San Leopoldo Mandić PATRONO DE LOS CONFESORES Y DE LOS MÉDICOS ONCOLÓGICOS Y ENFERMOS DE CÁNCER
San Leopoldo Mandić
Bisagra entre los
hombres y Dios[1]
Fernando de Riese Pío X
Desde el 8 de abril de
1263, todo creyente que llega a Padua busca la basílica del «Santo» y en ella
su «arca», es decir, la tumba del franciscano Antonio de Padua. Desde el 25 de
abril de 1909 hasta el 30 de julio de 1942 acudían a Padua muchísimos fieles
con el afán de encontrar el convento de
capuchinos (Plaza S. Croce) para ver la celdita-confesonario y en ella al
confesor llamado padre Leopoldo de Castelnovo. Con un estilo completamente
personal, muy suyo, escuchó las historias humillantes del pecado.
Muere el padre Leopoldo
el penúltimo dia de julio de 1942 y aquella celdita-confesonario es, después
del arca del Santo, la segunda etapa del que peregrina a Padua. Con estos dos
hijos de san Francisco la ciudad veneciana atrae a gente de todas partes del
mundo.
Antonio y Leopoldo
llegaron a la santidad, viviendo el Evangelio según la regla de san Francisco y
sirviendo a los hombres para llevarlos a Dios.
Dos franciscanos que vivieron
en Padua, aunque eran originarios de países lejanos (Antonio de Portugal,
Leopoldo de Croacia).
Ambos desarrollaron su ministerio y
murieron en Padua: el portugués en la primera mitad del siglo XIII, el croata
en la primera mitad del XX. Para Padua son ciudadanos suyos. Los dos tienen fama
universal de santidad y gran poder de intercesión.
Antonio, cuya lengua se
conserva intacta, fue predicador, maestro, «Doctor Evangélico», actuó al aire
libre, ante las multitudes. Leopoldo tiene la mano derecha incorrupta, a la
vista de todos. Fue el ministro del perdón en el sacramento de la
reconciliación, en el secreto de cada alma.
Dos vocaciones
desviadas del curso natural y humano. Ambos sin embargo, han ocupado aquellos
lugares y aquellos ministerios que Dios tenía reservado para ellos. Antonio,
por ejemplo, deseaba predicar a los infieles en Marruecos y, a pesar suyo, fue
arrastrado por «el viento del Señor» a las playas de Italia. Leopoldo, llamado por
la «voz de Dios... para promover el retorno de los disidentes orientales a la
unidad católica», tuvo que encerrarse en un confesonario de la región de
Venecia, a disposición de los pecadores arrepentidos.
Dos apóstoles con
diversidad de dones y de carismas, que sirvieron de potentes bisagras para
tener fuertemente unidos a los hombres y Dios, tierra y cielo, pueblos e
Iglesia. Lo confirmó el papa Pablo VI, el 2 de mayo de 1976, después de haber
proclamado beato al padre Leopoldo. Les agradeció a los capuchinos «haber dado a
la Iglesia y al mundo un ‘tipo’ de vuestra escuela austera, amistosa, pía, de
un cristianismo tan fiel a sí mismo, como idóneo para reanimar en el corazón
del pueblo la alegría de la oración y de la bondad». Exhortó a los paduanos de
este modo: «Sabed honrar junto a vuestro san Antonio a este hermano similar de
la genealogía franciscana».
Genealogía
croato-dálmata y franciscana
El padre Leopoldo se
creyó y fue considerado y era pura sangre dálmata. Nació el 12 de mayo de 1866
en Herzeg Novi («Castelnovo» en italiano), pueblo situado en el entrante de las
Bocas de Cátaro, que se reflejan en el Adriático, en la diócesis de Cataro en
Dalmacia. Fue bautizado el 13 de junio con el nombre de Bog-dan (Adeodato)
Juan. Seguramente se le impuso el nombre de Adeodato, sin explicarlo más,
debido al hecho de haber nacido el último
de doce hijos.
Pedro Mandić, el padre,
provenía de una ferviente familia católica y pertenecía a la antigua nobleza de
Bosnia. Hijo de un «patrón de nave», o sea, de un comerciante marítimo, con una
flotilla en el Adriático, equipada para la pesca y el comercio. Contrajo
matrimonio con Carlota Zarević, cuya madre era Leonor, condesa de Bujović. A
causa de las condiciones políticas adversas, los Mandić habían perdido riquezas,
acabando en la miseria. Solamente conservan la nobleza de ánimo y la riqueza de
la fe católica.
La situación de su
familia ayudó a Bogdan en la niñez a comprender mejor la vida. Por eso, de
sacerdote podrá acercarse con respetuosa comprensión a quien haya perdido la
propia dignidad, tanto social como moral. Se lo confiará a una persona hundida
en la ruina: «También yo he probado esto y entiendo bien su dolor».
Mantuvo siempre en el corazón el recuerdo
de su madre Carlota. «Mi madre - dirá ya cargado de años- era de una piedad extraordinaria.
A ella le debo de modo particular cuanto soy».
El muchacho Bogdan es
considerado por una compañera de escuela de la misma edad, como «muy
inteligente... y de mucha aplicación al estudio... muy bueno y muy devoto. Esta
era su vida: la casa, la iglesia y la escuela. No participaba con otros en los
juegos y diversiones y andaba siempre recogido..., prefiriendo estar siempre
solo».
Hacia los 16 años,
joven, inteligente y reflexivo, Adeodato – que significa «dado por Dios»- se
decide a ser devuelto al Señor: ingresó en el seminario de los capuchinos de
Venecia, en Udine, el 16 de noviembre de 1882. Un compañero suyo de seminario,
posteriormente arzobispo, mons. Cornelio Sebastián Cuccarollo, nos lo presenta
como «un modelo perfecto en la disciplina, en la aplicación al estudio, en la
compostura de sus actos en los paseos y en los recreos, y sobre todo en el
recogimiento de la capilla, donde rezaba como un santo. En la mortificación de
la lengua se había impuesto... un rigor extremadamente severo y delicado».
Estos son los detalles fisonómicos del seminarista Mandić que se mantendrán firmes
y precisos durante todo el resto de su vida entre los capuchinos de Venecia.
Vistió el hábito
capuchino a los 17 años y tomó el nombre, de fray Leopoldo. Fue en Bassano del
Grappa (Vicenza), el 2 de mayo de 1884, en donde también emitió los votos
temporales el 4 de mayo de 1885. Pronunció los votos perpetuos el 28 de octubre
1888 en Padua y recibió la ordenación sacerdotal en Venecia 20 de septiembre de
1890, a la edad de 24 años.
