SAN IGNACIO DE LÁCONI LAICO CAPUCHINO

 11 de mayo

SAN IGNACIO DE LÁCONI (1701-1781)[1]

por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.



Hermano profeso capuchino, que fue limosnero durante cuarenta años dando ejemplo de humildad y caridad en la ciudad de Cagliari (Cerdeña). Dios le enriqueció con especiales dones sobrenaturales que le atrajeron el aprecio de todas las clases sociales. Lo canonizó Pío XII en 1951.

 

¿A quién puede interesar, en nuestro siglo, la vida tranquila y santa de un humildísimo lego capuchino del siglo XVIII? Nos tenemos que enfrentar con un hombre de escaso relieve novelesco, que vive en un ambiente geográfico poco conocido; y debemos narrar hechos y casos que parecen leyendas inverosímiles o cuentos para niños. El escritor, ante un tipo de esta clase, comienza a temer por su pluma y por su pericia; sabe que puede tropezar con numerosos escollos.

 

Ignacio de Láconi fue un italiano que jamás estuvo en Italia peninsular; un nativo de Cerdeña que jamás salió de su isla mediterránea; que habló el español, por lo menos en sus primeros años, como lengua materna; y que no hizo grandes ni pequeños descubrimientos científicos; y se murió de viejo hace casi dos siglos.

 

Su patria, Cerdeña, había pasado por muchas manos codiciosas, en tiempos antiguos y modernos. Cartagineses, romanos, catalanes, venecianos, aragoneses, genoveses, ingleses y franceses habían dado fuertes mordiscos a la isla estratégica, en una sucesión de asonadas y de piraterías que no tenían fin. Pero aquellos bocados resultaron indigestos muchas veces, hasta que la gran patria italiana consiguió engarzar esa perla verde y durísima en su corona triunfal. He ahí el escenario en que nació, vivió y murió este personaje llamado hoy San Ignacio de Láconi.

 

La lengua que se hablaba entonces en Cerdeña era una mescolanza de gramáticas advenedizas o nativas: había pueblos y villorrios en los que se oía corrientemente el castellano, o el catalán, o el dialecto sardo, o el inglés o cualquiera otra lengua inesperada. Pero todos se entendían, más o menos, como en la torre de Babel... Las partidas de bautismo y los documentos oficiales de aquel tiempo están en esas lenguas; a veces, un documento comienza en español y termina en italiano o en francés. ¡Interesante colección de rarezas y de estratos históricos!

 

A Ignacio de Láconi no fue cosa fácil elevarle a los altares: su vida, su carácter, sus prodigios de antes y después de su muerte, eran demasiado extraños, demasiado pintorescos.

 

La fama de santidad suele ser peligrosa para la historia: alrededor del héroe se van enredando los hilos y mallas de rumores, de falsedades, de exageraciones piadosas, que aprisionan y ahogan la verdad, la envuelven y la ocultan; y pronto nos encontramos con un temible montón de mamotretos, como árboles de un bosque virgen, que nos dejan perplejos y suspicaces.

 

Lo que podemos decir de nuestro Fray Ignacio es que la fama de sus virtudes y milagros fue su martirio durante la vida y un estorbo para su glorificación después de la muerte. Para llegar a la canonización, los tribunales vaticanos trabajaron más de siglo y medio. Los procesos canónicos (se hila muy delgado en Roma) fueron un rompecabezas: hubo que revisarlos, postergarlos, archivarlos, meterlos entre el polvo y los ratones de los desvanes, para desempolvarlos a cada nuevo prodigio; hubo que despejar la maraña de las historietas; hubo que exigir a Fray Ignacio pruebas extraordinarias de santidad; hasta que la evidencia se hizo presente con su cortejo de exámenes rigurosos y científicos, de pruebas, de testigos y de médicos, con juramentos solemnísimos y toda la orquesta...

 

Y en 1940, cuando ya había pocas esperanzas de aureolas y de pedestales, Pío XII le beatificó. Pero el buen Ignacio de Láconi no se quedó muy tranquilo con eso: removió cielos y tierra; sembró milagros a granel; y de nuevo, en 1952, el mismo Papa le confirió el título definitivo de «Santo», en una memorable ceremonia de canonización. ¡Cuántos amanuenses, dactilógrafos y secretarios descansaron aquel día!

