LECTIO DIVINA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS B. Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo

 LECTIO DIVINA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS B

Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo

Hechos de los Apóstoles 2, 1-11. Gálatas 5,16-25. Juan 15,26-27;16,12-15


 

 

LECTIO

PRIMERA LECTURA

Del libro de los Hechos de los Apóstoles 2, 1-11

 

El día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos en un mismo lugar. De repente se oyó un gran ruido que venía del cielo, como cuando sopla un viento fuerte, que resonó por toda la casa donde se encontraban. Entonces aparecieron lenguas de fuego, que se distribuyeron y se posaron sobre ellos; se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu los inducía a expresarse.

En esos días había en Jerusalén judíos devotos, venidos de todas partes del mundo. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma.

Atónitos y llenos de admiración, preguntaban: “¿No son galileos todos estos que están hablando? ¿Cómo, pues, los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay medos, partos y elamitas; otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia y en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene. Algunos somos visitantes, venidos de Roma, judíos y prosélitos; también hay cretenses y árabes. Y sin embargo, cada quien los oye hablar de las maravillas de Dios en su propia lengua”.

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

Cuando el día de Pentecostés llegaba a su conclusión -aunque el acontecimiento narrado tiene lugar hacia las nueve de la mañana, la fiesta había comenzado ya la noche precedente, se cumple también la promesa de Jesús (1,1-5) en un contexto que recuerda las grandes teofanías del Antiguo Testamento y, en particular, la de Ex 19, preludio del don de la Ley, que el judaísmo celebraba precisamente el día de Pentecostés (vv. 1s). Se presenta al Espíritu como plenitud. Él es el cumplimiento de la promesa. Como un viento impetuoso llena toda la casa y a todos los presentes; como fuego teofánico asume el aspecto de lenguas de fuego que se posan sobre cada uno, comunicándoles el poder de una palabra encendida que les permite hablar en múltiples lenguas extrañas (vv. 3s).

El acontecimiento tiene lugar en un sitio delimitado

(v. 1) e implica a un número restringido de personas, pero a partir de ese momento y de esas personas comienza una obra evangelizadora de ilimitadas dimensiones («todas las naciones de la tierra»: v. 5b). El don de la Palabra, primer carisma suscitado por el Espíritu, está destinado a la alabanza del Padre y al anuncio para que todos, mediante el testimonio de los discípulos, puedan abrirse a la fe y dar gloria a Dios (v. 11b).

Dos son las características que distinguen esta nueva capacidad de comunicación ampliada por el Espíritu: en primer lugar, es comprensible a cada uno, consiguiendo la unidad lingüística destruida en Babel (Gn 11,1-9); en segundo lugar, parece referirse a la palabra extática de los profetas más antiguos (cf. 1 Sm 10,5-7) y, de todos

modos, es interpretada como profética por el mismo pedro, cuando explica lo que les ha pasado a los judíos de todas procedencias (vv. 17s).

El Espíritu irrumpe y transforma el corazón de los discípulos volviéndolos capaces de intuir, seguir y atestiguar los caminos de Dios, para guiar a todo el mundo a la plena comunión con él, en la unidad de la fe en Jesu cristo, crucificado y resucitado (vv. 22s y 38s; cf. Ef 4,13).

 

Segunda lectura: 

Gálatas 5,16-25

 

Queridos hermanos: Caminen según el Espíritu y no se dejen arrastrar por los apetitos desordenados. Porque esos apetitos actúan contra el Espíritu y el Espíritu contra ellos. Se trata de cosas contrarias entre sí, que les impedirán hacer lo que sería su deseo. Pero si se dejan guiar por el Espíritu, no están bajo el dominio de la ley. 

En cuanto a las consecuencias de esos desordenados apetitos, son bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, idolatría, hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo, disensiones, cismas, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes. Los que hacen tales cosas -se lo repito ahora, como se lo dije antes, no heredarán el Reino de Dios. 

En cambio, los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo. No hay ley frente a esto. Ahora bien, los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos desordenados junto con sus pasiones y apetencias. Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu.

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

Pablo exhorta a los que ya han recibido la vida nueva en el Espíritu mediante el bautismo a caminar concretamente según el Espíritu (vv. 16.25). Éste guía los pasos del hombre, es luz y fortaleza en el camino. Ahora bien, ¿por qué es necesaria una invitación tan afligida? Aunque el hombre «se sienta inclinado a amar», a este deseo que Dios ha puesto en su corazón se opone otra fuerza que Pablo llama bíblicamente «carne» y que en nuestro texto ha sido traducida por «apetitos desordenados». Este término expresa la fragilidad, debilidad e insuficiencia de la criatura, su innata inclinación al mal: el hombre tiende a satisfacer el egoísmo del que es esclavo (vv. 16s). El Espíritu nos libera de esta tiranía, aunque no sin nuestra colaboración personal (v. 18). 