Concluida la formación
y los estudios en Venecia, fue superior de la residencia de Zara durante tres
años, 1897-1900; vivió en Bassano del Grappa 1900 1905; fue vicario del
convento de Capodistria, 1905 1906; confesor en Thiene (Vicenza), 1906 1907, en
el santuario de la Virgen del Olmo, al que volverá en 1908 después de un año de
permanencia en Padua; desde el 25 de abril de 1909, ejerce el ministerio de
confesor en Padua hasta su muerte, a excepción de dos paréntesis: el de
internado por razones politicas (30 de julio de 1917- mayo 1918), en cuyo
tiempo, al no tener la nacionalidad italiana, vivió como desterrado voluntario
en Italia sur -Tora (Caserta), Nola (Napoles), Arienzo (Caserta)- durante la
primera guerra mundial; el otro paréntesis, a causa del traslado provisional a
Fiume
d'Istria, del 16 de octubre al 11 de
noviembre de 1923.
Confesor muy solicitado
a pesar de su duro carácter
Los paduanos mostraron
sincero afecto al padre Leopoldo, como lo expresan las líneas de un periodico y
la carta de un obispo. «La Libertad, diario de Padua, informaba el 31 de julio
de 1917 sobre la marcha de un capuchino benemérito» y preguntaba: «¿Quién
no conoce en Padua al padre Leopoldo, el
buen hermano capuchino? Apenas si salia del convento, no era orador, ni tenia
pretensiones de ocupar un puesto para figurar... Solamente atender con
asiduidad al confesonario. Perfecto asceta, buscaba la sombra. Y, sin embargo,
todos corrían a el en busca de consejo o de fortaleza, Todos los dias y a todas
horas había siempre en la iglesia de los capuchinos alguien que preguntaba por
el padre Leopoldo: ricos,
gente del pueblo, sacerdotes, profesores,
profesionales, obreros. Ve nian incluso de fuera de la ciudad, de lejos».
«Después de ocho años
ha tenido que abandonar Padua y ayer por la mañana ha salido para Roma...
Cuando se supo que tenía que marcharse se presentó en el convento una procesión
de conocidos y admiradores para darle el saludo de despedida, para recibir su
bendición, para desearle que volviera pronto».
«Desde estas columnas
también nosotros nos asociamos a estos buenos auspicios, puesto que sabemos
cuánto bien ha hecho el humilde y docto capuchino en nuestra Padua y qué vacio
deja en el campo de la dirección de las almas». Es significativo que un diario local
señale la marcha de un hermano oculto en un confesionario: alli se había dado a
conocer durante ocho años y realizaba un gran bien.
Cuando el 16 de octubre
de 1923 se tomó la decisión por parte
de los superiores de trasladar al confesor
padre Leopoldo desde Padua a Fiume, siete días después el obispo de la ciudad,
el siervo de Dios Elias Dalla Costa, escribía al superior provincial: «El
destino a Fiume del buenísimo padre Leopoldo ha despertado en toda la
ciudad de Padua un sentido de gran
amargura y de verdadero disgusto. Muy distinguidas personalidades del clero y
de los seglares piden a Vuestra Paternidad Reverendísima que permanezca aquí.» Imploraba
el retorno del «confesor» «para el bien de esta gran e insigne ciudad y
diócesis» y aseguraba que todos lo acogerían «con entusiasmo».
Los dos testimonios
mencionados adquieren mayor relieve cuando se conoce de cerca a aquel «confesor»
de Padua al que no le faltaba un... carácter nada suave. En las venas del padre
Leopoldo corría sangre no agua. De carácter ardiente y de temperamento llamaríamos
«leonino», tenía a veces sus venas como plumas erizadas.
Lo confesó él mismo al siervo de Dios don
Juan Calabria: «Dalmata sum» (soy dálmata). Tenía costumbre de orar con la
fórmula de su compatriota san Jerónimo: «Parce mihi, Domine, quia dalmata
sum!» (Perdóname, Señor, que soy de Dalmacia).
A pesar de su duro
carácter, se controlaba bien y alcanzaba éxito, por coraje, poniendo marcha
atrás, haciéndose violencia a si mismo, cantando victoria en el perdón. Muchos
son los testimonios que constan en el proceso. Recojamos algunos: «No obstante
su carácter sabía dominarse, sin mostrar exteriormente lo que ocurría en su
interior». «De carácter fuerte, pero siempre con el control de sí mismo: a
veces su rostro religioso se inflamaba por completo, pero sin salir de su boca
palabra alguna que desentonara», «Sabía perdonar generosamente las pequeñas
ofensas que recibía en el convento, no mostrando resentimiento alguno. Y esta
era una gran virtud, dado su carácter más bien fuerte». «Ha sido objeto de
incompresiones y de críticas, ya porque al atender a las confesiones alguna vez
no acudía a los actos de comunidad, ya porque parece que usaba demasiada
amplitud con los penitentes. El, sin embargo, lo toleraba todo pacientemente y,
si se presentaba el caso, incluso usaba mayor caridad con aquellos que le
habían dado motivo de disgusto.»
Se le había clavado una espina dorsal de acero en
tiempo de la última guerra. Los oriundos de Istria y de Dalmacia -desde 1797
pertenecían al imperio austro-hungaro- eran considerados ciudadanos autríacos.
El gobierno italiano, por motivo de seguridad, les puso el dilema: o aceptar la
ciudadanía italiana o ser internados más allá de Florencia. Ciudad de Croacia
(actualmente nación independiente y una de las antiugas seis repúblicas menores
que componían la república federal yogoslava desde 1946), no renunció Mandić a
su tierra natal, a la patria de sus antepasados y hacia el final de julio de
1917, partió de la ciudad del Santo hacia Roma, voluntario internado de guerra.
Pretendían inducirle a
la aceptación formal de la ciudadanía italiana, al menos para evitar los
inconvenientes del internado, teniendo en cuenta su delicada constitución y su
precaria salud. Pero él «siempre enfermizo y con dolores de estómago» repetía
su NO, claro e intrépido: «¡No, jamás!. La sangre no es agua; no se puede
traicionar a la sangre». Incluso declaró a los superiores «estar ligado a su
patria y dispuesto, por tanto, a sufrir el castigo del internado». Y lo sufrió.
Muchos eran los
comentarios de los hombres: desaprobación,
incompresión, condena. El internado
voluntario le hizo pasar también por estos sufrimientos. Los motivos de su
elección estaban, si, en la sangre, en el puro amor a su pueblo y a su patria
croata, pero estaban más en una profundidad todavía mayor: en un ideal apostólico-ecuménico,
que desde su juventud fermentaba en su alma.
«Yo tengo siempre el
Oriente ante mis ojos»
El padre Leopoldo había optado por aquella
enojosa elección, porque cuando terminase la guerra, quería volver a los suyos,
croato croatos, con la cabeza alta, con todos los papeles en
regla, para guiar «a los suyos» en el
retorno a la Iglesia una y católica. El Oriente mismo había sido la causa de
tal decisión. Año y medio antes de morir, el 14 de febrero de 1941, escribió
desde Padua: «Yo tengo siempre el Oriente ante mis ojos».