 

 

Recorramos brevemente la vida de este hombre singular; seguramente encontraremos algunas gratas sorpresas y no pocas lecciones de espiritualidad.

 

La pequeña aldea de Láconi, casi en el centro de Cerdeña, fue, el 18 de diciembre de 1701, la cuna de nuestro santo. En el bautismo le pusieron tres nombres sonoros: Francisco, Ignacio y Vicente. Con este nombre de Vicente se quedó hasta que entró a la Orden Capuchina. Sus cristianos padres se llamaron Matías Cadello Peis y Ana María Sanna, buena pareja, honrada y fecunda, que tuvieron nueve hijos.

 

Hay indicios de que la madre, por devoción a San Francisco de Asís, dedicó a su querido Vicente y se lo ofreció al Seráfico Padre; y desde los primeros años el niño oyó en su casa, a toda hora, la vida poética del santo, sus graciosos milagros, sus encendidos fervores, su espiritualidad amable y austera. Sucedió lo que tenía que suceder, con el auxilio de Dios. El niño se entusiasmó, y empezó a imitar a su simpático modelo. En la aldea no pasaban inadvertidas sus virtudes infantiles. Las comadres parlanchinas, parte por admiración y parte por simpatía, le pusieron por sobrenombre «il Santarello», el Santito...

 

Su padre tenía un pequeño rebaño de ovejas. El niño tuvo que aprender a apacentar el rebaño y a trabajar la tierra. El caso es frecuente en la vida de los santos. Y si uno tiene unos adarmes de poesía y de espiritualidad, fácilmente, entre ovejas, pájaros y flores, brotan los deseos de santidad.

 

Así sucedió con el pequeño Vicente: rezos constantes bajo la sombra de los árboles, jaculatorias de fuego a la vista de los arroyos musicales, ayunos exagerados que le debilitaban el cuerpo y le purificaban y fortalecían el alma, al mismo tiempo que alarmaban a sus padres y hermanos y al viejo párroco del lugar.

 

El niño era flaco, enclenque, descolorido; pero animoso e incansable en sus correrías y trabajos. La vocación religiosa se le iba formando poco a poco, fomentada por su madre que no podía olvidar la promesa hecha a San Francisco cuando nació Vicente.

 

A los 17 años, el joven no se consideraba todavía maduro para la vida religiosa, a pesar de sus deseos; pero una enfermedad grave le puso en trance de morir, y en aquellos apuros, recordó su ilusión de ser religioso y prometió a Dios que, si sanaba de aquel mal, entraría en la Orden Capuchina, muy popular y querida en toda Cerdeña.

 

Pero todavía esperó dos años y medio, no decidiéndose formalmente a cumplir su promesa. Dios tuvo que darle un tirón de orejas para refrescarle la memoria... Un día iba a caballo por las afueras de Láconi. El animal, escaso de bríos y de nervios y en edad provecta, de repente se espanta, se encabrita, echa a correr como un potrillo joven, y el caballero, agarrándose a las crines flotantes del jamelgo, se dirigió a Dios en humilde plegaria de salvación y renovó a gritos su antigua promesa de ser capuchino. Parece que aquello le salvó la vida una vez más.

 

Llegando a su casa, contó la aventura y el susto a sus padres, y les pidió que le acompañaran a la ciudad de Cagliari, capital de Cerdeña, donde los capuchinos tenían dos conventos.

 

Vicente tenía 20 años cuando dio el paso definitivo.

 

El padre Provincial, al verle tan débil y flaco, rehusó admitirle, y le dijo que la vida capuchina no era para sus espaldas, y que especialmente el año de noviciado era cosa muy seria.

 

Vicente no se desanimó. Fue con sus padres a visitar a un gran amigo y bienhechor de los Capuchinos, el marqués de Láconi; le pidió que intercediera por él ante el padre Provincial; y en efecto, con la recomendación del marqués, nuestro joven fue admitido al noviciado en el convento de San Benito, en la misma ciudad de Cagliari. Era el 10 de noviembre de 1721.

 

Fray Ignacio, con su nuevo nombre religioso, comenzó el noviciado arremetiendo valerosamente con lo más difícil de la vida capuchina. Aquello no era juego de niños. Nada de tanteos ni de tibiezas. De un salto a la cumbre, desde el primer día. Los frailes del convento, algunos de ellos muy ancianos y experimentados, se quedaron asombrados con los fervores y con la madura virtud del jovencito. Todavía no le brotaba la barba, y ya parecía un religioso perfectísimo.

