El justo, vivirá por su fe
AUMÉNTANOS LA FE
Habacuc 1,2-3;
2,2-4; 2 Timoteo 1,6-8. 13-14; Lucas 17,5-10
El alzar de mis
manos Señor, suba a ti como ofrenda de la tarde, y el clamor de mi humilde
oración, como incienso en tu presencia. Sin lugar a dudas esta tendría que ser
siempre y en todo momento la actitud del cristiano. La actitud del hombre, de
la mujer que se descubre realmente como hijos de Dios. Pidiendo, suplicando al Señor
ser rectos, amantes de Dios y de los hermanos. Solamente volviéndonos a Dios y
refugiándonos en Él sabremos valorar en qué consiste hacer del Señor nuestro
refugio y nuestra fuerza. Porque solamente en su presencia podremos mantenernos
de pie y en combate para hacer el bien. El profeta Habacuc abre su libro lamentándose
de la injusticia reinante, pero ante esta realidad se abre también a la esperanza
de que el Señor actuará. La fe, precisamente es la que sostiene al profeta en
su confianza de que la violencia, la opresión, la rapiña, los pleitos y la
rebelión, no tienen la última palabra. ¡Atentos! La solución a las vicisitudes
antes enumeradas, vine de fuera. Es el Señor quien responde asegurando que el
malvado sucumbirá sin remedio y el justo vivirá por su fe.
Estamos ante unas
palabras expuestas por el profeta tremendamente actuales que urgen a la
regeneración del tejido familiar, religioso, social. Es necesario confiar en
que vendrán tiempos mejores, pero nuestra confianza no radica en sentarnos y
cruzarnos de brazos, sino de poner manos a la obra, haciendo todo lo que está a
nuestro alcance, y más allá aún, para cambiar el curso de la historia contemporánea.
Sin confianza no hay futuro, pero sin acción tampoco. Es la confianza la que
nos mueve a actuar y hacer de este mundo impregnado por el odio, la violencia y
la muerte un mundo de paz, de justicia y de respeto a la vida desde su concepción
hasta la muerte natural. La justicia es el germen de la confianza; ésta cimienta
las relaciones equitativas entre las personas y los pueblos. La fe es el camino
de la vida.
Por eso, Jesús en
la perícopa del Evangelio de hoy insta a sus discípulos, a sus Apóstoles
-enviados- a tener fe. Ciertamente Jesús en un primer momento rechaza la petición
de sus apóstoles. Es necesaria una fe auténtica, aunque sea mínima. La fe no se
puede medir, no podemos decir si es grande o pequeña, simplemente se tiene, si
bien es cierto que es necesario cultivarla.
La fe es una
disposición del hombre, no puede añadirse desde fuera; si es verdadera y la
persona colabora, se irá consolidando. La fe exige una ruptura radical con el
mundo y su sistema de injusticia, la ruptura ha de ser tal que incluya el deseo
de desaparecer (tírate al mar). Con el deseo y objetivo de ejercer la misión. La
fe exige un cambio de mentalidad. No se puede ejercer la misión desde el
servilismo, sino desde la libertad que se ha descubierto al saberse digno de
confianza por parte de Dios para llevar a cabo lo que se nos ha encomendado. Jesús,
en otro pasaje de la Sagrada Escritura les va a recordar a sus discípulos que
ya no los llama siervos, sino amigos, porque el siervo no sabe lo que hace su Amo,
y yo les he dado a conocer todo lo que he oí de mi Padre (cf. Jn 15,15). El siervo
no tiene derechos (prepárenme de cenar). Si los apóstoles siguen los principios
fariseos, después de haber observado fielmente la ley (lo que se les ha
mandado), no serán más que unos pobres siervos (siervos inútiles), en vez de “hijos
del altísimo” , como corresponde a los ciudadanos del Reino.
Es precisamente
en este punto donde ustedes y yo hemos de examinarnos. ¿Cómo está nuestra fe?
¿Ella manifiesta mi conciencia de Hijo o de siervo? ¿Hago las cosas porque, en
fin, ya me metí a este o a otro ministerio y ahora las tengo que hacer? O peor
aún, no colaboro con la misión de la Iglesia, porque es muy absorbente, porque
es muy demandante y yo no tengo tiempo ni para servirle a Dios, ni para servir
a la iglesia-comunidad.