El Oriente fue su ansia
apostólica y su sacrificada misión. Le habían movido a hacerse capuchino y
sacerdote en Venecia la presencia y la actividad de los capuchinos vénetos en
Castelnovo: allí habían llegado en 1688, como capellanes militares en las naves
de
la Serenísima y con la predicación habían
mantenido viva la fe en los católicos del pueblo y del territorio interior y
allí habían permanecido en una pequeña residencia, incluso después de la caída
de la república véneta, para asistir espiritualmente a los italianos. Ya sacerdote,
Mandić pensó siempre que volvería a estar con sus paisanos a fin de mantenerlos
en la fe católica.
Bogdan Mandić era un
muchacho reflexivo. Tenía que hacerle pensar el vivir su fe católica en medio
de gente de otras religiones, como la musulmana. Los croatas en 1529 habían
merecido del papa León X el calificativo de «scutum saldissimum et
antemurale christianitatis» (escudo firmísimo y fortaleza de la
cristiandad) por su larga lucha contra los secuaces del Corán. El joven Mandić,
además, había constatado en su pueblo natal la presencia de iglesias y ritos
diversos, como los de los cristianos ortodoxos. Viviendo en el límite entre
oriente y occidente, en contacto con diversidad de religiones y de ritos, entre
enojosas diferencias y controversias, se le había presentado el problema de la
desunión y del ecumenismo.
En la segunda mital del
siglo XIX el obispo José Juraj Strossmayer tenía compromisos de iniciativas
ecuménicas, encaminadas todas ellas a realizar una «unión en la diversidad». Se
lograría con el amor y el respeto reciproco de los ritos, de la lengua, de los
derechos tradicionales. En 1882, el mismo
obispo había consagrado la catedral de Djakovo i Srijem, ya Bosnia, con
finalidades explícitas: «para la gloria divina, para el ecumenismo de la
Iglesia y para la paz y el amor de mi pueblo». En este contexto socio-cultural-eclesial
se esbozaba y se estaba madurando la pasión de Mandić por el ecumenismo, por la
unidad.
Consagrado sacerdote,
más allá de su pueblo de Croacia, católico en su mayoría, el padre Leopoldo
veía la masa de los pueblos orientales, separados de la unidad de la Iglesia: los
no católicos monofisitas, nestorianos, ortodoxos. Esta masa de gentes –búlgara,
griega, servita, rusa- la sentía como algo suyo, «pueblo», «gente», «hermanos»,
«disidentes», «Oriente». Ya la había sentido a sus 21 años, siendo clérigo
capuchino en Padua, en 1887. Lo recordó al llegar el cincuentenario, el 18 de
junio de 1937, escribiendo en una hojita: «Para solemne memoria del hecho.
1887-1937, 18 de junio. Hoy... Ofrecí el santo sacrificio por los disidentes
orientales, esto es, por el retorno a la unidad católica... Este año es el
quincuagésimo aniversario desde que oí por vez primera la voz de Dios, que me
llamaba a orar, a promover el retorno de los disidentes orientales a la unidad
católica».
En hojas sueltas o en
estampitas -en total 66— el padre Leopoldo fijó en lengua latina (la lengua de
la Iglesia universal) la formulación o la renovación de sus votos y propósitos,
que constituían su vocación y acción misionera en favor de los orientales.
El primer «pro memoria»
en donde renueva «un voto con juramento está fechado el 17 de diciembre de
1905; la última hojita es del 27 de junio de 1941. También en su «Librillo
1931-1938) y en una «Agenda 1939», con numerosas fechas, que van desde el 18 de
diciembre de 1931 al 7 de julio de 1942, 23 días antes de su muerte, reafirmó
su carismática vocación al ecumenismo y anotó la renovación de su voto en favor
de los orientales. Un insistente estribillo -como martillo que reclama y fija
una idea- reafirmaba periódicamente el compromiso de toda una vida: «por la
redención de mi pueblo», «por mis hermanos», «por la salvación de mi gente».
El 16 de diciembre de
1906 escribió en una estampita: «Renuevo el voto hecho muchas veces con juramento
en manos de mis confesores. Esto es: hago voto y lo confirmo con juramento de
gastarme totalmente por la redención de mi pueblo». En otra estampita, del 20
de septiembre de 1911: «Según los designios providenciales de Dios, ante el Señor,
ante la Virgen su madre y ante todos los santos he contraído la obligación de
procurar a mi modo (pro modulo meo) el retorno de los disidentes
orientales a la unidad católica... Reconozco... mantenerlo con voto como
antes». En otra estampita, ésta del 18 de enero de 1913: «Renuevo el voto de
trabajar con empeño por la unión de la Iglesia latina con la griega. Hoy renuevo
los votos sobre el apostolado por el Oriente». En una hojita: «Hoy día 12 de
mayo de 1915 prometo al Príncipe de los pastores poner todos mis esfuerzos en
favor suyo y ayudarle para que se logre un solo redil y un solo Pastor».
En el «Librillo
1931-1938», con fecha 31 de marzo de 1936, corroboro: «Según mi vocación, muy
bien conocida por mí, renuevo mi voto al divino corazón de Jesús y a la
beatísima virgen María, corredentora del género humano, por el retorno de los
disidentes orientales a la unidad católica. Tal voto será toda la razón de mi vida».
El compromiso de toda
una vida
Un «sufrido del Oriente»; así lo juzgaban
y juzgan al padre Leopoldo cuantos leen sus repetidos compromisos por el
ecumenismo. «El padre Leopoldo fue 'ecuménico' ante litteram, esto es. sonó,
presagio, promovió, incluso sin actuar clamorosamente, la recomposición de la
perfecta unidad de la Iglesia». Este fue el juicio del papa Pablo VI al
proclamarlo beato.
Desde los 21 años hasta
la muerte, el padre Leopoldo mantuvo vivo este ideal y programa de la unidad.
Imposibilitado para volver entre los suyos en el Oriente, se comprometió en
todo y por todo a implorar la unidad, a realizar el ut unum sint (que sean
uno).
Director de los
estudiantes de filosofía en Padua, desde 1910 hasta 1914, aseguraba en una
paginita con fecha 21 de agosto de 1914: «El objetivo de mi vida debe ser el
retorno de los disidentes orientales a la unidad católica; esto es... tengo que
encauzar todas mis energías, en cuanto me lo permita mi pequeñez, a llevar lo
que sea a obra tan grande, con el mérito del sacrificio de mi vida. Por esto,
mientras por obediencia de mis superiores siga ejerciendo el cargo de director de
nuestros jóvenes, procuraré por todos los medios que las circunstancias pongan
a mi alcance preparar a los apóstoles que a su debido tiempo se encargarán de
obra tan importante».
