Dios no es Dios de muertos
Dios no es Dios de muertos
XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
2 Macabeos 7,1-2.9-14; 2 Tesalonicenses 2,16-3,5;
Lucas 20,27-38
Queridos hermanos
y hermanas: La liturgia de este día pone de relieve la fidelidad a la fe
recibida, pero sobre todo el amor a Dios de personas que se han encontrado
verdaderamente con Él, no solamente por medio de la experiencia personal, que
viene en un segundo momento, tras el anuncio de la fe. Es decir, tras la
transmisión de la fe de generación en generación es como se va incrementando el
anhelo, el deseo de encontrarse con Dios, y, una vez encontrado se llega al
grado de dar la vida.
En la actualidad
ustedes y yo hemos sido testigos de cómo en los tiempos que nos están tocando
vivir el dar testimonio de la fe es para héroes, no solamente para aquellos que
viven en lugares anticristianos, antievangélicos, o en lugares abiertamente
profesantes de otra religión, de alguna manera, podemos decir que el dar
testimonio del amor de Dios y de Jesucristo en el Espíritu Santo hoy, en
lugares cristianos es verdaderamente un reto, es un desafío de titanes, porque
ciertamente son mucho más los cristianos que hoy han muerto a causa de la fe y
del testimonio en el Dios de Jesucristo que en los primeros tiempos del
cristianismo. El hecho es que ni entonces, ni ahora, todos los que se han encontrado
con el amor de Dios se amedrentan al momento de dar la vida por Él.
Sin lugar a
dudas, es una gracia, un don de Dios el poder dar la vida por Él, por el
evangelio, por la instauración de su reino, sin embargo, no todos estamos
capacitados para ello. Lo que sí es cierto que los que dan la vida por el Dios
de Jesucristo, son hombres y mujeres que están ciertos de que la vida no
termina, se transforma, y no sólo están dispuestos a entregar la propia vida
por la vida eterna, sino ante todo como fidelidad a Dios.
Es precisamente
el testimonio de los siete mártires que nos presenta la primera lectura de hoy
tomada del segundo libro de los Macabeos. En un mundo culturalmente globalizado
como el nuestro hoy, tras las conquistas de Alejandro, emperador macedonio y
alumno del filósofo Aristóteles, se va imponiendo una lengua común como lo fue
el griego, convirtiéndose éste solamente como la punta de la lanza. El objetivo
era unificar las más diversas culturas orientales bajo la perspectiva griega. Esto
es lo que nosotros hoy conocemos como la helenización. Todo lo anterior dio
como resultado una fuerte persecución de gobernantes y administradores del Antíoco
IV Epífanes, es en este marco social de la primera mitad del siglo segundo
donde hemos de situar la lectura escuchada, que cuenta el ajusticiamiento de
una familia entera, compuesta por siete hijos y su madre, en ella se pone de
relieve precisamente lo que significa para un fiel judío su religión y el apego
a la ley de sus padres.
Los ajusticiados
son mártires por morir por su convicción religiosa, a la que no pueden renunciar.
No se trata de preceptos, de ritos ni de ceremonias externas, que bien podrían
transgredir o cambiar por otros, pues en el cumplimiento y la fidelidad de su religión
se están jugando la vida misma. Evidentemente lo más importante aquí es la fe
en la resurrección, que se expresa como resurrección de la carne. Nos encontramos
ante un contraste entre vida presente y vida eterna, entre morir ahora y
resurrección futura. El Dios en el que esta familia cree es el Dios de la vida
verdadera. La resurrección de los muertos es el premio, la corona, la
recompensa definitiva que Dios otorga a los fieles que han aceptado y valorado
su ley y su voluntad por encima de la propia vida terrena.
Qué lejos estamos
hoy de dar este testimonio de amor y fidelidad a la fe transmitida por nuestros
padres, pero sobre todo por amor a Dios, las nuevas generaciones,
desafortunadamente ya no saben qué es, en qué consiste el ser cristiano, la
religión light que estamos viviendo ha mermando a tal grado nuestro compromiso
cristiano y nuestra fidelidad a Dios y a la fe recibida que ya ni siquiera
sabemos persignarnos adecuadamente.
El día de nuestro
bautismo recibimos el don de la fe por el Espíritu Santo que se derramó en
nosotros, y sin embargo, pronto nos olvidamos de ello. Vamos más por signos de
la tristeza y las sombras de las tinieblas y de la muerte que por el sendero de
la vida, de la alegría y de la felicidad, a pesar de que Dios nos reitera
constantemente que no es un Dios de muertos.
A propósito del
Evangelio de hoy, que nos dice que un día se presentaron ante Jesús algunos
saduceos con la intención de poner en ridículo la doctrina de la resurrección
de los muertos valiéndose de una historia, se trata de la mujer que queda
viuda, y según la ley del levirato, se ha de unir con el hermano de su difunto
esposo, hasta llegar a siete, al final muere también la mujer; y luego la
pregunta tramposa, mañosa: ¿Cuándo llegue la resurrección de cuál de ellos será
mujer? Quien sabe si esta historia fue verdadera o cierta.
