El fin último de mi vida...


12 de noviembre

Para llegar a alcanzar nuestro fin último es necesario seguir al jefe divino, que no suele conducir al alma elegida por camino distinto al que él recorrió; por el de, lo digo, la abnegación y la cruz: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame». ¿Y no debes llamarte afortunada al verte así tratada por Jesús? Necio quien no sabe penetrar en el secreto de la cruz.

Para llegar al puerto de la salvación, nos dice el Espíritu Santo, las almas de los elegidos deben pasar y purificarse en el fuego de las dolorosas humillaciones, como el oro y la plata en el crisol, y de esa forma se ahorran las expiaciones de la otra vida: «En el sufrimiento mantente firme, y en los reveses de tu humillación sé paciente. Porque en el fuego se purifica el oro y la plata; y los hombres aceptos a Dios, en el camino de la humillación».

Jesús quiere hacernos santos a toda costa, pero más que nada quiere santificarte a ti. Él te lo está manifestando continuamente; parece que no tiene entre manos otra preocupación que la de santificar tu alma. ¡Oh!, ¡qué bueno es Jesús! Las cruces continuas a las que te somete, dándote la fuerza, no sólo necesaria sino sobreabundantemente, para soportarlas con mérito, son signos muy ciertos y particularísimos de su entrañable amor por ti. La fuerza que él te da, créeme, no queda infecunda en ti; te lo aseguro de parte de Dios y tú debes escucharme humildemente, apartando de ti cualquier sentimiento contrario.

 (15 de agosto de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 153)

 

¿Cuál es el fin último de tu vida? Esa tendría que ser la pregunta que constantemente tendríamos que hacernos todos los cristianos. Es necesario no sólo quedarnos con el cuestionamiento, sino ante todo y sobre todo con la respuesta ¿Qué respondo a esta prgunta? Tendría que ser una respuesta cargada de sentido, de fe, de esperanza y de caridad porque éstas son las características propias de un cristiano. En esto consiste el seguimiento de Cristo, en morir a nosotros mismos para que cada día más con nuestros actos, con nuestra vida y con la vivencia de las virtudes antes enumeradas, Cristo Jesús, resplandor de la gloria del Padre, resplandezca también en nosotros. Esto no se logra ni por buena voluntad, ni por arte de magia ni por nada que no sea un encuentro verdadero con Cristo Jesús. Un encuentro renovador, sanador, purificador. Es necesario pasar por el fuego para quedar limpios, puros e impecables ante los ojos de Dios, por eso toda nuestra vida es una constante renuncia a nuestros apegos, pero al mismo tiempo es abrirnos, a la presencia, al  Amor y a la misericordia de Dios que siempre está ahí para favorecernos. Te das cuenta cómo es mucho más lo que recibimos que lo que podemos dejar, o que a lo que podemos renunciar. Claro que sí, por eso pide al Eterno Padre de las misericordias, Creador del cielo y de la tierra que siempre estés atento a sus inspiraciones y pronto a ejecutarlas. Verás que así brillarás cual luz resplandeciente en medio de un mundo cargado de oscuridad y de dolor, en el cual Tú te convertirás en signo del amor y de la presencia de Dios que como nos lo ha prometido su Divino Hijo, estará todos los días con-nosotros hasta el fin del mundo.

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