El 27 de junio de 1941
volvía a escribir: «Toda la razón de mi vida tiene que ser este diseño divino,
o sea, que también yo, a mi modo (pro modulo meo) aporte algo, a fin de que un
día... los disidentes orientales regresen a la unidad católica».
El repetido «pro modulo meo» incluía todo
medio del que pudiera disponer, respetando las tareas que la obediencia le
confiara. El primer medio para promover la unidad, el más costoso, fue el ofrecerse
como víctima. El 27 de agosto de 1912, escribió en una estampita: «...He aquí
que me ofrezco como víctima por los hermanos». En otra estampa, 6 de febrero de
1913: «Me obligo con voto, corroborado con juramento, a cumplir lo que falta a
la
Pasión en relación con los disidentes
orientales».
No pudo viajar por el
mundo para hablar a los hombres; pero, eso sí, proclamó con insistencia su
plegaria, propiciatoria e implorativa. Confió entre lágrimas a su enfermero:
«Es preciso marchar a misiones orando!». Señala el padre Leopoldo las horas
para la oración ecuménica y la renovación de su voto. Normalmente son las horas
de la noche, puesto que durante todo el día no le dejaban los penitentes que
solicitaban recibir el sacramento de la reconciliación.
Promovió el ecumenismo,
celebrando y viviendo la misa de cada día como compromiso ecuménico. He aquí un
documento de su voto sacerdotal, del 19 de octubre de 1935: «Me obligo con
voto: cuantas veces celebre la misa, si no me lo impide la justicia o la
caridad, todo el fruto del santo
sacrificio será por el retorno de los disidentes orientales a la unidad
católica. Cuando la justicia o la piedad obliga de forma distinta, entonces,
manteniendo esa misma justicia y caridad, todo el fruto excedente será para el
mismo fin.
Además, todas las otras cosas que en mi
vida ocupan mi atención estarán en unión con el mismo santo sacrificio por el
retorno indicado».
Volvió a confirmar este
voto, escribiendo a su director espiritual, el 14 de febrero de 1941: «Yo tengo
siempre el Oriente ante mis ojos y siento que el Señor me invita a celebrar
siempre los santos misterios, Intacta iustitia et pietate pro circunstantiis,
(firmes la justicia y la piedad según las circunstancias) a fin de que a su tiempo
llegue la gran promesa: unum Ovile et unus Pastor (un solo Redil y un solo
Pastor). El Señor nos mueve a nosotros sus ministros a aplicar sus méritos en
favor de los disidentes orientales: quiero decir, El ruega por ellos en cuanto
que a este fin nosotros celebramos los santos misterios con esa misma
finalidad. Está bien claro que El mismo ruega por medio de nosotros».
Constatando que la
unidad de los cristianos había sido rota también por falta de amor, el
capuchino croato estaba convencido de que se podía volver a la unidad
rehaciendo el camino, intensificando el amor. Si la caridad prepara la unidad,
el padre Leopoldo la preparó amando, haciendo de buen pastor en el confesonario.
Solía repetir: «Hemos de vencer siempre con la caridad». En una estampa que
representaba a Cristo en ademán de bendecir, escribió el 23 de abril de 1910:
«Quiero llegar a ser un vaso elegido a fin de que se consiga un solo Redil y un
solo Pastor».
Un profesor de la
universidad de Padua dio el siguiente testimonio: «Me parece que toda su vida
ha sido un himno de exaltación de la virtud de la caridad hacia el prójimo. Con
gusto acogia siempre a cuantos recurrían a él, y veía con entusiasmo que le
llevara cualquier pecador especial, necesitado de benevolencia, diciéndome:
tráigamelo, tráigamelo». Un canónigo de Padua confirmó: «Por el prójimo
sacrificó toda su vida a fin de salvar a las almas. El padre Leopoldo pudo ser
llamado el mártir del confesonario: siempre a disposición, a la hora que fuera,
incluso durante 15 horas seguidas». Con el convencimiento de que «la caridad
prepara la unidad».
En el confesionario <<mi
Oriente>>
La «voz de Dios», que
invitaba a trabajar por el retorno de los orientales disidentes a la Iglesia
una, había sido explícita para fray Leopoldo a sus 21 años. También fue
explícita la voz de los superiores que le confiaron el ministerio de oír
confesiones. El padre Leopoldo no podía dedicarse a la predicación: era de
palabra a veces lenta, a veces precipitada, cansada, como balbuciente. No
gozaba de salud para dedicarse a la evangelización: se presentaba con
un cuerpo pequeño (de 1,35 m.), encorvado,
pálido, muy endeble, atormentado por no pocos achaques, como dolor en los ojos,
molestias de estómago, artritis deformante. Justamente acabará con su vida un
terrible cáncer de esofago.
Dios lo llamaba para
estar entre los pueblos orientales. Pero la obediencia lo encerró en un
confesonario. El mismo Dios, que claramente le había abierto el camino, parecía
que se lo cerraba. Dios cierra para abrir, porque en su providencia sabe tejer
sus bordados incluso en el revés del diseño.
Así lo entendió el
padre Leopoldo, destinado al estrecho cerco de una celdilla-confesonario. El 12
de septiembre de 1935 escribió: «Toda alma que vaya en busca de mi ministerio
será entonces ‘mi Oriente'». Precisó al año siguiente, el 16 de agosto de 1936:
«Yo fray Leopoldo hoy, antes de la hora de sexta, he comprendido la economía de
la divina gracia: que yo he sido llamado para la salvación de mi gente, del
pueblo eslavo, y al mismo tiempo para la salvación de las almas, especialmente
en la administración del sacramento de
la penitencia. En resumen, con este plan
tan claro, pondré todos mis esfuerzos en buscar por doquier, ayudado siempre
por la gracia de Dios, el cumplir esta mi doble misión: ante todo la salvación de
mi pueblo y también el cuidado espiritual de los fieles, por medio del
sacramento de la penitencia».
Su heroicidad en la
doble vocación, ecuménica y ministerial, fue ratificada en el decreto sobre la
heroicidad de las virtudes, del 10 de marzo de 1974: «Entendió que el plan
divino no era que él en persona marchase a Oriente para ejercer allí el
apostolado de la unidad, sino que se encerrase en una celdilla-confesonario.
Desde entonces, veía su Oriente en cada alma que se le acercaba en busca de
ayuda espiritual. Por esto, se entregó con intrepidez y con maravillosa
constancia a ese escondido ministerio, con intención misionera y espíritu
apostólico».
«Durante 30 años
acudieron a él para confesarse innumerables almas; y se mostró siempre a punto,
sereno, afabilísimo, dispuesto a cualquier sacrificio por el bien y el servicio
de los fieles cristianos».