Pablo describe de manera clara e inequívoca a los gálatas diferentes comportamientos derivados de la opción de seguir el principio de la carne o dejarse guiar por el Espíritu. Llama «consecuencias» a lo que procede de la carne e impide el acceso al Reino de Dios (vv. 19- 21), mientras que define como «frutos» el resultado del seguimiento del Espíritu (vv. 22s). De este modo afirma, implícitamente, que la carne es estéril y conduce a la dispersión del hombre; el Espíritu, en cambio, a través de muchas virtudes, produce como único fruto la santidad, que madura en el hombre unificándolo interiormente. Quien en el bautismo se ha unido al misterio pascual de Cristo ha crucificado en él su propia carne, para vivir con él resucitado, animado y guiado siempre por su mismo Espíritu (v. 24).

 

EVANGELIO

Juan 15,26-27;16,12-15

 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: cuando venga el Paráclito, el Espíritu de la verdad que yo les enviaré y que procede del Padre, él dará testimonio sobre mí. Ustedes mismos serán mis testigos, porque han estado conmigo desde el principio. 

Tendría que decirles muchas más cosas, pero no podrían entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, los iluminará para que puedan entender la verdad completa. Él no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído y les anunciará las cosas venideras. Él me glorificará, porque todo lo que les dé a conocer lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el padre es mío también; por eso les he dicho que todo lo que el espíritu les dé a conocer lo recibirá de mí. 

 

Palabra del señor. 

R/. Gloria a Ti, Señor Jesús.

 

En las palabras que dirige Jesús a sus discípulos con el fin de prepararlos para la separación, les plantea claramente la hostilidad y el odio del mundo, hasta la persecución (15,18-25), pero les promete el consuelo del Espíritu Santo. Jesús les enviará el «Paráclito», que está donde el Padre, en esa especie de «proceso» permanente del mundo contra los discípulos. 

En primer lugar, el Espíritu confirmará a los discípulos en lo intimo y así podrán conocer más profundamente a Jesús, a la luz de cuanto han vivido con él «desde el principio». Apoyados de este modo por el divino Paráclito, que alienta e infunde vigor, los apóstoles, a su vez, podrán dar testimonio de Cristo en el mundo (15,26s). El Espíritu les enseñará, además, aquellas «muchas más cosas» que Jesús no pudo comunicarles porque estaban aún demasiado inmaduros en la fe y en el conocimiento de los caminos de Dios: por eso el Paráclito «se hará guía para el camino» (así al pie de la letra) hacia la verdad completa que le es completamente transparente (16,12s). 

Su tarea, por otra parte, se proyecta sobre el futuro: «Os anunciará las cosas venideras» (16,13b). Juan emplea aquí un verbo que, en el judaísmo apocalíptico, no indicaba tanto la previsión del futuro como la comprensión profunda de lo que va a suceder y de los acontecimientos escatológicos. El Paráclito les dará esta «comprensión de los tiempos» a la luz de Cristo, haciéndoles intuir el alcance temporal y eterno de la salvación que él ha llevado a cabo. En resumidas cuentas, actualizará en cada época la Palabra y la obra de Jesús, que son una sola cosa con la Palabra y con la voluntad del Padre (16,13b-15).

 

MEDITATIO

 

Con la solemnidad de Pentecostés llega a su fin -o sea, llega a su plenitud, el tiempo pascual. Con el don del Espíritu se derrama el amor de Dios sobre toda la creación y baja a lo más profundo del corazón de cada persona, comunicándole vida y belleza. El «viento impetuoso» y las «lenguas como de fuego» son imágenes muy elocuentes para expresar la fuerza irresistible, la universalidad y la profundidad de lo que sucede. Es un trastorno comparable a una segunda creación; estamos frente a una verdadera inundación de gracia que derriba toda barrera entre el cielo y la tierra e instaura una comunión total. Nuestra tarea ahora es no hacer vana la gracia que nos ha sido dada, sino hacer que dé frutos abundantes. 

El misterio de pentecostés es misterio de santidad, esto es, de «entrega total» a Dios. ¿En qué sentido? La perícopa evangélica nos ofrece un marco iluminador y muy emblemático. Es la noche de pascua. Los Once se han encerrado en casa, desorientados y perdidos. ¿No nos pasa también a nosotros, a veces, que sepultamos nuestra fe entre las paredes de nuestra casa, probablemente con el pretexto de querer ser respetuosos con la libertad de los otros? Pero Jesús nos conoce, tiene la llave para abrir nuestros corazones. Silencioso e inesperado, fiel y misericordioso, viene y se da de nuevo a sí mismo: «La paz esté con vosotros. Recibid el Espíritu Santo». Y todo cambia. 

