Una vida oculta con Cristo en Dios: Santa Verónica Giuliani.



10 DE JULIO

Santa Verónica Giuliani Clarisa Capuchina (1660-1727)

por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.

Santa Verónica, monja clarisa capuchina, fue de niña caprichosa y vivaracha, a la vez que piadosa y de buen corazón. A los 16 años entró en el monasterio de Città di Castello, en el que fue muchos años maestra de novicias y abadesa. Destacó por su vida de oración y alta contemplación, acompañada de fenómenos místicos extraordinarios, relacionados especialmente con la Pasión de Cristo. En el «Diario» que escribió por orden de sus confesores nos ha dejado un elocuente testimonio de sus experiencias místicas.

 En medio de populosas ciudades, en las que el tráfago impetuoso de la vida moderna se mueve alocado y febril, vemos a veces un pobre convento, circundado de misterio y de austeridad: es un convento de monjas capuchinas. El alma se estremece ante noticias y leyendas que pretenden traspasar los muros y revelarnos los secretos de esas monjitas, prodigios de penitencia y de virtud, sepulcros de silencio, huertos perfumados con una fragancia celestial, pero impenetrables como los jardines de los dioses. En uno de esos conventos vivió su vida de amores divinos Verónica Giuliani.

 Las puertas de su monasterio, y aun las puertas de su alma, se nos abren de par en par en este caso, porque la misma Verónica nos ha dejado una llave de oro, invitándonos a entrar y a recrearnos con las bellezas escondidas del más deleitoso de los vegetales. Esa llave es su «Diario», escrito por un providencial mandato de sus confesores. Hoy esa alma no tiene secretos para el lector: podemos enfrascarnos y nadar en un piélago de maravillas, sin peligro de que asome a nuestros labios el gesto del desdén o de la incredulidad. Los santos no mienten, aunque nos hablen prolijamente, como Verónica Giuliani, de sus arrobamientos, de sus éxtasis o de sus triunfos.

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Nuestra heroína es una de las almas más extraordinarias que han florecido en la Iglesia Católica. Su vida llegaría a parecernos inverosímil, como un relato fantástico, si no contáramos con los más autorizados y serios testimonios. Además de sus propios escritos, abundantes de pormenores, tenemos las declaraciones no menos prolijas de sus confesores y de otras muchas personas que conocieron a la extática virgen capuchina.

Alguien ha podido decir que «ninguna mujer, después de la Virgen María, ha sido tan favorecida por el cielo como nuestra santa»; y que «en ella se encuentran reunidas y superadas todas las maravillas que admiramos en otras santas como Catalina de Siena, Teresa de Jesús, Magdalena de Pazzis; en ella brillan los dones más extraordinarios, más raros y más ricos de la gracia; y en ella se completa, por manera inefable y única en los faustos de la Iglesia, la misma Pasión de Nuestro Señor Jesucristo».

 La gran vidente capuchina lleva hasta el límite, por así decirlo, el endiosamiento de un alma, su entrega total al Señor, esa «vida oculta con Cristo en Dios», según la frase magistral y expresiva de San Pablo.

Su biografía es un tejido deslumbrante de piedras preciosas: todos los carismas, todos los dones del Espíritu Santo, los favores más estupendos y los dolores más insoportables aparecen narrados con infantil sinceridad en las páginas del «Diario»: «A mayor honra de Dios, y para cumplir su santa voluntad, con mortificación y rubor describo cuanto paso a explicar, sólo por pura obediencia». Así comienza este libro de maravillas. Y nosotros debemos bendecir al Señor con toda el alma por haber inspirado a los superiores y confesores de la santa ese mandamiento que viene a mostrarnos a la luz del día lo que con mucha razón se ha titulado: «Tesoro oculto». Muchos años ignoró el mundo gran parte de ese tesoro, hasta que el jesuita padre Pizzicaria lo sacó al público, editándolo en los últimos años del pasado siglo. Son diez grandes volúmenes escritos en 1693 y años siguientes, y llegan hasta los últimos días de la santa. Su lectura ha de hacerse en pequeños sorbos, porque el estilo desaliñado de la autora, sus digresiones y la narración de infinitos casos parecidos producen a la larga alguna fatiga que privaría al lector de sacar todo el provecho posible.