Bisagra entre los
pecadores y Dios
Esta fue la delicada
tarea, enorme y maravillosa, del padre Leopoldo en Padua durante los 34 años de
confesor: estar al servicio de los más necesitados, de los más pobres, como son
los pecadores. Oír confesiones: «Esta es, en efecto, su misión, anotaba su
superior
provincial en los ‘Anales de los
Capuchinos de Venecia’, en 1923.
Su constitución física muy débil no le
permite dedicarse a otros ministerios. En la confesión, no obstante, ejerce una
fascinación extraordinaria por su gran cultura, por su aguda intuición y
especialmente, por la santidad de su vida. A él afluyen no solamente gente del
pueblo, sino particularmente intelectuales y aristócratas, así como profesores
y estudiantes universitarios y el clero secular y regular».
Si en el centro de
Padua estaba siempre abierto el café Pedrocchi, en la periferia estaba también
siempre abierta la celdilla-confesonario del padre Leopoldo para acoger, para escuchar
casos dolorosos, para asegurar el perdón de Dios. Una actividad escondida, sin
propaganda, apenas percibida, alejada de entrevistas o de flash,
desarrollada durante más de 30 años, sin interrupción, con esa labor de día a
día que siempre desgasta, con una asiduidad de diez a doce horas diarias.
Cuando los males del
cuerpo le impedían este servicio de la estola morada, el enfermo pedía a
personas de su confianza: «Encomiéndeme al Padrone (señor dueño) a fin
de que se digne devolverme la salud para el bien de las almas». Y en marzo de
1942, cuatro meses antes de morir: «Usted ruegue por mí, para que la Virgen santísima
se digne librarme de estas incomodidades, para que así pueda nuevamente atender
a las almas». Un sacerdote con el único interés: las almas. Apóstol a pesar de
mantenerse sentado.
Todos eran sus penitentes
preferidos. Si acaso había alguna singularidad, ésta era para los sacerdotes,
que los consideraba «elegidos para la salvación de los pueblos» (carta a un
sacerdote, en octubre de 1937). Los sacerdotes correspondieron a tal
predilección, como se evidenció en sus Bodas de oro sacerdotales, el 12 de
septiembre de 1940. Se congregaron más de 500 sacerdotes. La estima de éstos
por su confesor también se manifestó llevando el ataúd en su funeral.
El profesor Ezio Franceschini,
de la universidad católica de Milán, sintetizó el servicio del padre Leopoldo
en Padua al presentarlo «encerrado en una celdilla de escasos metros cuadrados,
sin preocuparse de sus achaques, ni del frío, del calor, del cansancio, del
interminable desfilar de las personas que acudían a sus pies con el peso de sus
culpas, de sus penas, de sus necesidades... Confesando durante diez, doce horas
al día, con paciencia, con bondad, con atención siempre viva, encontrando las
palabras apropiadas para cada uno. Todo esto sin interrupción ni reposo, ni
siquiera en los días anteriores a su muerte. Tener cada día nueva sed de almas;
hacer llegar a las conciencias la luz de Dios; transformar la propia vida en
una donación de sí y en una donación de Dios. Y todo con sencillez, con
serenidad. Esta es la vida del padre Leopoldo».
Donación prolongada hasta el final de su
vida. Pocos días antes de morir, va medio arrastrándose, sin fuerzas, por el
corredor del convento para subir a oir confesiones. Tuvo que advertirle el superior
que volviera a su celda y descansara. Pero el confesor, ya extenuado por los
años y más todavía por sus enfermedades, suplicó de rodillas y con los brazos
en cruz: «Padre, tenga piedad de mí...¡hay que hacer tanto bien! ».
El estilo del «padre
del hijo pródigo»
El confesor padre Leopoldo, que aparecía
como acurrucado bajo el sayal capuchino, con las manos deformadas por la
artritis, había logrado, no obstante, convertir aquella celdilla-confesonario en
un... saloncito de la amabilidad. Allí se encontraban para cada penitente la
misericordia de Dios y la bondad de un sacerdote.
Salía al encuentro del
penitente; le escuchaba y comprendía sus debilidades, sin hacerle gravosas ni
culpas ni remordimientos; con frecuencia, al perdonarle, le quedaba agradecido.
«Confesor de manga
ancha», lo tildó más de uno, acusándolo hasta de laxismo. «Confesor de la
misericordia de Dios», se juzgaba él. Y para darle la razón estaban las más
exquisitas parábolas evangélicas de la misericordia.
Alguna vez se
justificó: «Dicen que soy demasiado bueno; pero si alguien viene para
arrodillarse delante de mí, ¿no es esta una prueba suficiente de que implora el
perdón de Dios?». Repetía: «La misericordia de Dios es superior a toda
expectativa».
Para superar obstáculos
en algunas confesiones difíciles, daba ánimo: «Dos pecadores nos encontramos
aquí. ¡Dios tenga piedad de nosotros!». Con decisión eliminaba dudas o
escrúpulos o ansias, asegurando: «La responsabilidad recae sobre mí, señor».
Era firmísimo en la doctrina. Estaba en el confesonario como en una garita, centinela
para la defensa de la moral y de los derechos de Dios. Confió a un amigo:
«Cuando confieso y doy consejos, siento todo el peso de mi ministerio y no
puedo traicionar mi conciencia. Primeramente ante todo, la verdad».
Al mismo tiempo era
amplísimo al perdonar, al absolver. Para justificarse mostraba a los penitentes
el crucifijo: «Es El quien perdona, es El quien absuelve», «Si El me reprochara
algo, le contestaría que ha sido El mismo quien me ha dado ejemplo y que yo no
he muerto todavía por la salvación de las almas, como El realmente si lo ha
hecho», «Si el Crucificado me echara en cara que tengo manga ancha,
respondería: este doloroso ejemplo, Paron benedeto (Dueño
bendito), me lo habéis dado Vos; ¡yo no he lleg aún a la locura de morir por
las almas!».
Sus penitentes le
exaltaron a coro con testimonios como éstos: «una acogida singular», «la
paciencia increíble», «la delicadeza imperturbable», «jamás un arrebato, jamás
una impaciencia», «un gran sentido de comprensión», «cortesía también para los
más pobres y humildes», «un gran corazón», «siempre a disposición», «cantidad de
humanidad al escuchar».
Singular era la
confianza y la tranquilidad que sabía dar a los penitentes. Repetía: «¡Tenga
fe! ¡Tenga fe! ¡Fe!». A quienes se lamentaban de sus culpas, les decía: «Esté
tranquilo, póngalo todo sobre mis espaldas, asumo yo la responsabilidad». En
una palabra, bajo la apariencia de severidad dálmata y de austeridad capuchina,
en el padre Leopoldo latía un corazón que era todo comprensión y delicadeza.