 

Parece que al novicio se le pasó la mano en los ayunos y vigilias, en las penitencias y trabajos; porque se cuenta que un día se sintió desfallecido y a punto de caer con la carga de sus mortificaciones. Había en el convento una imagencita de la Virgen Inmaculada a la que el novicio profesaba singular devoción. Al verse en aquel estado de desánimo, fray Ignacio se postró ante la imagen de María y le dijo patéticamente: «Madre mía, ayúdame, que ya no puedo más». De la santa imagen salió esta frase maternal: «Animo, fray Ignacio; acuérdate de la pasión dolorosa de mi Hijo divino; y lleva tú también tu cruz con paciencia». El novicio no volvió a sentir en toda su vida aquel peligroso desfallecimiento. Durante sesenta años de vida religiosa fue un hombre optimista y decidido, que comunicaba entusiasmos a los demás religiosos y a todos los que le conocieron.

 

En 1722, terminado el año canónico del noviciado, fue admitido a la profesión de los votos religiosos, en los que fray Ignacio iba a distinguirse de manera maravillosa y heroica.

 

Debemos advertir, al llegar a este momento, que la vida de fray Ignacio estuvo regida siempre por la humildad de su estado, por la monotonía fecunda de la vida regular, en la que no encontramos sucesos extraordinarios ni llamativos, sino la difícil regularidad de todos los días junto al anhelo siempre creciente de perfección y de unión con Dios.

 

Las virtudes monásticas desorientan a los profanos. Oración continua, silencio, humildad, castidad, obediencia, pobreza: antiguallas incomprensibles, imbecilidad y fracaso... Así habla el mundo materialista, pensando que todo eso es un verdadero atentado a la naturaleza humana. Pero sucede que casi todos los crímenes y casi todas las tragedias de que el mundo sufre y se lamenta tienen su origen precisamente en la falta de esas virtudes, en el desborde de las pasiones que esas virtudes podrían detener.

 

En la pobreza franciscana, fray Ignacio alcanzó un grado notable de perfección. Solía vestir como visten los capuchinos, con un hábito lamentable, mosaico de parches y de retazos, limpio sí, pero pintoresco. Predominaba el color castaño, pero se veían también los grises y negros, los verdes pálidos y los azules viejos; se notaba la impericia del sastre en las puntadas largas y en las alforzas abultadas; sus mangas no serían modelo de elegancia, pero podían dar cabida a muchos objetos que salían a relucir en el momento oportuno: mendrugos de pan, manojitos de legumbres, frutas, pececillos, etc. Sus sandalias eran famosas en la ciudad: casi tenían más clavos que cuero; y, como abrigadoras y confortables, dejaban bastante que desear. Pero fray Ignacio estaba contentísimo con sus horribles sandalias, y con ellas caminaba horas y más horas, pese a los callos dolorosos y a las grietas sangrantes de los talones. «Para ir al cielo -pensaba- me sirven mejor estas sandalias que los suaves zapatos de gamuza o de charol».

 

La práctica perfecta de la pobreza franciscana requiere, además de la virtud, un talento y una habilidad poco comunes. Un fiel hijo de San Francisco se da cuenta, tras largas y profundas meditaciones sobre la relatividad de las cosas, de que los bienes de este mundo, las riquezas y los lujos, las comodidades y embelecos, no traen felicidad al alma, ni la llenan ni la satisfacen, sino que la acongojan y la emborrachan; mira a los avarientos y a los codiciosos como a niños engañados que coleccionan piedrecillas o papeles de colores; considera al dinero como al peor de los estorbos; y en cambio, la santa pobreza, el carecer hasta de lo que parece más indispensable, le parece una lotería que muy pocos alcanzan; siente el corazón siempre ágil y muchacho, perfectamente entrenado para la gran carrera de la santificación. Cuando un santo ve palacios y joyas, ricos vestidos y galas efímeras, en sus ojos no brilla la codicia sino la compasión. ¡Pobres los que necesitan tales cosas para creerse felices!

 

San Francisco de Asís, el maestro de fray Ignacio, fue el gran enamorado de esta virtud evangélica. En la vida de San Francisco, la palabra Pobreza está escrita siempre con mayúscula...

