
esclavitud para nosotros hoy, que no necesariamente puede ser fruto de los
demás, sino de nosotros mismos, de nuestras opciones, de nuestras decisiones,
de nuestros caprichos y falta de fe en Dios. Por eso hoy la palabra consoladora
de Dios está dirigida a un pueblo sin esperanza, a un pueblo “sordo” porque a
pesar de que Dios les hablaba y había escrito su Ley en su corazón, el pueblo
no escuchó su voz y se dejó guiar por las apetencias de la carne y de la
idolatría. Tal vez te esté hablando a “ti”. Dios dirige su palabra consoladora
a un pueblo “ciego” que no quería dejarse guiar por su luz. Muchas veces el
pecado oscurece nuestra vida y nuestra historia, nos hace caminar en tinieblas
y en sombras de muerte. Por dentro podemos estar muertos y aparentar que
estamos vivos, como cuando el cuerpo de un muerto se maquilla y parece que está
dormido, así muchas veces nos podemos encontrar nosotros. Dios una vez más
genera esperanza y alegría por medio del anuncio de su salvación a toda la
humanidad y al universo entero. Como entonces Dios, para el que nada es
imposible (cf. Gn 18,14), “abrió un camino en el mar”, así también ahora
entrar, irrumpir con toda su fuerza, abrirá brecha en nuestro corazón
obstinado. Con más fuerza, se hace
presente en nuestra vida si le dejamos, en nuestra vida, y en nuestra
historia para llevar a cabo la
transformación total y absoluta de nosotros mismos, del cosmos y de todas las
cosas a través de la restauración en Cristo. Un Cristo totalmente salvador y
misericordioso que irrumpe en la vida de cada ser humano que se deja encontrar
por Él. Así nos lo manifiesta el testimonio de un hombre tocado transformado por
la novedad y el encuentro con Dios en su vida: ¡Pablo!, una vez que se ha
encontrado con Cristo, no duda en considerar basura lo que hasta ahora había
sido para él motivo de prestigio: ¡El Judaísmo! Pablo libre prisionero del amor
de Cristo, se nos presenta ahora como un atleta que llega a la recta final de
la meta en la carrera por la vida eterna. Y ante los “espectadores”
judaizantes, orgullosos de la justicia proveniente de la Ley, el apóstol traza
magistralmente su biografía: el orgulloso fariseo de antaño ha visto invertido
paradójicamente su modo de entender ganancias y pérdidas. “Conquistado por
Jesucristo”, creciendo en intimidad con su Señor, ahora aspira exclusivamente a
ganar, conocer, conquistar, con la intensidad inefable de quien encuentra
descanso e impulso siempre renovado al pregustar un premio inestimable.
El premio y la corona de encontrarse con Su Señor
Crucificado que le da un nuevo impulso renovador a su vida y a su existencia:
el de saberse salvado por la fe en Cristo Jesús y llamado a anunciar el amor
misericordioso y sin medida de Dios.
Dicha experiencia la vemos plenamente reflejada en
el texto entrañable del Evangelio que proclamamos el día de hoy. Se trata de un
tema central en el capítulo 8 del evangelio de Juan: Cristo Luz ejecuta
inevitablemente un juicio no según las apariencias, sino de acuerdo a la verdad
última y más profunda del corazón de cada persona. Si bien es cierto que
posiblemente ésta perícopa del Evangelio sea de procedencia Lucana, el lugar en
el que está insertado hoy, después de la parábola del hijo pródigo es
simplemente providencial. Esto nos indica que la realidad es aún más bella que
la parábola. Recordemos que en la parábola, hay un hijo mayor que, sin embargo,
permanece en casa y, es más, se enfada del perdón acordado tan fácilmente para
con el hijo menor; en realidad, el hermano mayor, que en este caso sería Jesús,
no ha permanecido en casa sino que él ha ido en busca del hermano menor para
volverlo a traer a casa. La adúltera es una de las tantas ovejas descarriadas,
que Jesús trae de nuevo al redil sobre sus hombros. El suceso de la adúltera es
como una obra dramática de teatro en dos escenas: La trama es sencillísima: al
amanecer, después de pasar la noche orando en el monte de los Olivos, escribas
y fariseos someten al juicio del rabbí
a una mujer sorprendida públicamente en adulterio. ¿Con qué intensión? Para
tender una trampa a Jesús, obligándole a subrepticiamente a pronunciarse o
contra la Ley de Moisés, que manda la lapidación en tales casos, o contra el
derecho romano, que desde el año 30 d.C. ha privado al sanedrín del jusgladii, reservándose el poder de
declarar las condenas a muerte. (Hasta aquí la primer escena). Todo el
fragmento converge en la pregunta: “Mujer,
¿dónde están tus acusadores?... Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no
peques más”. (Ésta sería la segunda escena) En el desierto creado por el
pecado, irrumpe la novedad: fluye un río de misericordia que purifica y sana a
su alrededor, haciendo nuevas todas las cosas y todas las criatura. Aquí está la prueba de la
transformación total y absoluta del cosmos y de la vida del ser humano que se
deja encontrar por Jesucristo. Aquí está la prueba de que Dios “hace nuevas
todas las cosas ¿no ven que ya van brotando? ¿No lo notan?”.