En defensa de la vida y
de la justicia
Confesor de ideas claras sobre la familia
-que la quería, como está determinado por Dios, fundada en el amor, serena en
la fidelidad y unidad, abierta a la vida - se convertía en hombre riguroso ante
los pecados contra el amor, ante los «NO» del nacimiento, ante los atentados
contra la vida que nace. En contraposición, tenia preferencias de auténtica
ternura para las madres y los niños. En favor de los niños huérfanos inspiró a
una maestra de Rovigo que
instituyese «Pequeñas Casas para ellos, en
donde pudiesen encontrar un corazón y cuidados de una «madre».
Ante una esposa,
aconsejada por los médicos para que interrumpiese el embarazo para sobrevivir:
«¡No, no! -reacciono padre Leopoldo- ¡el Padrone Iddio (Nuestro
Señor, Dueño) no quiere estas cosas! ¡Tenga fe! Todo se resolverá bien. ¡Tenga
fe!».
Insistía al hablar con
los médicos: «El derecho a nacer y a la vida es sagrado e inviolable y por eso
no sólo hay culpa, sino maldición y condena inexorable para los que a él se
oponen; ninguna finalidad médica, eugenética, social, moral, económica puede
servir
de justificación para tal supresión».
Igualmente inflexible
se mantenía ante los maridos violentos con
sus esposas o infieles o quizá muy
bestias. Lo manifestaba él mismo: «cuando se me presentan maridos de esta
indole, los pongo entre la espada y la pared, delante de su responsabilidad».
Añadía para los que traicionan la fidelidad conyugal que «la mayor de las
traiciones al mundo es traicionar el
afecto».
El menudo Mandić
parecía convertirse en un... gigante, cuando se encontraba de tú a tú con
opresores. El hermano-dulzura se transformaba en explosión, y, aunque
balbuciente, vigorizaba su palabra y su tono para reivindicar los derechos de
los pobres, de los obreros, de la mujer débil, de cualquier persona oprimida
por el prepotente o por el injusto. Al encontrarse frente a la violencia o la
opresión, el capuchino sentía su doble condición de sacerdote y además dálmata.
Pagando en persona
El confesor de la plaza
S. Croce se comprometía a cumplir él la penitencia ofreciendo y sufriendo.
Solía repetir: «¡Pongo poca penitencia a los que se confiesan porque lo demás
lo hago yo!». Hallado de noche orando, daba esta explicación: «¡Tengo que hacer
penitencia por mis penitentes!».
Su mayor penitencia era
pasar todo el día en aquella celdilla, muy fría en invierno y un horno en
verano. Permanecía, no obstante, allí desafiando al frío y al calor: «Si no
hago penitencia por mis penitentes...).
La más dura penitencia
-presente y pesante durante toda su vida en Padua- fue el sentirse como un
«enjaulado» en aquella celdilla-confesonario —2,65 m. de longitud, 1,70 de
anchura y 2,50 de altura- mientras todo su ser estaba mirando al Oriente, a sus
pueblos para alcanzar la unidad católica. Hizo esta confidencia: «Por ahora, no
hay forma de escapar de Padua; me quieren aquí, aunque estoy como un pájaro en
la jaula. Mi corazón está simpre más! allá del mar».
Las pocas horas fuera
de la «jaula»
Eran las horas que el
padre Leopoldo pasaba en coloquio con la Virgen, a la que llamaba en dialecto véneto
la «Paroma benedeta» (Madre bendita). Cada día celebraba la misa
en el altar lateral de la Inmaculada; recitaba el oficio parvo y rezaba muchos
rosarios. De cuando en cuando peregrinaba a la Virgen de la Salud, venerada en
la próxima iglesia parroquial de S. Croce de Padua o a la Bienaventurada Virgen
Constantinopolitana, en la basílica paduana de Sta. Justina, o a la Inmaculada
de la capillita del huerto capuchino y le llevaba unas flores.
En julio de 1934 fue a
Lourdes, «contentísimo» y testigo de «cosas maravillosas». Alguna vez pudo
volver a la Virgen del Scarpello, en el santuario de su infancia, en medio de
las Bocas de Cátaro. Oraba intensamente a la Virgen, hablaba de Ella con
fervor,
considerándose el «niño» de la Virgen,
llegando a escribirle con frecuencia algunas cartitas.
Alguna vez salía del
confesonario y se acercaba en la misma iglesia a alguna esposa en estado de
buena esperanza para escucharla, animarla, bendecirla y prometerle su oración
por el éxito del nacimiento. A los niños también les brindaba sonrisas,
caricias y
bendiciones.
Las salidas de su
celdilla-confesonario eran para visitar a los enfermos en Padua o en otro
pueblo cercano, en clínica o en casas privadas. Por todos ellos se hacía
hermano que anima y sacerdote que absuelve. A menudo se dirigía a la enfermería
del convento
para confortar a los hermanos enfermos o
ancianos. A cada uno le repetía el mismo estribillo: «¡Tenga fe! ¡Tenga fe!».
Como médico de las
almas que era, el padre Leopoldo amaba particularmente a los médicos y les
estimulaba a que ejercieran el más afectuoso servicio de los enfermos para
curar sus cuerpos y aliviarles los dolores. Repetía a los médicos y a los
enfermos: «Dios es médico y medicina».
Sólo tenía retazos de
tiempo entre las confesiones y entonces escribía a los amigos, a penitentes, a
hijos espirituales. Se conservan 220 cartas, breves en la mayor parte, y en
ellas se transparenta como amigo de la relación pastoral, el maestro de espíritu,
el mantenedor de la acción de los católicos (se pueden leer dos cartas al
siervo de Dios Guido Negri [1888-1916]), el hombre del agradecimiento sincero
inmediato, humilde, constante. Un verdadero sacermiento sincero, inmediato,
humilde, constante. Un verdadero sacedote porque era un verdadero hombre.
Contribuyó a sacarlo
definitivamente de la «jaula»-confesonario una corta enfermedad, la última. Fue
un tumor en el esofago.
El fin de «este pobre
de mí»
El compromiso de su
vida queda resumido en las palabras que el padre Leopoldo repetía a su amigo
Angel Marzotto: «Escondámoslo todo, incluso aquello que puede tener apariencia
de don de Dios en nosotros a fin de que no se haga mercado de ello. ¡A Dios
solamente el honor y la gloria! Si fuera
posible, deberíamos pasar por la tierra como una sombra que no deja vestigio de
sí». Humildemente pensando en su yo, el padre Leopoldo lo definía «este pobre
de mí».
Estaba decidido a
comprometer, en su trabajo ministerial, aquel muy suyo «pobre de mi». Tenía
grandes deseos de vivir: para hacer algo, para salvar, para amar, para merecer.