Aquí entra en
acción la recomendación que Pablo dirige a Timoteo, y que encuadra
perfectamente con nosotros: “Te recomiendo que reavives el don de Dios que
recibiste…porque el Señor no nos ha dado un espíritu de temor, sino de fortaleza,
de amor y de moderación. No te avergüences, pues, de dar testimonio de nuestro
Señor”.
Esto solamente es
posible para aquellos que creen en el Dios de Jesucristo y que por su fe se
empeñan en vivir como hijos de Dios, como hijos libres y no como esclavos del
pecado, pero que al mismo tiempo, se empeñan en que su fe sea capaz de
desaparecer todas las estructuras de pecado, de corrupción, de idolatría, de
muerte que van poco a poco permeando nuestra sociedad. Solamente con la
confianza en el Señor podremos tomar una postura pacífica y comprometida en
contra de todo aquello que nos va alejando más de Dios. Porque “la victoria que
vence al mundo es nuestra fe” (1Jn 5, 4).
Hablando[1] de
la fe en su acepción más común y más elemental: si creer o no creer en Dios. No
la fe, según la cual se decide si uno es católico o es protestante, cristiano o
musulmán, sino la fe, según la cual se decide si uno es creyente o no es
creyente, creyente o ateo. La carta a los Hebreos nos dice: “El que se acerca a
Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan” (Hb 11,6).
Éste es, digámoslo
así: el primer grado de fe sin el cual no se dan los demás. Para hablar de la
fe a un nivel tan universal, que concierne a todos los hombres, no basta con la
Biblia, que desde luego es Palabra de Dios, pero que ciertamente solamente
serviría de argumento para nosotros los cristianos, y, en parte, para los
hebreos, pero no para los demás. Afortunadamente contamos con otro libro
abierto además de la Sagrada Escritura, la creación. Uno está escrito con letras
que a su vez componen las palabras, el otro libro está compuesto de cosas. No todos
conocer o puede leer la Biblia; pero, todos desde cualquier latitud y en
cualquier cultura pueden leer el libro de lo que él ha creado. De noche, todavía
mejor, posiblemente, que de día. “El cielo proclama la gloria de Dios, el
firmamento pregona la obra de sus manos, el día al día le pasa el mensaje, la
noche a la noche se lo susurra… a toda la tierra alcanza su pregón, y hasta los
límites del orbe su lenguaje”. (Sal 19). Lo creado es un libro abierto de par
en par, a los ojos de todos.
A propósito de
la fe y la ciencia, podemos decir, en cierto sentido, la ciencia nos lleva más
cerca de la fe en un creador hoy que en el pasado. Tomemos la famosa teoría que
explica el origen del universo desde el Big Bang o la gran explosión inicial. En
una millonésima de miles de millones de segundos se pasa de una situación, en
la que no hay todavía nada, ni espacio ni tiempo, a una situación en la que ha
comenzado el tiempo, existe el espacio y, en una partícula infinitesimal de
materia, existe ya en potencia todo el orden universo de miles de millones de
galaxias, como lo conocemos nosotros hoy.
Hay quién dice:
“No tiene sentido plantearse la pregunta sobre qué había antes de aquel
instante, porque el “antes no existe cuando aún no existe el tiempo”. Pero, ¿cómo
se puede ni siquiera no plantearse aquella pregunta? Volver hacia atrás en la
historia del cosmos, se dice, es como deshojar las páginas de un libro inmenso
partiendo desde el final; llegados al comienzo, es como si nos diéramos cuenta
entonces que le faltase la primera página. Es precisamente sobre esta primera página
que falta o no está en donde la revelación bíblica tiene algo que decir. “En un
principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gn 1,1). Así comienza la Biblia y,
según ella, el mundo.
No se le puede
pedir a la ciencia que se le pronuncie sobre este “antes” fuera del tiempo;
pero, ella no debiera ni siquiera cerrar el círculo dando a entender que todo
está resuelto. En ciertas obras de divulgación científica, se tiene la impresión
de que todo se ha explicado ya sobre el universo o está en vías de una rápida
explicación, mientras que se observa que están abiertos grandes interrogantes,
como las galaxias. Se explica casi siempre el “cómo” acontece un fenómeno y
casi nunca el “por qué”; en todo caso, nunca el por qué último.