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La pluma de Santa Verónica no tiene aquel gracejo y ática finura de las obras similares de Santa Teresa de Jesús; no deleita con el donaire y el desenfado españolísimos de la virgen de Avila; aquí no hay galas de estilo, sino incendios de amor. Teresa tiene un carácter más varonil y más audaz; Verónica es más afectuosa y delicada; la española es una mística «de armas tomar», la italiana es un espíritu dulce y sosegado; la carmelita corre por todos los caminos de España, levantando conventos, hablando con reyes y con mendigos, promoviendo la reforma y llevando a Dios consigo a dondequiera que va; la capuchina vive oculta en el claustro, sin hablar más que con sus hermanas y con sus confesores, encerrada en el costado de Jesús, enfrascada en continua y sublime oración. Teresa vive en la tierra, y toca en los cielos; Verónica vive en el cielo, pero toca la tierra. Dos almas igualmente gigantescas, gemelas a pesar de su diverso carácter; dos ejemplares excepcionales, de los cuales puede sentirse orgullosa la humanidad.

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En 1660 nació nuestra santa en Mercatello, ciudad del antiguo ducado de Urbino (Italia). En el bautismo le pusieron por nombre Úrsula. Su madre, Benita Mancini, era dechado de madres cristianas, y los hijos formados en aquel piadoso hogar se distinguieron por una virtud poco común: era una familia de santos. Dios reinaba en el corazón de todos y se recreaba en habitar la casa donde tanto se le amaba. El jefe de la familia, Francisco Giuliani, aunque poseía un excelente corazón, era quizás la nota discordante: aficionado en demasía a las vanidades y pasatiempos, abandonó durante algunos años las prácticas cristianas. Su hija Úrsula, que lo amaba tiernamente y que era correspondida en la misma forma, consiguió, andando el tiempo, que volviese al buen camino, que muriese en gracia de Dios, y aun pudo librarle de una parte de las penas del purgatorio.

Nuestra pequeña Úrsula dio, desde los primeros años, pruebas inequívocas de su futura santidad: era la predilecta de Jesús. Su virtud naciente no fue consecuencia de una sensibilidad enfermiza y veleidosa, sino el fruto maduro de una excelente educación, y tenía el apoyo de dos sólidas bases, las mismas que serán el fundamento de toda su vida: amor sin límites a su Dios y deseos de sufrir mil dolores por Él. Estos dos rasgos de la fisonomía espiritual de nuestra santa comenzaron a percibirse, aunque borrosos e imprecisos, en su más temprana edad. Oigamos una anécdota, tal como nos la cuenta ella misma: «Contaba yo unos tres años de edad, cuando oyendo leer la vida de algunos santos mártires me dio gran deseo de padecer. Entre los tormentos que padecieron estaba el de haber sido abrasados; y al oír esto, también yo sentía deseos de ser quemada por amor a Jesús, tanto que hallándonos en invierno, puse una mano en el brasero, con la idea de quemarme como aquellos santos mártires. La mano se abrasó por completo, y si no me quitan el fuego, ya se asaba... Me parece que en aquel instante ni siquiera sentía el fuego, porque estaba como fuera de mí de contenta. Bien es verdad que pronto sentí el dolor de la quemadura, y ya se me habían contraído los dedos. Todos los de casa lloraban, pero yo no recuerdo haber derramado una lágrima».

 A la misma edad, queriendo imitar a Santa Rosa de Lima, cuya vida oyó leer, inventó un modo infantil de darse las disciplinas. «No teniendo con qué disciplinarme, me quitaba el delantal, hacía muchos nudos en las cintas del mismo y, puesta detrás de alguna puerta, me golpeaba».