Quería vivir para continuar siendo en el confesonario la antena de la
misericordia de Dios,
el transmisor de su perdón. Decía: «Cuanto
más trabajemos en nuestra vida terrestre tanto más méritos ganaremos para el
cielo y tanto más contribuiremos a salvar las almas. Nadie nos quita un lugar en
el cielo». Reafirmaba: «Tengo que estar siempre dispuesto a trabajar. Hemos
nacido para la fatiga y tendremos el descanso en el paraíso».
Sin embargo, en las enfermedades
de los últimos tiempos de su vida, se le oía decir: «Si el Señor me quiere, ¡que
me lleve!». Hacia esta súplica: «¡Que el Señor me lleve estando en la brecha!»,
porque tenía tal convicción y la expresaba con estas palabras: «Un sacerdote
debe morir de fatigas apostólicas; no existe otra muerte digna de un
sacerdote». Confió ésta su convicción a los clérigos capuchinos de Udine, al
agradecerles la felicitación en sus Bodas de oro sacerdotales: «Hemos nacido
para la fatiga. Suma alegría poder estar ocupado. Pedid al Padrone Iddio
(nuestro Dueño Dios) morir de fatigas apostólicas». El Padrone Iddio
escuchó escucho esta su espera sacerdotal.
El padre Leopoldo
confesó y celebró la misa hasta el 29 julio de 1942. Al día siguiente, muy de
mañana, se puso el alba para celebrar la misa y en la sacristía se desplomó,
vestido de blanco. Llevado a la celda, recibió la unción de los enfermos y orando
junto con sus hermanos terminó la Salve Regina: «Oh clemente, oh pía, oh
dulce Virgen María!». Así terminó su vida. Eran las 6,30 del 30 de julio de
1942.
Setenta y seis años de
edad, sesenta de testimonio capuchino, cincuenta y dos de sacerdocio.
Breve recorrido hacia
los altares
En los funerales participó
una inmensa multitud. Se hicieron en la espaciosa iglesia de los Siervos, en la
ciudad. El 1º de agosto fue sepultado en el cementerio mayor de Padua. Los
sacerdotes quisieron que su confesor no fuera depositado en tierra, sino en su capilla.
Desde el 19 de septiembre de 1963 su cuerpo reposa junto a la
celdilla-confesonario, meta ininterrumpida de peregrinaciones de todas las
partes del mundo. Aumentaron cada vez más las voces insistentes que proclamaban
a aquel capuchino de las misericordiosas absoluciones «santo» y «taumaturgo».
Dos apelativos aplicados también a san Antonio de Padua desde su muerte.
La creciente fama de
santidad y las gracias concedidas, hicieron que inmediatamente se abriera el
camino hacia la glorificación del padre Leopoldo. Debido, desde luego, también
al infatigable trabajo del padre Pedro Bernardi de Valdiporro, biógrafo y
después vicepostulador.
El 16 de enero de 1946
se inicia el proceso diocesano para la beatificación. El papa Juan XXIII
introduce la causa, el 25 de mayo de 1962. En los años 1963-1966 se desarrolla
el apostólico, al cual sigue la proclamación de la heroicidad de las virtudes
el 1: de marzo de 1974. Se aprueban dos milagros --curación de Elsa Raimondi de
peritonitis tuberculosa fibrinosa y curación de Pablo Castelli de trombosis
masiva de los vasos mesentéricos-atribuidos al siervo de Dios Leopoldo Mandić
el 12 de febrero de 1976.
El papa Pablo VI lo
declara beato el 2 de mayo de 1976 en la plaza de San Pedro. El mismo papa
quedó sorprendido por la rapidez del recorrido. Sólo 34 años de duración. Es
verdad que fue acelerado por «la vox populi en favor de las virtudes del padre
Leopoldo... que se ha hecho más insistente, más documentada, más segura... Al
coro espontáneo... ha tenido que rendirse el juicio de la Iglesia». En 1977 se
emprendió la causa para la canonización.
El cadáver de san
Leopoldo se conserva en Padua. En el reconocimiento canónico del 24 de febrero
de 1966 fue hallado incorrupto. Quedan también sus pocos escritos: 17 artículos
publicados en la revista para los terciarios franciscanos del Véneto «Bolletino
Francescano» (1907-1916), 220 cartas, 66 hojitas con el compromiso renovado en
favor del ecumenismo. Queda sobre todo su celdita-confesonario. Se libro de las
bombas que en el ataque aéreo del
14 de mayo de 1944 habían destruido la
iglesia y parte del convento de los capuchinos. San Leopoldo lo había
vaticinado: «La iglesia y el convento serán atacados por las bombas, pero no
esta celdita. Aquí Dios ha derrochado misericordia con las almas. Debe
permanecer como un monumento de su bondad».
Para dar testimonio de
esta «bondad» de Dios se halla expuesta en un relicario, junto a la tumba, la
mano derecha del santo.
San Leopoldo Mandić –el
hombre del «sí» a los superiores y a la Iglesia vivió entre dos ruegos diarios
e insistentes: Ut unum sint para la unidad de los cristianos; ego te
absolvo para el perdón de los pecadores.
El siervo de Dios Luis
Stepinać, cardenal arzobispo de Zagreb, en una carta fechada en Krasić el 26 de
septiembre de 1959 lo definió de este modo: «... Guía segura para la paz del
corazón; él..., como pocos otros hombres de nuestro tiempo ha sabido, sobre
todo
a través del confesonario, llevar a Dios
las almas tristes y abatidas por el sufrimiento».
El papa Pablo VI en el
discurso de beatificación, el 2 de mayo de 1976 lo definió así: «... En la
semblanza de un humilde hermanito una figura exaltante y al mismo tiempo
desconcertante... Es un pobre, pequeño capuchino: parece sufriente y vacilante,
pero tan extrañamente seguro que nos sentimos atraidos por él encantados…. Es
una débil, popular, aunque auténtica imagen de Jesús... Una figura muy singular
del ministro de la gracia sacramental de la penitencia».
Esto es: un sacerdote,
pionero, profeta, artífice y apóstol del ecumenismo, que se hizo bisagra de la
unidad entre los pueblos orien tales y la Iglesia una católica; un confesor,
corazón de Dios debajo de una estola de color morado, un gran «depurador» de
las almas que se hizo bisagra del perdón entre los hombres pecadores y el Dios
tres veces santo, pero infinitamente rico en misericordia.
Hemos de resaltar, por
fin, que este breve recorrido hacia el honor de los altares culminó años atrás
con la canonización de San Leopoldo Mandić de Castelnovo por Juan Pablo II, el
16 de octubre de 1983.
