"He Corrido hasta la meta, he perseverado en la fe"



EL FARISEO Y EL PUBLICANO

HOMILÍA PARA EL XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO “C”

Sirácida 35,15b-17.20-22ª; 2 Timoteo 4,6-8.16-18; Lucas 18,9-14

El Evangelio de este domingo es la parábola del fariseo y del publicano. Quien acuda a la iglesia el domingo oirá un comentario más o menos de este tipo. El fariseo representa el conservador que se siente en orden con Dios y con los hombres y mira con desprecio al prójimo. El publicano es la persona que ha errado, pero lo reconoce y pide por ello humildemente perdón a Dios; no piensa en salvarse por méritos propios, sino por la misericordia de Dios. La elección de Jesús entre estas dos personas no deja dudas, como indica el final de la parábola: este último vuelve a casa justificado, esto es, perdonado, reconciliado con Dios; el fariseo regresa a casa como había salido de ella: manteniendo su justicia, pero perdiendo la de Dios.
Tal vez, la explicación que hemos escuchado siempre ya no nos deje satisfechos, porque las cosas han cambiado. Sin embargo, no hemos de perder de vista que el Evangelio no tiene vigencia.  No es que la interpretación esté equivocada, pero ya no responde a los tiempos. Jesús decía sus parábolas para la gente que le escuchaba en aquel momento. En una cultura cargada de fe y religiosidad como aquella de Galilea y Judea del tiempo, la hipocresía consistía en ostentar la observancia de la ley y santidad, porque éstas eran las cosas que atraían el aplauso.
Muchas de las veces nos podemos encontrar con el propio “yo” que desea ser diferente, en nuestro interior deseamos ser hombre y mujeres de bien. Rectos, sinceros y capaces de hacer verdaderamente el bien. Pero, no solamente es cuestión de ser bondadosos, sino de vivir realmente los valores del Evangelio. Sin embargo, no siempre nos salen las cosas como deseamos, como nos gustaría.
Lo que sucede es que en el fondo nos resistimos a un cambio de vida auténtico, y corremos el peligro de situarnos delante del otro como “buenos”, aún delante del “Otro” con mayúsculas, que es Dios. Y nos situamos casi siempre delante de Él con una excusa: Señor, tu me conoces, tu sabes mis esfuerzos por ser mejor, cuántas veces te he pedido que me ayudes y parece que no me escuchas…es decir, nos autovictimisamos, y entonces ante las situaciones de la vida que nos toca enfrentar culpamos a los demás: “mi hermano me hace enojar, mi marido es así y asá y por eso yo no le hablo, mi papá mi mamá me han hecho mucho daño y por eso he decidido alejarme de ellos… y podemos continuar la lista de pretextos, de justificaciones, para pretender decir que somos buenos o mejores que los demás. El problema es que cuando nos consideramos como tales corremos el peligro no solamente de alejar a los otros de nosotros, sino inclusive, de alejarnos de Dios porque pensamos que somos mejores que los demás.
 En nuestra cultura secularizada, pagana y permisiva, los valores han cambiado. Por ejemplo:  Lo que se admira y abre camino al éxito es más bien lo contrario de otro tiempo: es el rechazo de las normas morales tradicionales, la independencia, la libertad del individuo. Para los fariseos la contraseña era «observancia» de las normas; para muchos, hoy, la contraseña es «trasgresión».
¿Qué está pasando con las nuevas generaciones? Si miramos un poco hacia atrás y revisamos los años lejanos o cercanos a nuestra juventud, todo era muy diferente. No tenías teléfono celular… y no pasaba nada. No tenías computadora… y te fletabas a mano. Te conformabas con la ropa que te podían comprar y no por eso te sentías diferente ni descalificado por no usar la marca X ó Z. Si te llamaban la atención, te negaban un permiso o te daban un coscorrón, de ninguna manera le faltabas el respeto a tu papá, ni mucho menos lo amenazabas. Si te ibas a una tardeada, fiesta o reunión, te comprometías a regresar a  una hora determinada, que tenías que cumplir te gustara o no, de lo contrario no había permiso para la siguiente. Y eso no era motivo para emitir gritos, zapatazos y  azotones de puerta, chantajes o dejar de hablar. En ese tiempo existía un valor muy importante que nos enseñaron desde pequeños, se llamaba: RESPETO.