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 Pero no todo era apariencia e imitación exterior. La santa niña fortalecía su espíritu con la oración continua, adivinando ya que la verdadera santidad no está en padecer ni en mortificarse, sino en la unión total con la voluntad de Dios. Su deseo más vehemente era llegar a la edad de la primera comunión, pues preveía que por el alimento del sagrario había de llegar a esa unión, en la que soñaba despierta y dormida. Comulgar era, en aquellos primeros años de su vida, la idea dominante, la suprema aspiración de todo su ser. Dos hermanas suyas, religiosas ambas, atestiguaron, muchos años más tarde, estos preciosos recuerdos: «Al regresar a casa nuestra tía o nuestra madre, después de haber comulgado, salíales al encuentro Úrsula, y les decía muy alegre: "¡Oh, qué rico olor, qué exquisito perfume!" Y a la edad de seis años, cuando nuestra madre fue viaticada, Úrsula subió a su lecho, y se esforzaba en acercar la boca a la de su madre moribunda, atraída por la fragancia de la sagrada hostia».

 La enamorada niña tuvo que esperar hasta los diez años, según la costumbre de la época, para acercarse a su Amado. En 1670, estando en Piacenza, comulgó por primera vez, y debió sentir tales incendios de amor, que preguntó ingenuamente a sus hermanas cuánto tiempo solían durar aquellos maravillosos efectos.

Por el mismo estilo fue transcurriendo toda la infancia de nuestra admirable santa; «y conforme iba creciendo en edad -cuenta ella-, iban aumentando mis deseos de ser monja; pero no tenía quien me creyese, y todos me llevaban la contraria». Su padre, con una obstinación inexplicable, no quería que nadie le hablara de aquellos propósitos de su más querida hija, y se esforzaba, con tenaz ahínco, por hacerla desistir de sus ideas. Se entabló una lucha larga entre la niña y todos los parientes, alrededor de aquella decisión; y, naturalmente, Úrsula ganó la batalla a fuerza de oraciones y de penitencias.

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Tenía una hermosura delicada y grácil, un carácter vivo, una sensibilidad excepcional; era querida de todos, y nadie podía sufrir el apartarse para siempre de tan gustosa compañía. Era además voluntariosa y dominante, zalamera y caprichosa, no soportaba contradicciones y parecía que sus arrestos se multiplicaban ante los obstáculos o las negativas.

 En su «Diario» nos descubre una interesante mezcla de defectos y de virtudes; la santa no omite ni el más insignificante pormenor. «Un día me vestí de hombre e hice que todas mis hermanas hicieran lo mismo, con lo que me divertí no poco... Sentía estímulos de no hacerlo más; pero después lo volví a hacer muchas veces». Leemos también en las primeras páginas este otro rasgo de un carácter excesivamente celoso: «Una vez, entre otras, di un bofetón a una criada, porque me pareció que hacía algo no muy bueno».

Para aquilatar la bondad de su corazón sensible, es necesario saber que, aun en aquellos años juveniles, no podía sosegarse ante el espectáculo de la miseria o del dolor ajeno; se enternecía de tal manera, que daba a los pobres todo cuanto hallaba al alcance de las manos, aun sus propios vestidos y juguetes. Nos cuenta que una vez, habiendo estrenado unos zapatos muy hermosos, y viendo en la calle a un pobre que pedía limosna, se quitó sus zapatos y se los dio en el acto. «Muchos años después -escribe en sus relaciones-, hallándome en oración, parecióme ver al Señor llevando en la mano un par de zapatos de oro, y me dijo: "Estos son aquellos zapatos que tú, de pequeña, me diste. Aquel pobre era yo"».

Basten los hechos que acabamos de narrar para formarnos una idea aproximada de la niñez y de la juventud de esta alma extraordinaria y del disgusto y pena que tendrían sus amigos y parientes al verla desaparecer para siempre detrás de los muros de un monasterio.

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A los diecisiete años, vencidas todas las resistencias, su vocación religiosa tuvo el ansiado cumplimiento: en el convento de capuchinas de Città di Castello, la joven se encerró definitivamente para vivir sólo para Dios. Al llegar a la puerta de la clausura, se volvió a la concurrencia que lloraba de emoción, y dijo con voz firme y alegre: «Adiós, mundo. Te dejo». Las puertas se cerraron, y la joven corrió anhelante a ocultar su alegría en la oscuridad de una pobre celda, iluminada por la presencia del divino Esposo.

La nueva monjita se llama sor Verónica; pero todas sus hermanas añaden un gracioso apodo lleno de cariño: «la Bambina», la Niña.