 

Otro tanto podríamos decir de la obediencia, de la castidad, de la humildad, virtudes difíciles, caminos ásperos por los que anduvo ágilmente nuestro joven capuchino, desde el noviciado hasta la muerte.

 

Del convento de San Benito, donde había hecho su noviciado y profesión religiosa, fray Ignacio fue mandado por sus superiores al convento de la ciudad de Iglesias, con el cargo de cocinero de aquella pequeña comunidad. Nada sabemos de sus conocimientos culinarios ni de su pericia y buena mano para manejar las ollas conventuales. En los conventos capuchinos la comida suele ser sana y suficiente, pero la técnica del oficio es anticuada e imperfecta, cosa que carece de importancia para quienes se han dedicado a la austeridad y a la mortificación. Sólo sabemos que fray Ignacio fue un excelente cocinero; que practicó su oficio con diligencia y con caridad; que todos estaban contentísimos de tenerle en la comunidad; y que, aun fuera del convento, la fama de sus virtudes se extendió rápidamente. Pero aquello duró muy poco tiempo. Los superiores se percataron de que en el joven religioso tenían una joya de inapreciable valor, y le destinaron al convento principal de la Provincia, al convento llamado de «Buoncammino», en la ciudad de Cagliari, donde permaneció hasta su muerte, salvo breves temporadas en otros conventos de la isla.

 

En aquellos tiempos, los conventos capuchinos importantes solían tener, para la confección de los hábitos y ropa de los religiosos, rústicos telares que abastecían las necesidades indumentarias de la Provincia respectiva. Fray Ignacio pasó algún tiempo en el telar de Cagliari, unos pocos meses nada más; y luego los superiores le encomendaron otro oficio de más horizontes y de mayores compromisos: el oficio de limosnero por las calles y casas de la ciudad, recolector de alimentos para la comunidad, proveedor de las necesidades materiales de sus hermanos.

 

En las ciudades y campos de Europa y de América todavía se ven, con cierta frecuencia, esos humildes y simpáticos hermanos legos capuchinos que recorren las casas de los amigos y devotos de la Orden franciscana, pidiendo limosna para la Comunidad. Los capuchinos no tenemos posesiones ni rentas; no comerciamos; no trabajamos en industrias. Vivimos del trabajo apostólico y de la caridad; somos mendigos y obreros en una pieza; y esa es nuestra característica franciscana, acierto genial de nuestro santo Fundador. ¡Qué bien se corre por los caminos espirituales, sin carga alguna sobre el corazón! ¡Qué agilidad se siente para amar a Dios y al prójimo y para huir de las vanidades mundanas!

 

Entre nuestros santos capuchinos, casi todos los que fueron hermanos legos se santificaron tanto dentro de los conventos como en medio de las calles y campos; casi todos fueron «limosneros». En ese oficio humildísimo y vergonzante se necesitan más virtudes y más valor que para ser general de un ejército o director de una empresa. Se necesita mucha prudencia, educación, castidad y modestia, humildad y caridad. Eso por lo menos... No vienen mal el don de gentes, la simpatía, la paciencia y el agradecimiento.

 

Todas estas cualidades adornaron el alma y acompañaron las actividades de nuestro fray Ignacio en los muchísimos años que ejercitó el oficio de limosnero por las calles de Cagliari. Se nos cuentan anécdotas sabrosas y edificantes; lo difícil para el escritor es seleccionar algunas más llamativas, dejando en la penumbra otras muchas que podrían interesar al lector.

 

Había en aquella ciudad un riquísimo comerciante y prestamista, muy poco querido de sus obligados clientes. Pero el limosnero capuchino pasaba siempre de largo por su puerta; jamás entraba a saludar al personaje ni a pedirle una ayuda para el convento. El comerciante se molestó grandemente al darse cuenta del desvío que le demostraba fray Ignacio; y un día fue al superior del convento y se quejó ante él de la poca educación del limosnero. El padre guardián le dio toda clase de excusas y satisfacciones; y mandó a fray Ignacio que en adelante visitara con frecuencia al rico comerciante. Obedeció el hermanito y se fue directamente a la casa de aquel hombre. La limosna, naturalmente, fue abundantísima. La alforja repleta y pesada llegó al convento sobre las curvadas espaldas de fray Ignacio; pero por el camino se vio un extraño reguero de sangre que había caído de la rica carga. Los que vieron aquella terrible raya roja por el largo suelo, se preguntaban qué podría significar tan extraordinario acontecimiento: tal vez fray Ignacio había llevado en sus alforjas un cordero degollado, tal vez un tarro de pintura roja, tal vez otra cosa misteriosa y desconocida... Al presentarse ante su superior, el santo limosnero le mostró su carga sanguinolenta, diciéndole: «Vea, Reverendo Padre, vea la sangre de los pobres amasada con los robos y con la usura de aquel hombre: esas son sus riquezas...» Por toda la ciudad corrió la terrible noticia; y el rico negociante, tocado en el alma por el insólito milagro, se arrepintió de su avaricia, distribuyó sus bienes a los pobres, y en adelante vivió honestamente, sin ilícitas ganancias.