Ahora no se conoce, no existe, no sabemos en qué lugar estará o detrás de que mueble lo escondimos para que las nuevas generaciones no lo encuentren y mucho menos lo practiquen.
Había valores que eran preponderantes: uno era el orden, el otro la disciplina y otro la obediencia. Hoy en día, algunos padres no ayudan a la tarea, si no que la hacen completa, y habiendo tanto libro e información a la mano, además te la buscan, lo único que les falta es ir a presentar el examen en el salón de clase. Y todo este circo para que el chico no haga berrinche y no sufra una deshidratación a causa de sus lágrimas y lo más triste… “para mantener la paz social en el hogar”, donde la solvencia y la autoridad de los padres hace  mucho tiempo no existen. Y qué decimos del hogar, donde para evitar conflictos y discusiones, los papás y mamás se convierten en el cómplice de sus hijos.
En otras palabras, hoy debemos dar la vuelta a los términos de la parábola, para salvaguardar la intención original. ¡Los publicanos de ayer son los nuevos fariseos de hoy! Actualmente es el publicano, el transgresor, quien dice a Dios: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como aquellos fariseos creyentes, hipócritas e intolerantes, que se preocupan del ayuno, pero en la vida son peores que nosotros». Parece que hay quien paradójicamente ora así: «¡Te doy gracias, oh Dios, porque soy un ateo!».
Esto lo vamos a constatar aún en nuestra familia, en nuestra propia casa. Cuántas veces no hemos escuchado: ¿Para qué vas tanto a misa? ¿Qué haces tanto en la Iglesia? ¿Dónd está tu Dios? Se vanaglorian de no practicar su fe,
Rochefoucauld decía que la hipocresía es el tributo que el vicio paga a la virtud. Hoy es frecuentemente el tributo que la virtud paga al vicio. Se tiende, de hecho, especialmente por parte de los jóvenes, a mostrarse peor y más desvergonzado de lo que se es, para no parecer menos que los demás.
Una conclusión práctica, válida tanto en la interpretación tradicional aludida al inicio como en la desarrollada aquí, es ésta. Poquísimos (tal vez nadie) están siempre del lado del fariseo o siempre del lado del publicano, esto es, justos en todo o pecadores en todo. La mayoría tenemos un poco de uno y un poco del otro. Lo peor sería comportarnos como el publicano en la vida y como el fariseo en el templo. Los publicanos eran pecadores, hombres sin escrúpulos que ponían dinero y negocios por encima de todo; los fariseos, al contrario, eran, en la vida práctica, muy austeros y observantes de la Ley. Nos parecemos, por lo tanto, al publicano en la vida y al fariseo en el templo si, como el publicano, somos pecadores y, como el fariseo, nos creemos justos.
Si tenemos que resignarnos a ser un poco el uno y el otro, entonces que al menos sea al revés: ¡fariseos en la vida y publicanos en el templo! Como el fariseo, intentemos no ser en la vida ladrones e injustos, procuremos observar los mandamientos y pagar las tasas; como el publicano, reconozcamos, cuando estamos en presencia de Dios, que lo poco que hemos hecho es todo don suyo, e imploremos, para nosotros y para todos, su misericordia.
Por eso San Pablo, en la Segunda Lectura al dejarnos su testamento esptirtual escrito en la prisión está convencido de dar la vida por Jesucristo, por el evangelio. El Apóstol de los Gentiles ha dedicado su vida completa a Jesucristo, por eso va confiado a comparecer delante de Dios para participar de su gloria. No existe en Él ningún temor ni presunción; la corona de la gloria le corresponde como a todos los creyentes que perseveran en la Fe. Que nosotros también, al igual que San Pablo, siendo perseverantes y fieles al Evangelio desde la libertad de los hijos de Dios podamos dar gloria a nuestro Padre que está en el cielo, y que por la intercesión amorosa de la Santísima Virgen María nos conceda ser fieles discípulos de Jesucristo y de su Evangelio, no como publicanos, mucho menos como fariseos, sino como hijos de Dios.
Paz y Bien
Puebla de Los Ángeles, 25 de Octubre de 2019

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