[Finalmente, es
necesario recordar que durante el año 2016, durante el Jubile Extraordinario de
la Misericordia, convocaco por el Papa Francisco, el cuerpo incorrupto de San
Leopoldo fue llevado a La Basílica de San Pedro, Junto con el cuerpo de San Pío
de Pietrelcina. Ambos santos de La Orden de Hermanos Menores Capuchinos, fueron
propuestos por el santo Padre, como iconos de la misericordia]
El arzobispo Rino
Fisichella, organizador del Jubileo de la Misericordia explicó el significado
de la traslación temporal a Roma de las reliquias de san Pío de Pietrelcina y
de san Leopoldo Mandić en el mes de febrero, en el marco del Año Santo de la
Misericordia.
Los fieles podrán
venerar las reliquias a partir del 3 de febrero 2016 en la Iglesia de san
Lorenzo Extramuros, una vigilia nocturna de oración será organizada en la
iglesia jubilar de san Salvador en Lauro, y el 5 de febrero serán llevadas en
la Basílica de San Pedro. Para esa ocasión se realizará una procesión que
contará con la participación de miles de peregrinos.
“El deseo del papa
Francisco es donar a todos los sacerdotes, pero especialmente a los misioneros
de la Misericordia un signo de Misericordia”, dijo Rino Fisichella, custodio
del programa jubilar.
¿Dónde se puede buscar
un signo más elocuente de Misericordia que en el padre Leopoldo y en san Padre
Pío?, preguntó. El Padre Leopoldo (1866-1942), canonizado por Juan Pablo II el
16 de diciembre de 1983 es menos conocido que el P. Pío en América Latina y
España.
El arzobispo, asimismo,
reveló detalles a Aleteia sobre la devoción especial del Papa por el padre
Leopoldo, el sacerdote tildado de ‘ignorante’.
El fraile tenía fama de
santidad en la Iglesia de Padua, donde vivió gran parte de su vida y donde se
conservan su memoria y sus reliquias.
“El Santo Padre tiene
una devoción particular por el padre Leopoldo (de origen croata). Era un padre
capuchino que donó toda su vida al confesionario. Pero, no sólo a la confesión,
sino también en la manera de confesar; que era la misericordia”, contó.
Por casi treinta años
pasó de las diez de la mañana a las tres de la tarde en el secreto de su celda,
transformada en confesionario para miles de personas que encontraban en el
trato con él el testimonio privilegiado del perdón y de la misericordia.
Algunos de sus
compañeros de comunidad decían que era un “ignorante y de manga ancha, que
absolvía a todos sin discernimiento”.
Su respuesta simple y
humilde dejaba sin palabras: “Si el Crucificado viniera a reprocharme que soy
de manga ancha, le respondería: Este mal ejemplo, me lo has dado Tú. Yo todavía
no he llegado a la locura de morir por las almas”.
Bueno, yo creo que este
es el pensamiento más profundo del Santo Padre porque la misericordia – él
dice- es la manera con la cual Dios perdona.
Es decir, Dios es
cercano a cada uno y su misericordia es su capacidad de abrazarlo, es su
capacidad de perdonarlo, de enviarlo a una nueva vida”, constató.
Fisichella recordó que
el Papa ha realizado ya dos signos de su testimonio concreto de misericordia:
el viernes 18 de diciembre abrió la Puerta de la caridad en el Comedor “Don
Luigi di Liegro”, mientras que el 15 de enero visitó el hogar para adultos
mayores “Bruno Buozzi” en el barrio Torrespaccata, para dirigirse luego a la
Casa Iride donde estuvo con enfermos en estado vegetativo y con los familiares
que los asisten.
”Estos signos comportan
un valor simbólico de frente a tantas necesidades que presenta la sociedad de
hoy -concluyó-; buscan que todos puedan darse cuenta de las múltiples
situaciones de dificultad existentes en nuestras ciudades, ante las que se
puede ofrecer una pequeña respuesta de atención y de ayuda”[2].
NOTA BIBLIOGRAFICA
FUENTES:
Scripta Servi Dei Patris Leopoldi a
Castronovo O.F.M.Cap., copia ms., en Roma Arch. Post. Gen.; Patavina...
Leopoldi a Castronovo, Summarium super introductione Causae, Roma 1955;
Patavina... Positio super dubio an constet de virtutibus..., Roma 1972, Paolo
VI, Discorso in occasione della beatificazione di Leopoldo Mandić: en AAS 65
(1976) 319-22.
BIOGRAFIAS:
Pietro Bernardi, Il beato Leopoldo Mandić
cappuccino, 9. ed., Padua 1978 (Pietro Bernardi de Valdiporro, Mártir del
confesonario y Apóstol del ecumenismo. Vida del Beato Leopoldo Mandic de
Castenovo. Traducción del P. Leandro de Echavari Urtupiña. PP. Capuchinos.
Sangüeza 1983); Robert D'Apprieu, Un émule du Curé d'Ars thaumaturge et voyant.
Le père Léopold de Castelnovo, Thonon - Les Bains 1950; Rose – Berthe Krieg -
Rüegg, Pater Leopold von Castelnovo, Solothum 1973; Fernando da Riese Pio X
Beato Leopoldo Mandić da Castelnovo: serví i peccatori per l'unità della
Chiesa, Roma 1976; Metod Stancko Jersin, Blazeni pater Leopold Mandić, Skofji
Loki 1976; Boldog Lipót Atya: Mandich Lipot Kapucinus, Eisenstadt 1977;
Ebercard Mossmaier, Seliger P. Leopoldo Mandić, Altötting 1977; Alberto Vecchi,
I miracoli di padre Leopoldo, Roma 1978.
ESTUDIOS:
Bernardinus a Senis, Servus Dei P.
Leopoldus a Castronovo capuccinus et dissidentium reditus ad Ecclesiam
Catholicam, Roma 1960; Mariano da Torino-Ezio Franceschini, P. Leopoldo da
Castelnovo nel primo centenario della nascita (1866-1942). Padua 1966: Enrico
Rubaltelli, Padre Leopoldo visto da un medico. Un grande clinico dello spirito
nella città dei
sommi clinici, Padua 1966; Clemente da S.
Maria, Padre Leopoldo profeta dell'ecumenismo, Padua 1974; Lorenzo da Fara, Un
maestro di vita P. Leopoldo Mandić Padua 1975; Domenico Mondrona, Padre
Leopoldo Mandić: un grande «depuratore» delle anime: «I santi ci sono ancora»
II (Roma 1977) 132-49; Albino Luciani, Panegirista del B. Leopoldo Mandić en Fernando
da Riese Pio X, Appunti per un ricordo (Venezia-Mestre 1978) 5-10; Cesare
Cattarossi Valori umani in Leopoldo Mandić, Padua 1980; B. Leopoldo Mandić,
Lettere scelte, con reflexiones de Leo Lazzarotto, Padua 1980.
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