Un argumento,
que puede, si no suscitar la fe al menso predisponer a ella, es el de la armonía
y el del orden del cosmos. ¿Quién hace, sí, que miles de millones de cuerpos
celestes no se precipiten cada instante en un caos sino, más bien que giren con
una armonía tan perfecta e inmutable? Nadie, viendo partir y llegar a hora
precisas cada día en el mundo tantos miles de aviones, surcando el cielo en
todas las direcciones, sin tropezar, andar cada uno por su ruta y su altitud,
pensaría que todo esto puede suceder por casualidad, sin que nadie haya
concordado primero un horario y establecido un plano y unas reglas. ¿Y qué es
este tráfico aéreo en comparación al de los cuerpos celestes en el cosmos?
Quien pretenda
explicar todo esto por la casualidad, no se da cuenta que tácitamente termina
por atribuir a la casualidad exactamente aquellos atributos que los creyentes
reconocen en Dios. Con la diferencia, en esta hipótesis, de tener que explicar
el orden con el principio mismo del desorden y la estabilidad y finalidad
precisa en todas las cosas con lo que, por definición, es algo ciego y
variable. Sin contar que “para sacar fuera de un saco por casualidad las
pelotas de dentro” es necesario primero que alguien las haya colocado dentro.
¿Quién ha abastecido a la casualidad con los ingredientes necesarios con qué
trabajar?
Fijémonos en
la siguiente historieta: un día se reunió un grupo de científicos y llegó a la
conclusión de que el hombre había hecho tantos progresos que ya no tenía más
necesidad de Dios. Eligieron a uno de ellos para que fuese a llevarle el mensaje.
“Nosotros no tenemos ya más necesidad de ti. Hemos llegado a clonar a un hombre
y podemos nosotros solos hacerlo prácticamente todo”. Dios escuchó con paciencia
y al final respondió: “Bien, ¿qué me dirías si hiciéramos una porfía a ver
quien sabe hacer mejor a un hombre?” “¡De acuerdo!”, respondió satisfecho el
científico. “Procederemos exactamente como al inicio con Adán”, dijo Dios. “Seguro,
no hay problema”, dice el científico, y enseguida se inclina a recoger de la
tierra un puñado de barro. Dios lo mira y le dice: “No, no, y no. ¡Tú debes
usar tu barro, no puedes usar el mío!”. Con esto no se pretende que se pueda “demostrar”
la existencia de Dios en el sentido que damos comúnmente a esta palabra. Acá abajo
vemos como en un espejo y en un enigma, dice san Pablo (cf. 1 Cor. 13,12). Evidentemente,
Dios se manifiesta solamente dando el salto desde la fe.
Pero es
necesario, poner en claro una cosa más. No es verdad que la ciencia de por sí
aleje de la fe o tienda a resaltarla, como una visión ingenua y superada. La inmensa
mayoría de los hombres, que han escrito su nombre en el libro de oro de la
ciencia, han sido creyentes. Pasteur decía: “¡Es por haber estudiado y meditado
mucho por que yo he mantenido la fe de un ciudadano bretón; si hubiese meditado
y estudiado más, hubiera llegado precisamente a la fe de una mujer bretona!” Y
Beckerel, premio Nobel en física junto a los Curie decía: “Son mis estudios los
que me han reconducido a la fe en Dios”. Se sabe de la fe de Galileo. Newton decía
que este maravilloso sistema solar, planetas y cometas no puede ser atribuido a
cualquier “ciega necesidad”, sino que debe surgir del proyecto de un Ser
poderoso e inteligente, que gobierna las cosas, no como espíritu del mundo sino
como Señor de él. Kepler terminaba su obra La armonía cósmica con una
conmovedora plegaria al Señor de los cielos, del sol y de los planetas.
Por lo tanto,
se puede concluir que algo, un poco de ciencia, lleva lejos de la fe; pero
mucha ciencia frecuentemente reconduce a ella.
[1] A partir de aquí, hasta el final del artículo,
la reflexión está basada en el libro Echad las redes, reflexiones sobre los Evangelios
ciclo “C” de Fray Raniero Cantalamessa, OFMCap.
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