No vaya a creerse, sin embargo, que todo fue dulzura y consuelos en la nueva vida que tan gratamente comenzaba. A los pocos días apareció la cruz, vino el desaliento y todo se le hacía insoportable. «Parecíame la madre abadesa indiscreta, la madre maestra incapaz, y ninguna de las monjas me era simpática». A fuerza de oraciones y de vencimientos, consiguió por fin aquietar su espíritu y gustar las sabrosas mieles de la vida religiosa.

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Después de su profesión, pasó por todos los oficios y cargos del monasterio, desde el más humilde hasta el más honroso, siendo sucesivamente cocinera, despensera, enfermera, tornera, panadera, sacristana, maestra de novicias y, finalmente, abadesa, cargo que ejerció once años hasta su muerte. En todos esos puestos dejó un recuerdo imborrable por su caridad, observancia, fervor y habilidad. Cuando tenía a su cargo la despensa, un bienhechor regaló cierta cantidad de duraznos, los suficientes para que a cada religiosa le tocaran dos o tres. Pero sor Verónica continuó poniendo muchos días en el refectorio aquella sabrosa fruta, hasta que su compañera de oficio, sabedora de la escasa cantidad que se había recibido, le preguntó asombrada: «¿Cómo hacéis para que duren tanto tiempo estos duraznos?» Y la santa, sonriente y un poco avergonzada, le contestó: «Comedlos, y no penséis más en eso». La humildad de sor Verónica hizo que aquel mismo día cesara la prodigiosa multiplicación de los ricos duraznos.

Siendo abadesa, a pesar de sus muchos trabajos y de vivir en continua oración, se preocupaba de todas las menudencias de la vida material y se interesaba por todas las necesidades del monasterio. Gracias a su solicitud, el convento de las capuchinas de Città di Castello tiene hoy agua corriente, sana y en abundancia. La santa superiora mandó instalar una red de cañerías que llevasen el agua hasta los últimos rincones de la casa. La pobreza evangélica y la mortificación propia nunca han estado reñidas con la caridad.

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Por espacio de veintidós años, tuvo a su cuidado la formación espiritual de las novicias, y en tan delicado oficio desplegó todas las dotes de su alma y la habilidad de una artista consumada: las novicias salían de sus manos no sólo perfectamente instruidas, sino también santas. La fama de aquel monasterio se extendió rápidamente por Italia y aun por lejanos países; y en todas partes se hablaba con asombro de las capuchinas de Città di Castello. Sor Verónica, que en los afectos era más tierna que una madre, sabía también corregir y castigar cuando alguna de sus novicias manifestaba mal espíritu o pocos deseos de perfección. Acudía a todos los recursos que su gran corazón y fina perspicacia le sugerían, para que todas las religiosas se convirtieran en modelos de virtud, animando a las débiles, refrenando a las demasiado impulsivas, reprendiendo a las negligentes, inflamando a todas en aquel volcán de amor que ella llevaba dentro de su alma. Una de las religiosas más santas de aquel convento, discípula e íntima confidente de sor Verónica, fue la Beata Florida Cevoli, alma seráfica y jardín fragante de todas las virtudes, que mereció de Dios favores extraordinarios y frecuentes, que vivió abrasada de amor y que murió dejando un recuerdo profundo de admiración y no pequeña fama de santidad. Dícese que también ella, como nuestra Verónica, mereció llevar en su cuerpo las llagas de Cristo.



En el período de su magisterio espiritual, nuestra santa sabía inculcar a sus novicias aquellos pensamientos y amores fundamentales que llenaban toda su vida: Jesús Sacramentado, la Pasión, la Virgen Santísima, el espíritu de San Francisco, la perfecta pobreza, la no interrumpida oración, el culto de la penitencia, la pureza inmaculada, la caridad fraterna, la obediencia absoluta; en una palabra, todo aquello que promueve y perfecciona la vida interior, todo lo que trueca en paraísos los conventos y lo que lleva directamente a la conformidad de un corazón con el corazón de Dios.

