Lectio Divina Lunes de la Primera semana de adviento. Yo iré a curarlo

 ¡Ven, caminemos a la luz del Señor!

Isaías 2,1-5. Mateo 8,5-11



 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Isaías 2,1-5

 

Visión que tuvo Isaías, hijo de Amós, acerca de Judá y Jerusalén. Al final de los tiempos estará firme el monte del templo del Señor; sobresaldrá sobre los montes, dominará sobre las colinas.

Hacia él afluirán todas las naciones, vendrán pueblos numerosos. Dirán: «Vengan, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob. Él nos enseñará sus caminos y marcharemos por sus sendas». Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor. “Él será juez de las naciones, árbitro de pueblos numerosos. De las espadas forjarán arados, de sus lanzas podaderas. No alzará la espada nación contra nación, ni se prepararán más para la guerra.

Estirpe de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor.

 

Palabra de Dios

R/. Te alabamos Señor.

 

El profeta Isaías nos ofrece su mirada de creyente sobre el curso de la historia humana, para él no camina hacia una catástrofe sino hacia el don divino de la paz universal. La visión profética distingue en la historia humana un movimiento ascendente en correspondencia con el movimiento descendente de Dios, quien hace “salir” su Palabra para atraer hacia sí a los hombres (v. 3). El movimiento tiene un signo positivo: todos los pueblos tenderán a la unidad. La ruina sucedió en Babel, donde fueron confundidas las lenguas y la dispersión entró en la vida humana. Isaías ve, en cambio, el prodigio de un movimiento opuesto: los hombres convergen hacia un centro, vuelven a unirse, se supera y olvida la lejanía de Dios, Jerusalén será ciudad de Dios para siempre.

Para lograrlo, el Señor establece una "escuela” alternativa: la escuela de su Palabra”, que, con la fuerza de su promesa, suscita un mundo de paz y proyecta en dirección positiva las energías del hombre, inclinadas al mal y a la muerte: «De las espadas forjarán arados...» (v. 4).

Ciertamente, las obras humanas siempre serán parciales y frágiles, pero deben ayudar a comprender que la vida, con su proceder -a veces doloroso y con sufrimiento-, es una santa peregrinación iluminada con la luz que mana del «monte del templo del Señor» (v. 2). Se trata de una luz que no sólo iluminará con todo su esplendor al final de los tiempos, sino que ya desde ahora orienta el camino del pueblo de Israel: «Estirpe de Jacob, venid, caminemos a la luz del Señor» (v. 5).

 

EVANGELIO

Evangelio: Mateo 8,5-11

 

Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión suplicándole:

-Señor, tengo en casa un criado paralítico que sufre terriblemente.

Jesús le respondió:

-Yo iré a curarlo.

Replicó el centurión:

-Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano. 'Porque yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: ¡ve! y va; y a otro: ¡ven! y viene; y a mi criado: ¡haz esto! y lo hace.

Al oírlo, Jesús se quedó admirado y dijo a los que le seguían:

-Les aseguro que jamás he encontrado en Israel una fe tan grande." Por eso les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el banquete del reino de los cielos.

 

Palabra del Señor

R/. Gloria a Ti, Señor Jesús.

 

¡Nada maravilla tanto a Jesús como la fe! El encuentro en Cafarnaún con el centurión tiene su centro precisamente en la manifestación de su fe y en el gran elogio proclamado por Jesús. Es paradójica la identidad del que reclama la ayuda de Jesús: se trata nada menos que de una persona impura, puesto que es un pagano, un soldado representante del poder responsable de la ocupación de la tierra de Israel. Y, sin embargo, explicita su propia fe convencida, concreta, acompañada por un profundo sentido de su propia indignidad siendo consciente de no poder presentar ninguna excusa (v. 8). Reconoce la elección de Israel, pero en su fe auténtica sabe que el poder de la Palabra de Dios, manifestado en Jesús, no tiene fronteras. Y como él experimenta en su vida ordinaria la eficacia de sus órdenes como centurión, con mayor razón será eficaz la palabra de Jesús contra la enfermedad del siervo.

Aquí aparece la reacción de Jesús, estupefacto y asombrado, que alaba la fe de este “pagano” como auténtica fe salvífica. El evangelista, al conservar esta narración, propone en el comportamiento del oficial romano un ejemplo del camino de fe del discípulo; se pasa de la confianza en Jesús que puede y quiere curar, a la acogida de su persona como enviado de Dios, a la apertura sincera y total de la fe.

Mateo añade una frase evocando el banquete al final de los tiempos en que también participarán los paganos. No es un pagano quien lo escribe, sino que es Mateo el hebreo, que pretende espabilar y animar a sus propios hermanos, quizás muy seguros de su elección.