Lo que es verdad,
que en su respuesta, Jesús, que no contesta precisamente a su pregunta, sino
que reafirma ante todo, el hecho de la resurrección, corrigiendo, al mismo tiempo,
la representación material y caricaturizada de los saduceos:
“En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero
los que sean juzgado dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los
muertos no se casarán. Pues ya no pueden morir: son como ángeles, son hijos de
Dios, porque participan de la resurrección”.
Jesús nos asegura
la bienaventuranza eterna no como una potenciación y prolongación de las alegrías
efímeras, terrenas con placeres de la carne y de la mesa hasta la saciedad. La otra
vida es verdaderamente “otra” vida, una vida de cualidad distinta. Es, sí, el
cumplimiento de todas las esperas que tiene el ser humano sobre la tierra, pero
infinitamente más, en un plano distinto. Es sumergirse, dichosos, en el océano
sin fondo, sin orillas del amor, la misericordia y la felicidad de Dios. ¿Habrá
algo más grande y mejor que esto? Desde luego que no, porque esto significa
vivir plenamente en el corazón de Dios la vida y la felicidad de Dios mismo.
Esto no significa
que los vínculos terrenos, se olviden y ya no existan más. Claro que existirán
y con una inmensidad, pureza e intensidad desconocidas acá abajo; pero, sublimados
en un plano espiritual. La relación de pareja y toda cualquier otra experiencia
huma de comunión y de amor eran como pequeños escalones para subir y subir,
hasta alcanzar la aquella cima.
Evidentemente,
todas las palabras del Evangelio responden a preguntas y necesidades de los
hombres y mujeres de todos los tiempos; pero, ésta sobre la resurrección y la
vida eterna, posiblemente más que todas las demás. Nadie, creo, ante la pérdida
de una persona querida, ni siquiera el ateo, puede evitar el plantearse la
pregunta: “¿En verdad está ya todo acabado o hay algo después de la muerte?”. No
existiría en el mundo persona más desgraciad, más desafortunada que aquella que
piense que la vida que comienza en Dios, se termina en este mundo. ¡No! ¡No es
así! Debemos convencernos de ello, si no, ¿qué sentido tendría la vida de este
mundo, sin la trascendencia que Dios nos ha manifestado en la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos? ¡Ninguno!
En la parte final
del Evangelio, Jesús nos explica el motivo del por qué debe haber vida después
de la muerte.
“Que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo
indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios
de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él
todos están vivos”.
Evidentemente,
esto significa que Abrahán, Isaac y Jacob viven en alguna parte. Según la fe
católica común, el elemento espiritual que existe en nosotros, nuestro “yo”
profundo que llamamos “alma”, ya desde el momento de la muerte, va a reunirse
con Cristo en una vida glorificada y feliz. ¿Qué significa esto, en concreto? Que
en nosotros perdura un misterio mientras permanecemos en este mundo; pero, la
palabra de Cristo nos asegura que es así. “Te aseguro que hoy estarás conmigo
en el Paraíso” (Lc 23,43), dijo Jesús al buen ladrón. “Hoy”, no “¡al final del
mundo!”. ¡Hoy! Y hoy es ¡HOY! Los “maestros de la sospecha”, siglo XIX-XX Feuerbach, Marx y Freud, han difundido la idea de que la vida eterna, no es más
que una proyección de las necesidades no apagadas del hombre, el recipiente
imaginario en el que el hombre recoge las “lagrimas” derramadas en este valle
de llanto. Sin embargo, todo lo que de ellos permanece en pie no es una prueba
contra la existencia de Dios, y del más allá sino que es, precisamente, sólo
una sospecha. Por lo demás, antes que sobre Dios la sospecha es trasladada
sobre el hombre. Freud dice: “En verdad sería muy hermoso que existiera un Dios
como creador del universo y con su benigna providencia, un orden moral universal
y una vida ultraterrena; sin embargo, es al menos muy extraño que todo esto
corresponda exactamente con lo que cada uno de nosotros desea que exista (L’avvenire
di una illusione) (El futuro de una ilusión). ¡Afirmación reveladora! Una cosa
llega a ser sospechosa por el hecho mismo de que el hombre la concibe y la
desea. El hecho de que la vida ultraterrena se corresponda a lo que cada persona
desea prueba que en verdad ella existe y no lo contrario.
Nos encontramos
así con el alegre y gozoso anuncio del más allá y de la vida eterna, que nada
tiene que ver con los anuncios amenazadores sobre el fin del mundo. No nos
dejemos turbar por estas supuestas revelaciones, tampoco por aquellos que
pretenden arrancarnos la esperanza en la vida eterna, en la eterna
bienaventuranza, porque Dios es fiel y él es quien nos la ha prometido. Caminemos,
pues, presurosos al encuentro del Seño y seamos capaces de dar la vida por Dios
y por nuestros hermanos, sabiendo con certeza que al final nos encontraremos
con Él, le veremos cara a cara y seremos para siempre semejantes a Él, porque
le veremos tal cual es.
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