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La devoción a María Santísima, que, como podrá notar el lector, es una especie de distintivo familiar de nuestros santos capuchinos, tenía en Verónica Giuliani un sello especial de poesía y de apasionamiento. Desde muy niña tuvo largos y afectuosos coloquios con su madre del cielo, sobre todo después que perdió a su madre de la tierra. En su vida religiosa, la santísima Virgen fue su confidente y amiga inseparable, la consolaba visiblemente en las penas, la conducía de la mano por las altas cumbres de la perfección, era su maestra y, como tal, le dictaba las páginas inmortales de sus confidencias místicas y de su diario autobiográfico. La mística capuchina gozaba casi diariamente de la visión y regalos de María, unas veces contemplando su gloria o sus perfecciones, otras veces participando de sus dolores y llorando con ella. Nada hacía Verónica sin consultarlo antes con su madre celestial, exponiéndole familiarmente sus dudas y obligándola con ternuras de hija a que le sirviera de guía y de maestra.

Cuando fue elegida abadesa, mandó que colocaran en el sillón abacial una imagen de la Dolorosa, y puso en sus manos las llaves, la regla y el sello del monasterio, rogándole que fuese ella la verdadera y única superiora de la casa; y dícese que todas las noches, antes de acostarse, repetía la misma ceremonia.

 Cuando se acercaba alguna de las festividades de la Virgen, llovían sobre el monasterio regalos y limosnas en tal abundancia, que las religiosas lo atribuían a la devoción filial de la madre Verónica, y solían decir, a la vista de aquellas abundantes provisiones: «Hoy, la divina Abadesa nos paga la fiesta». Y Verónica llamaba a su querida Virgen «la superiora y la procuradora del convento». A veces, en graves apuros económicos, muy frecuentes en los conventos de capuchinas, la sierva del Señor acudía con especial confianza a la Virgen, le manifestaba sus necesidades y añadía con un mohín de niña mimada: «Madre mía, no tenéis más remedio que escucharme». Y, en efecto, ante tal confianza e ingenuidad, la Madre de Dios no tenía más remedio que favorecer a manos llenas a su hija, consolarla, ayudarla y santificarla.

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Pero los rasgos propios, personales e inconfundibles de la fisonomía mística de Santa Verónica son los de su semejanza en cuerpo y alma con Cristo Crucificado. No conocemos, en la historia de las almas, ninguna que se pueda igualar o comparar en este punto con nuestra santa. Es un caso inaudito, único y asombroso, que sólo puede ser creído por el testimonio de la misma Verónica que nos ha descrito, con admirable sencillez, todos los carismas con que el Señor la favoreció en los cincuenta años de su vida religiosa. La pasión de Santa Verónica viene a ser una segunda edición de la Pasión de Jesús; es el martirio de un alma, al lado del Dios mártir.

Nada tienen que hacer aquí las ciencias humanas; la crítica y la filosofía deben enmudecer; la biología tiene que postrarse de hinojos ante un caso que sale de los límites de todos los conocimientos científicos. Dejemos paso libre a la omnipotencia de Dios, a su sabiduría y a su bondad. Los mismos ángeles del cielo confesarán su incapacidad para explicarnos ese cúmulo de fenómenos extraordinarios.

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¿En qué época comenzaron las gracias especiales que recibió Verónica? «Paréceme -escribe ella- que cuando contaba tres o cuatro años, hallándome una mañana recreándome en el jardín cortando flores, parecióme ver visiblemente al Niño Jesús, que cortaba conmigo dichas flores. Dejé éstas y me dirigí hacia el divino Niño, y Él pareció decirme: "Yo soy la verdadera flor"». Y desapareció.

En sus escritos vemos numerosas referencias a estos favores celestiales, visiones de Jesús y de María, de varios santos, especialmente del seráfico Patriarca y del Ángel de la Guarda, iluminaciones, voces, deliquios y éxtasis. Pero la verdadera lluvia de regalos y de martirios, en compañía de Cristo crucificado, tuvo lugar desde que nuestra santa dejó el mundo para vestir el sayal capuchino. En los cincuenta años de vida monástica, puede decirse que no pasó día sin que Verónica participase de la vista y de los dones y sufrimientos de su celestial Esposo. A veces le sucedía sentir por algún tiempo una especie de alejamiento de Dios, una sequedad del alma que le ponía en trance de muerte; pero esas pruebas, como borrascas terribles y pasajeras, se desvanecían rápidamente, y volvía a lucir el sol vivificante, derramando sobre ella esplendores y delicias.