 

Otro caso todavía más prodigioso nos cuentan las crónicas. En la aldehuela de Sinnai vivía un matrimonio joven y piadoso, cuya única desgracia era el no haber tenido hijos después de dos años de unión. Oraciones, promesas, limosnas, nada había dado resultado: los niños no llegaban... Fray Ignacio, en sus correrías de limosnero, frecuentaba aquella casa, y consolaba a la pareja prometiéndoles sus oraciones y penitencias para que Dios les concediese aquella gracia tan anhelada. Un día, con toda claridad, les aseguró que Dios le había escuchado, y que muy pronto habría novedades en el hogar. Pero en los pueblos chicos los ojos suelen estar muy abiertos, las lenguas muy expeditas, las sospechas brotan oportuna e importunamente, y algunas vecinas poco delicadas comenzaron a propalar que el hermanito capuchino tendría algo que ver con el niño que se esperaba de un día para otro. El pueblo lo creyó a medias; cuando pasaba fray Ignacio por las calles y cuando entraba a la casa de los jóvenes esposos, estallaban a su paso las sonrisas maliciosas y los comentarios picantes y desvergonzados. Llegó por fin el hijo; se le bautizó solemnemente en la parroquia; fray Ignacio, que no ignoraba los rumores populares, asistió a la ceremonia; y de repente, en medio de un silencio impresionante, dirigiéndose a la criatura le preguntó con voz clara que todos pudieron oír: «Dime, niño, ¿quién es tu padre?» Los asistentes se apiñaron para contemplar la extraña escena; y todos pudieron ver al niño que con su dedito señalaba por tres veces a su verdadero padre allí presente. Las sospechas desaparecieron, y la fama de santidad de fray Ignacio no hizo sino aumentar considerablemente desde aquel memorable testimonio dado por el niño.

 

Los documentos y las crónicas de aquel tiempo no escatiman relatos prodigiosos, a veces exagerados y ridículos. Fray Ignacio vivió más de cincuenta años en la ciudad de Cagliari; llegó a ser el personaje más popular, el más querido, el más venerado. No pasaba día sin que las buenas gentes le «colgaran» algún cuento edificante, algún milagro portentoso, alguna aventura curiosa arreglada y desfigurada por el comentario repetido de boca en boca. De toda esa polvareda sale la figura de nuestro protagonista con ciertos rasgos inconfundibles que dibujan nítidamente su personalidad. Es muy difícil, en nuestros días, separar la paja del grano, saber donde termina la historia y donde comienza la fantasía. Pero a los santos no podemos medirlos con la vara corriente, ni juzgarlos con el criterio realista de los hechos tangibles y ordinarios. Dios les ha concedido gracias excepcionales; ha hecho, por su mediación, milagros que salen de todas las normas conocidas; ha adornado sus almas con carismas y con rasgos que desorientan y hacen sonreír a los incrédulos. A mí me place recoger lo pintoresco, la gracia de lo legendario, la poesía y el encanto de las historietas que los abuelos contaron a sus nietos. No me pidáis, en estas páginas, rigor histórico ni severidad de dómine; dejadme con los viejos cronicones y con el olor sabroso de los pergaminos.

 

La índole vulgarizadora y resumida de este libro no nos permite entrar en muchos pormenores edificantes ni en el examen prolijo de las virtudes de fray Ignacio. Con mucha pena tenemos que pasar como ráfagas por tantas páginas heroicas: por su fortaleza férrea en vencer pasiones y peligros; por su espíritu de justicia y de escrupulosa veracidad; por su inagotable caridad con pobres y ricos; por su acción pacificadora en disensiones pueblerinas o familiares; por sus penitencias y mortificaciones increíbles; por sus arrebatos místicos, éxtasis y visiones.