¿Pero todo esto qué tiene que ver con nosotros, que
tal vez no seamos adúlteros, no seamos pecadores públicos, no seamos fariseos,
ni seamos escribas, sino simplemente cristianos del siglo XXI, acomodados a un
estilo de vida que tal vez muchas veces pensemos que ya ni es pecado?
El Evangelio que acabamos de escuchar, nos presenta
a unos hombres que exigen el cumplimiento de la Ley en el caso de una mujer
pecadora, sorprendida en adulterio. ¿Quiénes son esos hombres? Se acercan a Jesús y piden justicia contra
ella. Jesús escucha y pide una reflexión
personal a todos: A los acusadores y a la acusada. Y dice:-
" El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra". También a nosotros nos invita hoy Jesús a
reflexionar sobre este mismo tema, o sobre este mismo problema. ¿Por qué exigimos justicia contra los demás,
y no intentamos comprender su situación desde nuestra propia conducta
personal? ¿Por qué pedimos
justicia, si lo que debemos hacer es pedir perdón? Antes de arrojar piedras contra los demás,
tenemos que saber juzgar nuestro propio pecado.
Así podemos descubrir que lo que muchas personas necesitan no es la
condena sino la ayuda y la comprensión, que se les ofrezca una rehabilitación, una salida de su situación.
Que se les tienda la mano no para lanzar la piedra, sino para acogerles y
levantarles. Lo que la mujer adúltera
necesitaba no eran piedras, sino una mano amiga como la de Jesús que le ayuda a
levantarse y le dice: “Mujer” Yo tampoco te condeno. Qué diferente suena esta
palabra “Mujer” pronunciada en labios de Jesús. En labios de Jesús “mujer no
suena a desprecio como en los labios de los acusadores “esta mujer… mujeres
como ésta”, sino con honor y respeto. Vete y no peques más”. Tal vez a nosotros
nos guste acusar, condenar. Así nos
creemos inocentes porque estamos de parte de la ley, y nos sentimos tranquilos
porque el culpable es el otro. ¡Cuidado! En el adulterio permanece, en efecto,
una culpa devastadora, que nadie puede mantener larga y tranquilamente en la
conciencia sin arruinar con ella, más allá que a la propia familia, también a
la propia alma. Pone a la persona en la no-verdad, obligándola casi siempre a
fingir y a llevar una doble vida. No es sólo una traición del cónyuge sino
también de sí mismo. Jesús, por lo tanto, no intenta aprobar lo realizado por
la mujer sino que pretende condenar la actitud de quien siempre está dispuesto
a descubrir y denunciar el pecado de los demás. Pero, ¡atentos, porque aquí
arriesgamos ser nosotros mismos los que lancemos la primera piedra! Nos gusta buscar "chivos expiatorios", y cargar
sobre ellos nuestros fallos y todas nuestras culpas. Nosotros solemos concentrar nuestras lujurias
y las colocamos sobre las prostitutas o las adúlteras. Nuestras violencias las colocamos en el
asesino y el terrorista.
Y nuestras
traiciones y faltas de honradez las colocamos en el traidor y en el
ladrón. Así nos quedamos tan
tranquilos. Es que, resulta que nosotros somos siempre inocentes,
porque nosotros "ni robamos ni
matamos". ¡Cuántas veces no he escuchado: Padre aquí estoy, pero yo no
tengo pecados…! La cosa es quedar libres
y acusar a los demás. Nosotros no somos
como esos. Por lo tanto, ¿Qué hacemos
con ellos? Y la respuesta que nos da Jesús a nosotros es la misma del Evangelio:
"El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". Es decir: el que sea sencillo, honrado,
transparente, generoso, el que no tenga ningún fallo en su vida, que acuse a
los demás. Pero el que es así, nunca
acusa, sino que perdona y ayuda. Bien
sabemos que todos tenemos fallos en nuestra vida. Por eso vamos a dejar de acusar y condenar a
los demás, y vamos a pedir perdón por nuestras faltas y pecados. Vamos a poner esfuerzo para corregir nuestras
vidas y nuestros fallos. En vez de acusar
y condenar vamos a pedir perdón, vamos a perdonar, y a ayudar a los demás a
corregir sus fallos. Es la enseñanza más
clara de este evangelio que hemos escuchado hoy, y de toda la vida de Jesús. La mirada entrañable, sincera,
misericordiosa, profunda y pura de Jesús que se entrecruza con la mirada de
aquella Mujer ¿Quién es esta mujer? Es una mirada de absoluta compasión y
misericordia. Es una mirada de Amor que dignifica y honra a quien es capaz de
verse en esos ojos que son las puertas de la misericordia de Dios que nos
perdona siempre.
Fray Pablo Jaramillo OFMCap.
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