LECTIO DIVINA SEGUNDO JUEVES DE CUARESMA. Bendito el que confía en el Señor.
LECTIO DIVINA SEGUNDO JUEVES DE CUARESMA
Jeremías: 17, 5-10. Lucas: 16, 19-31
Bendito el que confía en el Señor.
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Maldito el que confía en el hombre; bendito el que confía en el Señor.
Del libro del profeta Jeremías: 17, 5-10
Esto dice el Señor: "Maldito el hombre que confía en el hombre, que en él pone su fuerza y aparta del Señor su corazón. Será como un cardo en la estepa, que nunca disfrutará de la lluvia. Vivirá en la aridez del desierto, en una tierra salobre e inhabitable. Bendito el hombre que confía en el Señor y en él pone su esperanza. Será como un árbol plantado junto al agua, que hunde en la corriente sus raíces; cuando llegue el calor, no lo sentirá y sus hojas se conservarán siempre verdes; en año de sequía no se marchitará ni dejará de dar frutos.
El corazón del hombre es la cosa más traicionera y difícil de curar. ¿Quién lo podrá entender? Yo, el Señor, sondeo la mente y penetro el corazón, para dar a cada uno según sus acciones, según el fruto de sus obras".
Palabra de Dios.
R/. Te alabamos, Señor.
El profeta Jeremías nos ofrece dos sentencias sapienciales: en la primera (vv. 5-8), contraponiendo los extremos, con un típico estilo semítico, nos indica claramente dónde se encuentra la maldición del hombre cuyo final es la muerte y dónde la bendición portadora de vida.
Al impío no se le caracteriza directamente como el que obra mal, sino como el hombre que confía sólo en lo humano ("carne") y se aleja interiormente del Señor: de esta actitud del corazón sólo pueden venir acciones malvadas. Aquello en lo que el hombre confía se asemeja al terreno del que succiona sus nutrientes un árbol. Por eso, al impío se le compara con un cardo arraigado en tierra salobre e inhòspita (v. 6): no dará fruto, ni durará mucho.
También al hombre piadoso se le describe partiendo del interior: confía en el Señor y se asemeja a un árbol plantado al borde de la acequia (cf. Sal 1) que no teme el estío ni las circunstancias adversas: prosperará y dará fruto (vv. 7s).
La segunda sentencia (vv. 9s) insiste más explícitamente en la importancia del "corazón", centro de las decisiones y de los afectos del hombre. Sólo Dios puede conocerlo de verdad y sanarlo, sopesarlo y valorar con equidad la conducta y el fruto de las obras de cada uno.
EVANGELIO
Recibiste bienes en tu vida y Lázaro, males; ahora él goza del consuelo, mientras que tú sufres tormentos.
Del santo Evangelio según san Lucas: 16, 19-31
En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: "Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y telas finas y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo, llamado Lázaro, yacía a la entrada de su casa, cubierto de llagas y ansiando llenarse con las sobras que caían de la mesa del rico. Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas. Sucedió, pues, que murió el mendigo y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham. Murió también el rico y lo enterraron. Estaba éste en el lugar de castigo, en medio de tormentos, cuando levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro junto a él.
Entonces gritó: 'Padre Abraham, ten piedad de mí. Manda a Lázaro que moje en agua la punta de su dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas'.
Pero Abraham le contestó: 'Hijo, recuerda que en tu vida recibiste bienes y Lázaro, en cambio, males. Por eso él goza ahora de consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Además, entre ustedes y nosotros se abre un abismo inmenso, que nadie puede cruzar, ni hacia allá ni hacia acá'.
El rico insistió: 'Te ruego, entonces, padre Abraham, que mandes a Lázaro a mi casa, pues me quedan allá cinco hermanos, para que les advierta y no acaben también ellos en este lugar de tormentos'. Abraham le dijo: 'Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen'. Pero el rico replicó: 'No, padre Abraham. Si un muerto va a decírselo, entonces sí se arrepentirán'. Abraham repuso: 'Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un muerto' ".
Palabra del Señor.