Verónica recorrió, paso a paso, todos los tormentos y todas las amarguras de la Pasión. Desde el cenáculo hasta el calvario, el alma de la seráfica virgen participó íntegramente de todas las escenas de aquel drama divino; ora descansando dulcemente sobre el pecho de Jesús, como el discípulo amado; ora sintiendo las espinas punzantes en la cabeza, los azotes, los clavos, la herida del costado, el peso de la cruz y el abandono mortal del cielo y de la tierra. El demonio la perseguía sin descanso, con toda su astucia diabólica; algunos de sus confesores la sumían en un mar de dudas y confusiones, la mortificaban con mandatos rigurosos y hasta juzgaban locura o hipocresía todo lo que ella candorosamente les contaba; y Cristo la asoció a su banquete de dolor y al cáliz de sus amarguras, dándole también, con larga mano, los exquisitos goces de su cariño.

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 El «Diario», comenzado el 13 de diciembre de 1693, abre sus páginas con este prólogo: «Estando por la noche en oración, me sentí invitar al convite del sufrimiento, y en aquel instante tuve un poco de recogimiento, durante el cual Dios me mostró aquella gran cruz, por mí tantas veces vista, haciéndome saber que hasta la santa Natividad debía experimentar muchos sufrimientos, y que en señal de esto, todos los días vería dicha cruz, con vista intelectual. Así ha sucedido; y a cada visión paréceme que se me acrecentaba el deseo de más padecer».

Después de esto, bien podía Verónica repetir con la esposa de los Cantares: «El Señor me llevó a la cámara de sus vinos, y ordenó en mí el amor».

Aceptada aquella invitación, la enamorada de Cristo vivirá una larga vida de fuego y de cruz, recorriendo un camino erizado de espinas, ascendiendo sin vacilar a la cima de todos los heroísmos. Lleva en su cabeza y en su corazón el tormento mil veces renovado de la corona punzante; bebe hasta saciarse el cáliz de Getsemaní, apurado en repetidas ocasiones, con sed creciente de padecer por su Dios; ve a Cristo azotado, hecho una llaga desde los pies a la cabeza; y ella pide con ansia una parte de aquellos dolores, y su cuerpo se cubre de heridas que, al abrirse, difunden una fragancia delicada por todo el monasterio; quiere llevar la carga de la cruz, y sus hombros se hunden con el terrible peso del madero, y sus espaldas se ponen cárdenas y doloridas; ve a Jesús abandonado de los discípulos, y ella cae también en mortal angustia, al creerse abandonada del mismo Dios; contempla con absoluta claridad al Redentor del mundo, clavado en la cruz, agonizante o muerto, y el día 5 de abril de 1697, Viernes Santo, recibe Verónica en su cuerpo las cinco llagas, tangibles, sangrantes, llagas que le contraen los nervios a la vista de todos, con todos sus dolores y espasmos, derramando tal cantidad de sangre, que mancha el suelo y los vestidos; ve el costado abierto del Salvador, y también ella participa de esa última llaga, sintiendo muchas veces que su corazón está traspasado por una lanza misteriosa, y muriendo a cada latido por las contracciones espantosas de todo su ser.

Todos estos tormentos y otros mil que ella describe en su «Diario», no eran simples alucinaciones de la fantasía o meros efectos del sistema nervioso alterado. Los dolores iban acompañados de señales visibles que indicaban su intensidad; la cabeza se hinchaba, la sangre corría, las llagas resistían a todos los medicamentos y se cerraban instantánea y perfectamente sólo al mandato de los superiores. El obispo, los confesores, los médicos y las religiosas eran testigos de los efectos físicos de aquella continuada pasión. La misma Verónica, a pesar de su humildad y de su repugnancia, tenía que confesar claramente los extraordinarios fenómenos de su vida. Si fue mártir en cuerpo y alma por la participación de los tormentos de Cristo, no menos mártir fue por la obediencia impuesta por sus superiores.