 

Entre ayunos y vigilias, entre cilicios y disciplinas espantables, fray Ignacio cultivó sus fragantes vergeles y se remontó a las alturas de la santidad.

 

Todas estas flores crecieron y dieron su penetrante perfume en un volcán de pasiones y en un matorral de peligros. No vayamos a creer que San Ignacio de Láconi fuese un bonachón para quien practicar el heroísmo diario resultara cosa de coser y cantar; por debajo de todas esas maravillas de perfección, había el vencimiento propio, el dominio difícil de todos los momentos, los repuntes de la maleza pasional; en una palabra, la carne y la piel, la sangre y los nervios, vivos y pujantes, sofrenados minuto a minuto, reprimidos victoriosamente con la gracia de Dios. Los santos no fueron figuritas de papel, sino formidables atletas en todas las disciplinas del espíritu. Se necesita más intrepidez para ser un buen capuchino que para ser un gran boxeador o un diestro futbolista...

 

En el convento de fray Ignacio, los otros religiosos le tuvieron siempre por un hombre de Dios. Le veían diariamente absorto en sus meditaciones, indefectible en sus obligaciones, penitente y caritativo como nadie, modelo de vida recogida y austera. Todos le miraban como a un modelo incomparable de virtud.

 

En la ciudad, su figura modesta pasaba dejando una claridad y una alegría de santidad. Parecía que jamás perdía el contacto con Dios, ni aun en medio del bullicio de las calles. Visitaba a los pobres y consolaba graciosamente a los atribulados; repartía entre los necesitados las limosnas recogidas, llevando al convento sólo una parte de su cosecha, porque había pedido permiso a sus superiores para dar todo lo que le pareciera conveniente; era amigo de viejos y de jóvenes, consejero de matrimonios, consuelo de enfermos, camarada de niños; y siempre su palabra y su ejemplo dejaban recuerdos y lecciones que difícilmente se borraban. Fray Ignacio era un predicador y un apóstol a su manera.

 

No solamente se predica en los púlpitos y en las iglesias; los santos llevan el púlpito a cuestas con su vida ejemplar, tienen la elocuencia irresistible de las buenas obras, persuaden, convencen, convierten, ablandan. Todo ello con poquísimas palabras, con tartamudeos de breves conversaciones, con miradas penetrantes, con oraciones fervientes y continuas. Dichosos aquellos que viven al lado de un santo y cultivan su amistad. Son como flores que crecen a la orilla del río; nunca les faltará el riego abundante, ni la sanidad y frescura del aire, ni la bondad de la tierra, ni los cuidados y desvelos del hortelano.

 

Así era nuestro fray Ignacio; así le conoció, durante más de medio siglo, la ciudad de Cagliari, y así le vieron todos los que acudían a él en busca de milagros, de oraciones o de consejos. Porque llegó a tanto la fama del capuchino, que casi no se hablaba de otra cosa en Cerdeña: él era el personaje, el héroe, el médico, el consultor de todos. Sin alharacas de ninguna especie, con una naturalidad encantadora, decía las cosas más tremendas: profecías, anuncios de calamidades o de alegres sucesos, juicios certeros sobre personas cercanas o desconocidas, amenazas, mandatos o reproches. Penetraba las almas, el tiempo y el espacio, con su vista de lince iluminada por la gracia. Y el leguito capuchino no tenía pelos en la lengua cuando el espíritu del Señor venía sobre él. Hablaba con toda valentía; reprendía a gobernadores, alcaldes o jueces; se enfrentaba secamente con adúlteros o con usureros; y todos escuchaban sus advertencias con santo temor o con alegre consuelo, sabiendo que el siervo de Dios no se equivocaba jamás y que nunca decía palabra de más ni de menos.

 

Llevaba fama de santo y de sembrador de milagros; pero él, en su profunda humildad, se las arreglaba muy donosamente para ocultar esa gracia que Dios le había dado, acudiendo a la sencilla estratagema de envolver los milagros y curaciones instantáneas en prácticas de medicina popular y en chistosas ocurrencias. Muchos creían que era un hábil prestidigitador; otros le tenían por mago en ciencias ocultas; la mayoría reconocía que era un predilecto de Dios y un taumaturgo de la talla de un San Antonio de Padua o de un San Gregorio.