R/. Gloria a ti, Señor Jesús.
Lucas recoge en el capítulo 16 de su evangelio la catequesis de Jesús sobre el uso de las riquezas. La conocida parábola que nos propone hoy la liturgia nos enseña en particular a considerar la presente condición a la luz de la eterna, que dará un vuelco total. Se sacan a continuación las consecuencias prácticas (v. 25). El hombre rico que nos presenta Jesús no tiene nombre. Pero como en el centro de sus intereses está el opíparo banquete cotidiano, tradicionalmente se le da el apelativo de Epulón (“banqueteador”, “comilón”). Jesús, por el
contrario, saca del anonimato al pobre. Su mismo nombre es significativo, ya que significa “Dios ayuda”. El hambre y la enfermedad le hacen yacer a la puerta del rico, en espera (v. 21) de lo que cae descuidadamente de la mesa puesta. Hasta los perros le muestran piedad, pero pasa desapercibido para el rico.
Pero la vida humana acaba. Y Jesús levanta el telón del tiempo para mostrarnos otro banquete, el eterno predicho por los profetas. Los ángeles llevan a este banquete a Lázaro hasta el puesto de honor: recostado cerca del patrón de la casa, con la cabeza vuelta hacia su pecho (v. 22), goza de los bienes de la salvación.
La suerte del rico es precisamente la contraria, y solamente ahora, entre los tormentos infernales, "ve" a Lázaro y osa pedir por su mediación un mínimo alivio al ardor que devora su paladar (v. 24). Sin embargo, las opciones de la vida presente hacen definitiva e inmutable la condición eterna (v. 26). Ni siquiera un milagro como la resurrección de un muerto – dice Jesús aludiéndose a sí mismo- podría ablandar la dureza de corazón que hace oídos sordos a lo que el Señor dice incesantemente por medio de las Escrituras (vv. 27-31).
MEDITATIO
La Palabra de hoy presenta a nuestros ojos un cuadro de imágenes sencillísimas, de vivos colores, sin matices. El mismo estilo es ya una enseñanza: nos lleva a buscar sinceramente lo esencial. Emerge un tema fundamental: el hombre decide en el tiempo su destino eterno -vida o muerte-, sin que exista otra posibilidad. Quienconfía en sí mismo y en una felicidad egoísta, obra de sus manos, penetra en las tinieblas y está ciego hasta el punto de no ver a un mendigo sentado a la puerta de su casa. Quien confía en Dios, reconociéndose criatura dependiente de él y amado por él, lleva en el corazón un germen de eternidad que florecerá en felicidad y paz eterna. ¿Cómo aprender a no confiar en nosotros mismos? Ni Jeremías ni Jesús lo explican con teorías. Utilizan imágenes: un árbol, un mendigo.
Fijemos la mirada en Lázaro. El silencio parece ser el rasgo principal de su rostro. Probado duramente a lo largo de la vida, olvidado por los que esperaba ayuda, él calla. Ni una palabra contra Dios, ni contra los hombres. Ni rebelión, ni envidia, ni crítica. La muerte libertadora, quizás largamente esperada, llega como amiga. Y la escena cambia. Él, el despreciado, es acogido por los ángeles y santos en el seno de Abrahán. En aquella luz, él sigue envuelto de silencio. Una belleza sobrenatural emana de su rostro. Su rostro deja transparentar otro Rostro. Jesús es el pobre Lázaro: él no consideró un tesoro celoso ser igual a Dios, sino que se despojó de su rango; se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza. Su amor humilde le ha permitido subir y atravesar ese insondable abismo que separa la tierra del cielo. Y ahora, cada día, se sienta a la puerta de nuestro corazón y llama...
ORATIO
Señor Jesús, tú nos conoces hasta el fondo y sabes dónde ponemos nuestra confianza: líbranos de los proyectos mezquinos que nos proporcionan falsas seguridades y ábrenos a horizontes de vida eterna.