Durante su larga vida religiosa pasaron por el convento de Città di Castello unos treinta y nueve confesores, entre fijos y extraordinarios; y todos ellos, lo mismo que los sucesivos obispos de la diócesis, están conformes en afirmar la absoluta veracidad de la santa y la realidad evidente de sus asombrosos martirios.

* * *

 Añádase a esto la dura penitencia que ella misma se imponía, ya por sus pequeños defectos, ya por los pecados del prójimo... En sus relaciones se leen frases como éstas: «No siento pena de los tormentos, sino que sufro por no hallar penas... Tendíame sobre espinas, revolvíame entre ellas y no sentía sus pinchazos. Pedía penas con las mismas penas, y penaba por no hallar penas. Estas cosas las he experimentado muchas veces. No me extiendo más en esto, porque si quisiera referir todas las locuras que el amor me ha hecho hacer entre las mismas penas, no podría describirlo con la pluma». ¡Qué largo capítulo de penitencias se oculta en estas breves lineas! Su compañera, la Beata Florida Cevoli, dejó una larga relación de aquellas maceraciones; sus confesores declararon y descubrieron pormenores abundantes; y la misma Verónica, obligada por la obediencia, reveló en su «Diario» algunos secretos de su mortificación increíble. ¡Y entre tantos ayunos, disciplinas, cilicios y privaciones, la vidente capuchina vivió hasta los sesenta y siete años, sin perder un punto la alegría, sin sentir el cansancio, sin una queja y sin un lamento!

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Una de las cosas más inauditas que experimentó la santa fue la transformación plástica de su corazón de carne en una especie de compendio de la Pasión de Jesús. Este fenómeno, único quizá en la historia, acaeció el día de Sábado Santo de 1727, pocos meses antes de su muerte. Cuando Verónica reveló el secreto al P. Guelfi, su último confesor, éste quedó mudo de asombro. Le mandó que representara en un papel, aproximadamente, lo que había sentido en su interior. Verónica, que no sabía dibujar, acudió a sus dos íntimas compañeras, sor Florida Cevoli y sor Magdalena Boscaini, las cuales, siguiendo sus datos, hicieron un dibujo que fue presentado al obispo de la ciudad y que todavía se conserva. A la muerte de la santa, el obispo Mons. Alejandro Codebó mandó que se hiciera la autopsia del cadáver con todas las formalidades que el caso pedía. Treinta y seis horas después del fallecimiento, en presencia del obispo y asistiendo el gobernador Torrigiani, el canciller Fabri, varias personalidades notables, el confesor Guelfi, el pintor Angelucci y otras muchas personas, dos médicos cirujanos abrieron el pecho y extrajeron una masa de carne que debía ser el corazón. Allí, perfectamente plasmados y como esculpidos por el Artífice divino, aparecieron los principales instrumentos de la Pasión: cordeles, martillos, clavos, espadas, cruz, lanza y varias letras misteriosas, formado todo de nervios y músculos, en puntual consonancia con el dibujo que había mandado hacer la santa.

Este es el hecho, narrado por el confesor de Verónica, presenciado por muchas y respetables personas, con todas las garantías de veracidad que un fenómeno como aquél debía tener. Dirá alguno que la ciencia no puede admitir seriamente tales afirmaciones, que el tamiz científico de nuestro tiempo es finísimo, y que sólo pasa por él lo que la razón demuestra de una manera inequívoca; que esas narraciones carecen de base, y que son imposibles para la naturaleza humana; que el milagro no se admite ya en nuestros laboratorios. En efecto, respondo: la ciencia humana conténtese con explorar dentro de los límites de la razón y de la experiencia; pero no niegue las infinitas posibilidades de Dios, ni se burle de su omnipotencia, ni se divorcie de la fe. El cerebro humano es muy estrecho para abarcar todo el poder infinito de Dios. Recuerden los sabios aquellas terminantes palabras de Jesucristo: «Para los hombres esto es imposible; pero para Dios todas las cosas son posibles» (Mt 19,26).