 

Para sanar a un pobre hombre que tenía rota la pierna o un horrible cáncer al hígado, fray Ignacio hacía una ferventísima oración pidiendo al Señor la curación del atribulado; después se remangaba los brazos, tocaba la herida o la parte afectada, y recetaba al enfermo, por ejemplo, un vaso de jugo de limón, o unas migas de pan, o un cocimiento de hierbas, o unos toques con un palo de escoba... Y añadía para disimular la milagrosa intervención: «Ésta es la última palabra de la cirugía moderna, al alcance de todos; pero ve a dar gracias a Dios y a la Virgen, confiésate y comulga en señal de gratitud, y no peques más».

 

Cuando fray Ignacio llegó a las cercanías de los 80 años, sus profundas arrugas, sus canas venerables, su evidente cansancio al subir las escaleras o al andar por las calles, indicaban que le quedaba poca vida.

 

Los habitantes de Cagliari, al verle pasar lentamente con sus alforjas al hombro, no se hacían ilusiones, y decían con triste voz: «El día menos pensado nuestro fray Ignacio se nos volará a los cielos».

 

En los primeros días de mayo de 1781, fue al convento de religiosas donde estaba su querida hermana Inés y se despidió de ella y de las otras monjas con alegrísimo talante, como el que emprende un viaje de placer. Se despidió también de varios amigos y bienhechores y les dejó algunos pobres regalitos: su bastón, su rosario, algunas modestas estampas y medallas de la Virgen. Y en aquellas despedidas del santo viejecito nadie pudo ver asomos de tristeza ni de angustia; fray Ignacio se reía, bromeaba con todos, manifestaba una serenidad inalterable; y su actitud recordaba aquellas palabras de Cristo al despedirse de sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis; pero dentro de otro poco me volveréis a ver, porque me voy a mi Padre».

 

El día 6 de mayo se acostó tranquilamente en su lecho de la enfermería del convento; ya sabía él que no iba a levantarse más. Se confesó con pausa y devoción; preguntó qué día de la semana era aquel; y al saber que era domingo, sacó las cuentas de los días que faltaban hasta el viernes. El miércoles pidió el Viático y lo recibió con extraordinarias efusiones de fervor. El viernes 11 de mayo, en las primeras horas de la mañana, recibió la Extremaunción que él mismo solicitó; preguntó qué hora era, y dijo al padre guardián: «Todavía tengo tiempo; vayan al coro y al refectorio como de costumbre; yo no moriré hasta después de rezadas las Vísperas». A las dos y media de la tarde, el enfermo expresó: «Me queda media hora de vida; me gustaría que viniese la Comunidad y que rezasen todos por mí». Entraron en la celda los religiosos emocionados; algunos lloraban. Y al sonar las tres de la tarde en el reloj cercano de la torre parroquial, fray Ignacio se sonrió y dijo a todos calmadamente: «Bueno, hermanos míos; ya es la hora...». Juntó las manos sobre el pecho y expiró.

 

Esta escena, que contada parece teatral, se desenvolvió naturalísimamente, como un hecho ordinario y cotidiano. Fray Ignacio murió como el que salta un pequeño arroyo agarrándose a la mano del que está en la otra orilla: un paso un poco más largo que los otros...

 

Sus funerales fueron memorables: mezcla de dolor intenso y de cortejo triunfal. Toda la ciudad de Cagliari tomó parte en la ceremonia; cerráronse las tiendas y las oficinas públicas; las calles se llenaron de curiosos y de devotos.

 

Y sobre la isla de Cerdeña se cernió largo tiempo un denso y consolador aire de tristeza: «Fray Ignacio ya no está con nosotros... Pero desde el cielo velará siempre por nuestra felicidad».

 

Desde el día de su muerte hasta el de su canonización, fray Ignacio de Láconi ha dado mucho que hablar, por los prodigios y milagros que se sucedían en su tumba o con sus reliquias. Y hasta el día presente su nombre anda envuelto y empapado en una perfumada atmósfera de anécdotas edificantes y de recuerdos gloriosos.

 



[1] Prudencio de Salvatierra, OFMCapSan Ignacio de Láconi, en IdemLas grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 105-122.

 

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