Tú ves nuestro corazón y sabes con qué cosas se sacia y de qué tiene hambre. Quítanos todo lo que nos estorba, lo que nos encierra en el palacio de nuestro egoísmo, de nuestro orgullo, de nuestra vanidad de tener o de saber. Quítanos toda aquello que nos hace indiferentes, insensibles a tantos hermanos sentados fuera y privados de lo que realmente necesitan: privados de casa, de pan, de instrucción, de salud, de cuidados; privados de amor, de esperanza. Haznos capaces de compartir todo lo que recibimos de tus manos, pan espiritual y pan material, para encontrarnos allí donde tú has querido venir a vivir en medio de nosotros; tú, el verdadero pobre, porque siendo rico te has hecho pobre para enriquecernos por medio de tu santa y gozosa pobreza.
CONTEMPLATIO
Extiende tus manos, padre Abrahán. Una vez más, oh Padre, extiende tus manos para acoger al pobre. Ensancha tu seno para que quepa un número cada vez mayor. Estaremos con los que descansan en el Reino de Dios junto con Abrahán, Isaac y Jacob, que invitados a la cena no buscaron excusas.
Iremos allí donde se encuentra el paraíso de las delicias, donde Adán, que tropezó con los ladrones, no tiene ya motivo para llorar por sus heridas. Allí donde el mismo ladrón se alegra por haber entrado a formar parte del Reino de los Cielos. Allí donde no existen ni huracanes, ni tinieblas, ni tarde, donde ni el verano ni el invierno cambiarán el curso de las estaciones. Allí donde no hace frío, ni cae granizo o lluvia, ni necesitaremos este sol o esta luna, ni brillarán las estrellas, porque sólo lucirá el fulgor de la gracia de Dios, puesto que el Señor será la luz de todos, y la luz verdadera que alumbra a todo hombre resplandecerá sobre todos. Iremos allí donde el Señor Jesús ha preparado moradas para sus siervos (san Ambrosio, El bien de la muerte, XII, 53).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
“Dichosos los invitados a la mesa del Señor” (de la liturgia).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Quien sabe olvidarse y perderse en la ofrenda de sí mismo, quien puede sacrificar "gratuitamente" su corazón, es un hombre perfecto. En el lenguaje bíblico, poderse dar, poder entregarse, poder llegar a ser "pobre”, significa estar cerca de Dios, encontrar la propia vida escondida en Dios; en una palabra, esto es el cielo. Girar sólo alrededor de uno mismo, atrincherarse y hacerse fuerte significa, por el contrario, condenación, infierno. El hombre puede encontrarse a sí mismo y llegar a ser verdaderamente hombre solamente atravesando el dintel de la pobreza de un corazón sacrificado. Este sacrificio no es un vago misticismo que hace perder consistencia al mundo y al hombre, sino, al contrario, es una toma de consideración del hombre y del mundo. Dios mismo se ha acercado a nosotros como hermano, como prójimo; en resumen, como otro hombre cualquiera [...].
El amor al prójimo no es algo distinto del amor a Dios, sino, por así decir, su dimensión que nos toca, su aspecto terreno: ambas realidades son esencialmente una sola. Así queda garantizado nuestro espíritu de pobreza, nuestra disposición a la donación y al sacrificio desinteresado, por el que actualizamos nuestro ser humanos, siempre y necesariamente en relación con el hermano, con el prójimo. Dichoso el hombre que se ha puesto al servicio del hermano, que hace suyas las necesidades de los demás. Y desdichado el hombre que con su rechazo egoísta del hermano se ha cavado un abismo tenebroso que lo separa de la luz, del amor y de la comunión; el hombre que solamente ha deseado ser "rico" y "fuerte”, de suerte que los demás sólo constituyan para él una tentación, el enemigo, condición y componente de su infierno. En el sacrificio que se olvida totalmente de sí, en la donación total al otro es donde se abre y se revela la profundidad del misterio infinito; en el otro, el hombre llega contemporáneamente y, realmente a Dios (J. B. Metz, Povertà nello spirito. Meditazioni teologiche, Brescia 1968, 42-45, passim).
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