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En la vida de Santa Verónica se encuentran mezclados los dolores más acervos con los goces más deliciosos, las escenas de sangre y de cruz con los transportes del triunfo y las visiones del paraíso. Un día Cristo celebra místicos desposorios con su fiel esposa, y le quita el corazón, encerrándole dentro del suyo; otro día se le aparece con todo el esplendor de su gloriosa humanidad, revestido de pontífice eterno, y administra a su sierva la sagrada comunión, en medio de un torrente de dulzura; la Santísima Virgen se deja ver, sonriente y maternal, toma la cabeza de su amada hija y la coloca en el descanso de su regazo; los ángeles y los santos bajan hasta la estrecha celda de la monja, y le dan lecciones sublimes de todas las virtudes; el Seráfico Patriarca, modelo y padre de Verónica, la visita resplandeciente y llagado, animándola a seguir con él por el camino de la cruz; las almas del purgatorio le piden su ayuda, y ella las libra del tormento tomándolo para sí.

 El «Diario» de Santa Verónica no es más que eso: un recuento inacabable de virtudes, de vencimientos, de martirios y de favores celestiales. A veces asoma en sus páginas el rostro repugnante de Satán, ya en forma de perro rabioso y feroz, ya bajo las tocas y velos monjiles, insinuando tentaciones, promoviendo tempestades internas, mezclando su hedor pestilente con las burlas o los ataques solapados; pero la santa capuchina posee un escudo formidable para repeler los embates del enemigo: es la obediencia ciega y total a los confesores que dirigen su alma.

Dios puso cerca de la vidente hombres de excepcional virtud y prudencia, directores de férrea mano y vista de lince, que supieron encaminar a Verónica por seguros derroteros. Los nombres del jesuita P. Crivelli, de los filipenses Capelletti, Bastianelli y Guelfi, del canónigo Carsidoni, del servita Tassinari y de otros varios merecen una elogiosa mención entre los directores expertos, ecuánimes y santos. Gracias a ellos Verónica podía descansar tranquila en aquel mar de contrariedades y tentaciones que llovían sobre su alma. Dios vigilaba sobre ella por conducto de aquellos sabios consejeros. La obediencia nunca resistida fue el secreto de innumerables victorias.

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La vida de la seráfica virgen había transcurrido más en el cielo que en la tierra: el fin de sus días se acercaba, y el espíritu, purificado por el dolor y por el amor, ansiaba dar el salto supremo para descansar eternamente en los brazos de su Esposo divino. Un ataque de apoplejía, momentos después de una comunión fervorosa, la postró en el lecho. El pobre cuerpo destrozado por la vejez, por las enfermedades y por el martirio de amor, fue insensiblemente perdiendo las fuerzas y el movimiento: sólo el espíritu parecía más joven cada día, más ágil y animoso. Cuando Verónica recibió los últimos sacramentos creyóse que el ímpetu de su santa impaciencia acabaría por transportarla súbitamente al paraíso. Pero la muerte no se apresuraba: la santa quiso apurar hasta las heces el cáliz de todos los sufrimientos, ofreciéndose como víctima expiatoria por los pecados del mundo. Fueron treinta días de nuevos dolores.

En la mañana del día 9 de julio de 1727, el confesor se acercó a la enferma y le dijo: «Sor Verónica, si es del agrado del Señor que vayáis ahora a gozarle, y si quiere Dios que para este trance intervenga la orden de su ministro, yo os la doy». La moribunda, imitadora perfecta de Cristo paciente, quiso imitarle hasta el fin. «Et inclinato capite, tradidit spiritum»: «E inclinando la cabeza, entregó su espíritu». Aquel día era viernes, el día predilecto de su corazón, el día en que Jesús solía regalarla con dolores y consuelos.

Verónica había pasado toda su vida en el amoroso costado de Cristo: el corazón de Jesús había sido su celda, su monasterio y su cielo.

Cuentan sus biógrafos que, estando su santa madre en la última enfermedad, llamó junto a su lecho a sus cinco hijas, les dio la bendición con un crucifijo, y les fue señalando las llagas de Jesús, una para cada una, como refugio y encierro de sus almas para toda la vida. A nuestra santa, por ser la menor, le tocó en suerte la llaga del costado, el refugio del amor. Y en verdad, que en ese Corazón divino hizo su morada durante la vida, y en él habitará para toda la eternidad...

Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Santa Verónica de Julianis, en Ídem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 141-160.


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