 

MEDITATIO

 

En Jesús, dirigiéndose a la casa del centurión, descubro el rostro de nuestro Dios viniendo a visitar a nuestra humanidad. Y si Dios manifestado en el Nazareno es aquel que quiere entrar en mi casa, en mi vida, también es el que -como indica el profeta Isaías, desea llevar a cada uno de nosotros a morar en su casa, a compartir su propia vida. Si acepto su Palabra poniéndome en camino, me abrirá la intimidad de su morada. Su amor actúa para formar en mí, en mis hermanos y hermanas una humanidad que olvide el odio, las guerras y el pecado en cualquiera de sus manifestaciones y se dirija hacia la meta de una reconciliación con él y hacia una renovada unión y comunión entre las personas, los grupos y los pueblos.

Dios me invita a colaborar con su sueño, sobre todo acogiéndolo con fe, amando su voluntad y deseando sus promesas. La fe no es herencia étnica, cultural o algo por el estilo, ni siquiera un habitus religioso de algunos, sino la decisión de mi libertad humana por ser alumno en la escuela de la Palabra de Dios que me atrae a sí. Entonces, como el centurión, experimentaré en mi interior sentimientos de humildad y confianza. Humildad renunciando a salvarme por mis propios medios en un delirio de autosuficiencia; confianza consciente de que el Señor puede salir a mi encuentro en cualquier situación dirigiendo mis pasos por sus caminos de vida y de luz.

 

ORATIO

 

¡Ven, Señor! El mundo te necesita y necesita tu promesa; necesita que tus palabras nos instruyan en lo hondo del corazón y nos muestren los caminos de la paz. Sin ti nuestro pobre mundo sólo conocería prepotencia y los senderos insensatos de las incomprensiones, de las divisiones y de la violencia. Pero si tú vienes a instruirnos, veremos el nacer de una nueva humanidad, una humanidad capaz de mirar a lo alto y caminar sin prevaricaciones y en solidaridad hacia un centro de atracción común.

¡Ven, Señor! Ilumina nuestras pasos con tu luz y fortalece nuestros corazones, para que tengamos la osadía de forjar podaderas de las lanzas y arados de las espadas. Sólo con tu amor podremos emplear para el bien las energías que tenemos en vez de la fuerza terrible de laceración y disgregación. ¡Ven, Señor, no tardes!

            ¡Ven, Señor! Esperamos tu venida en nuestras vidas; contigo tenemos luz, curación, paz. Con el centurión del evangelio te manifestamos la admiración y gratitud por haberte hecho compañero de viaje y nuestro huesped: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa pero di una sola palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8).

 

CONTEMPLATIO

 

Señor, Dios mío, dime por tu misericordia quién eres para mí. Di a mi alma: «Yo soy tu salvación (Sal 34,3). Dilo de modo que lo oiga. Ante ti están los oídos de mi corazón, Señor; ábrelos y di a mi alma: «Yo soy tu salvación». Que corra tras esta voz y me una a ti. No me escondas tu rostro: que muera porque no muero para verlo.

La casa de mi alma es demasiado estrecha para que puedas entrar: dilátala. Está en ruinas: repárala. Está llena de trastos que no te agradan: lo sé, no lo niego, ¿quién podrá purificarla? A quién sino a ti gritaré: Purifícame, Señor, de mis culpas ocultas, líbrame de mis faltas. Creo, por eso hablo, Señor, tú lo sabes (San Agustín, Confesiones, 1,5-6, passim).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra y mi criado quedará sano» (Mt 8,8).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Cuando el Hijo vino a los suyos, éstos no le recibieron. El "patriotismo” del pueblo elegido debería consistir en la fe en Dios y su Palabra, y, por lo tanto, en su nueva Palabra. Pero el Verbo encarnado no encontró esa fe. Aquel pueblo había regulado, desde hacía mucho, su propia relación con Dios, pensando que no había que cambiar nada. Le parecía que su alianza con Dios era una razón para no dejarle acercarse más, y que su obediencia de antaño le dispensaba ahora de escucharle más de cerca lo que Dios quería decirle.

El Hijo no encontró ya fe en el pueblo que creía en el Padre, porque era ya demasiado "creyente". Sin embargo, encontró esta fe en un centurión de los ejércitos paganos que ocupaban el país. El que todo lo sabe desde siempre se admiró. Durante toda su vida esta admiración permaneció en el corazón del Hijo del hombre y también la conmoción respecto a muchos que parecen estar fuera y están dentro, y otros que, nacidos ciudadanos del Reino, serán arrojados a las tinieblas exteriores. Y es que la fe sin condiciones con frecuencia brota más fácilmente del corazón de los "no creyentes" que del corazón de aquellos creyentes ortodoxos de toda la vida, y el cielo encuentra la penitencia sincera más en los pecadores que en los que piensan que no necesitan penitencia (K. Rahner, Glaube, der die Erde liebt, Friburgo 51971).

 

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