Los discípulos, inundados de vida, sienten arder en su corazón el deseo de convertirse en misioneros del Evangelio. Nace así la Iglesia, morada del Espíritu, llamada a suscitar vida. Nace de la pequeñez, como la pequeña semilla de mostaza en un campo sin límites, pero parece no darse cuenta de esta evidente desproporción: Sabe que su secreto es la fuerza del amor. Es el amor el que da energía y hace proceder con la audacia del que se atreve a todo porque cree.

 

ORATIO

 

Ven, Espíritu Santo, con tu brisa suave; despierta en el corazón de la Iglesia el amor del tiempo primaveral, el amor de la fresca juventud llena de impulso y entusiasmo, el amor capaz de hacer superar todos los obstáculos que presentan los miedos humanos, capaz de romper todas las barreras de la prudencia miope. Dale aquel amor a Dios y a los hombres capaz de desplegar las velas cada día y de navegar hacia alta mar para zarpar hacia todas las playas de la tierra reseca, hacia todos los lugares donde se espera la lluvia de la nueva estación. 

Desciende, Santo Espíritu, sobre la Iglesia y, tocando con tu suave brisa las cuerdas de su corazón, haz desprender de ellas el canto de la libertad y de la alegría que dé voz a todos los pueblos de la tierra y los conduzca hacia un futuro de verdadera fraternidad y paz.

 

CONTEMPLATIO

 

Cuando el fuego divino, viniendo de lo alto, empieza a inflamar el corazón del hombre, inmediatamente disminuyen las pasiones y pierden su fuerza. El peso, gravoso como era, se hace más ligero y, en la medida en que crece el ardor, no es difícil que el corazón humano se sienta tan ligero que le salgan alas como de paloma. 

Oh fuego beatificante que no consumes e iluminas; y, si consumes, destruyes las malas disposiciones para que no se consuma la vida. ¿Quién me concederá poder estar envuelto de este fuego? Un fuego que me purifique quitando de mi espíritu, con la luz de la verdadera sabiduría, la oscuridad de la ignorancia, la oscuridad de una conciencia errónea; que transforme en amor ardiente el frío de la pereza, del egoísmo y de la negligencia. Un fuego que no permita a mi corazón endurecerse, sino que con su calor lo haga siempre maleable, obediente y devoto; que me libere del pesado yugo de las preocupaciones y los deseos terrenos y que, en las alas de la santa contemplación que alimenta y aumenta la caridad, lleve hacia lo alto mi corazón (R. Belarmino, «De Ascensione mentis in Deum», en: Roberti Cardenalis Bellarmini Opera Omnia, VI, Nápoles 1862, p. 232).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo» (de la secuencia de la liturgia del día).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Era jueves. El cielo estaba gris; la tierra estaba cubierta de nieve y seguían cayendo voluminosos copos de nieve cuando el padre Serafín comenzó la conversación en un descampado cercano a su «pequeña ermita». 

«El Señor me ha revelado -empezó el gran stárets- que desde la infancia deseas conocer cuál es el fin de la vida cristiana... El verdadero fin de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo de Dios...» «¿Cómo "adquisición"? -le pregunté al padre Serafín-. No comprendo del todo...» Entonces el padre Serafín me cogió por los hombros y me dijo: «Ambos estamos en la plenitud del Espíritu Santo. ¿Por qué no me miras?». «No puedo, padre. Hay lámparas que brillan en sus ojos, su rostro se ha vuelto más luminoso que el sol. Me duelen los ojos.» «No tengas miedo, amigo de Dios; también tú te has vuelto luminoso como yo. También ahora tú estás en la plenitud del Espíritu Santo; de lo contrario, no habrías podido verme.»

Inclinándose entonces hacia mí, me susurró al oído: «Agradece al Señor que nos haya concedido esta gracia inexpresable. Pero ¿por qué no me miras a los ojos? Prueba a mirarme sin miedo: Dios está con nosotros». Tras estas palabras levanté los ojos hacia su rostro y se apoderó de mí un miedo aún más grande. «¿Cómo te sientes ahora?», preguntó el padre Serafín. «¡Excepcionalmente bien!» «¿Cómo "bien"? ¿Qué entiendes por "bien"?» «Mi alma está colmada de un silencio y una paz inexpresables.» «Amigo de Dios, ésa es la paz de la que hablaba el Señor cuando decía a sus discípulos: "Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar" (Jn 14,27). ¿Qué sientes ahora?» «Una delicia extraordinaria.» «Es la delicia de que habla la Escritura: "Se sacian de la abundancia de tu casa, les das a beber en el río de tus delicias” (Sal 36,9). ¿Qué sientes ahora?» «Una alegría extraordinaria en el corazón.» «Cuando el Espíritu baja al hombre con la plenitud de sus dones, se llena el alma humana de una alegría inexpresable porque el Espíritu Santo vuelve a crear en la alegría todo lo que roza. És la alegría de que habla el Señor en el Evangelio» (Serafín de Sarov, Vita e colloquio con Motovilov, Turín 19892).

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