¡Qué Caridad Ardiente!




29 de junio

«¡Oh, qué miserable soy! - exclamaba el gran vaso de elección, el apóstol de los gentiles - ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?». No se puede dudar de que este apóstol ha sido uno de los más grandes santos y casi una estrella de primera magnitud en el campo de la santa Iglesia. ¡Cuántas persecuciones, cuántos sufrimientos, cuántos trabajos sufridos por Jesucristo! ¡Qué caridad ardiente, qué llamas de amor, qué fervor ardiente por su honor! ¡Cuántas revelaciones, cuántas visiones, cuántos éxtasis y raptos hasta el tercer cielo! Y, sin embargo, el santo apóstol, rico de tan grandes virtudes y de dones tan excelsos, prorrumpe en el lamento antes citado. Confiesa el santo haber sido apedreado, flagelado muchas veces, haber estado en peligro de naufragio en el mar, llevado día y noche por las olas de una parte a otra: «Tres veces he sido azotado con varas, una vez apedreado, tres veces he naufragado, he pasado un día y una noche a la deriva en alta mar». Confiesa sus muchas noches en vela, sus muchos ayunos, el hambre, la sed, la desnudez y los rigores del frío, tolerados por amor a Jesús: «A menudo noches sin dormir, hambre y sed, muchos días sin comer, frío y desnudez». Manifiesta que ha sido arrebatado al paraíso estando todavía en carne mortal: «Fue arrebatado al paraíso, y oyó palabras inefables que el hombre no puede expresar». Llega incluso a decir que él ya no vive en sí mismo, que sólo vive en Jesús, transformado en él por amor: «Vivo yo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí».

Ahora dime, hijita mía, ¿qué le falta a este gran apóstol y doctor de los gentiles para declararlo perfecto? Aunque él experimentaba en sí mismo un ejército, formado por sus estados de ánimo, aversiones, costumbres e inclinaciones naturales, que conspiraba su ruina y su muerte espiritual. Y, porque teme todo esto, demuestra que lo odia; y, porque lo odia, no puede sufrir el dolor que le hace prorrumpir en la exclamación a la que se da respuesta él mismo: que la gracia de Dios, por Jesucristo, lo preservará, no del temor, no del terror, no de la lucha (cosas todas, mi amada hijita, que tú sientes), sino más bien de la destrucción; y que no permitirá que sea vencido.

(18 de junio de 1917, a María Gargani – Ep. III, p. 276)

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