LECTIO DIVINA XXIX MARTES DEL TIEMPO ORDINARIO

 LECTIO DIVINA XXIX MARTES DEL TIEMPO ORDINARIO

Romanos: 5,12. 15.17-19. 20-21. Lucas 12, 35-38

Cuanto más se multiplicó el pecado, más abundo la gracia



 

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 5,12. 15.17-19. 20-21

 

Hermanos: Así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado entró la muerte, así la muerte llegó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron. 

Ahora bien, con el don no sucede como con el delito, porque si por el delito de uno solo murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un solo hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! 

En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte, por un solo hombre, ¡con cuánta más razón los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por uno solo, Jesucristo!

Así pues, como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura para todos los hombres la justificación, que da la vida. En efecto, así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos. De modo que, donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, para que así como el pecado tuvo poder para causar la muerte, así también la gracia de Dios, al justificarnos, tenga poder para conducirnos a la vida eterna por medio de Jesús, nuestro Señor. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

La página que estamos leyendo en un texto clásico de la teología sobre el pecado original. Tras haber afirmado que todos, judíos y griegos, son culpables e inexcusables, Pablo recuerda el acontecimiento original que, a su modo de ver, determina y justifica esta universal fragilidad, esta debilidad común, esta pobreza radical de toda persona frente a Dios y a las exigencias de su voluntad. Con el pecado -razona Pablo- también ha entrado en el mundo la muerte: la muerte total (v. 12). Y así como cada persona humana se reconoce débil frente a la muerte física, tampoco puede dejar de reconocerse impotente frente a la muerte total. También aquí saca a la luz el apóstol una doble solidaridad que une a toda la humanidad: la solidaridad en el mal, que amenaza con dejar reinar la muerte en el mundo, y la solidaridad en el bien, que está garantizada por la presencia de Jesús (vv. 17ss). 

Existe una clave de lectura muy sencilla y muy eficaz para esta página paulina: consiste en la contraposición entre la figura de Adán, a causa del cual «entró el pecado en el mundo» (v. 12), y la persona de Jesús, merced al cual ha llegado a nosotros la gracia de Dios. Este concepto, desarrollado siempre en una tensión histórico-salvífica, se repite más veces en estas pocas líneas (w. 156.17ss). De este modo, Pablo nos ayuda a volver, con un estupor siempre mayor y con un deseo de comprender siempre creciente, sobre el gran acontecimiento de la muerte y la resurrección de Jesús, que ha cambiado el rostro a la historia de toda la humanidad, que ha renovado el corazón de todo hombre, hijo de Adán, que ha hecho reinar definitivamente en el mundo la gracia de Dios.

 

+ EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas 12, 35-38

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: "Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue ytoque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos". 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Esta página evangélica contiene una advertencia (vv. 35ss), una bienaventuranza (vv. 37a.38) y una promesa (v. 37b). No es difícil captar el mensaje correspondiente, a condición de mantener íntimamente unidas las tres partesde la enseñanza de Jesús. 

La advertencia tiene que ver con la vigilancia expectante, que conocerá ulteriores desarrollos en la liturgia de la Palabra de los próximos días. La doble imagen de la cintura ceñida y de las «lámparas encendidas» no es más que una invitación a asumir actitudes que estén de acuerdo con la vigilancia: un deber imperioso e ineludible para todos, puesto que el Señor está cerca, porque «el que viene» está a punto de llegar. Las parábolas contenidas en este capítulo y en el siguiente pueden ser caracterizadas como las «parábolas de la inminencia escatológica»: en ellas vibra, en efecto, un sentido de inmediatez y de espontaneidad que, lejos de crear incertidumbre, suscita más bien espera y confianza. El mensaje que de ahí se sigue es obvio: es preciso estar preparado, porque la hora escatológica está a punto de sonar. 

La bienaventuranza a la que se alude está íntimamente ligada al relato parabólico: es la bienaventuranza de quien, teniendo plena conciencia de su condición de criado, mantiene con fidelidad una actitud de vigilancia durante la espera. Esa bienaventuranza está confirmada cuando la parábola, al llegar a su término, describe el retorno del amo y su encuentro con los criados vigilantes. Así pues, es menester permanecer vigilantes por una primera razón, que consiste en el hecho de no conocer con exactitud la hora en la que volverá el amo. Pero la segunda razón es todavía más importante, y consiste en la gran promesa que formula Jesús a sus siervos buenos y fieles, «Les aseguro que se ceñira, los hará sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos» (v. 37b), Es la promesa de la comunión plena y definitiva entre los siervos y su amo, entre Dios y aquellos que viven con la perspectiva del gran encuentro.

 

MEDITATIO

 

«Cada hombre es Adán, cada hombre es Cristo. Podemos recordar estas palabras de san Agustín mientras volvemos a saborear el célebre texto del apostol Pablo, base y fundamento de la reflexión teológica sobre el pecado, del que hemos puesto de relieve solo un aspecto particular, existencial, aunque no por ello menos importante. En cada uno de nosotros revive siempre el conflicto entre el hombre viejo y el hombre nuevo. Y no sólo esto, sino que se manifiesta también el desenlace de su contraposición, no circunscribíble ya a la persona particular, sino que se refiere por necesidad a una multitud de hermanos. En este choque, es esencial dejar que Cristo more en nosotros realmente. Así, gracias a el, nuestro combate individual -ese que nadie puede librar por nosotros- puede obtener la victoria. Del mismo modo que el Hijo venció al pecado y a la muerte con su adhesión a la voluntad del Padre, así también nuestra relación de obediencia a Dios desprende salvación y gracia para los otros, los de cerca y los de lejos, conocidos y desconocidos. 

Es ésta una verdad que debemos tener presente con gozosa conciencia: la apuesta de nuestra vida es muy grande. De nuestra apertura al don de Dios dependen la paz, la alegría y la gracia de muchos hermanos. Ahora bien, ¿cómo hacer para mantener viva la conciencia del compromiso ligado a nuestra adhesión a Dios? El Evangelio nos invita a la vigilancia, a mantenernos siempre despiertos. El aburrimiento y el torpor nacen del sentimiento de estar vacíos, de sentirnos inútiles. En la vida del creyente no hay ningún momento o situación en los que no pueda amar y dar al prójimo una mirada de bondad, la ofrenda de un sufrimiento. Y poniéndonos ante el Crucificado es como podemos alcanzar la fuerza y la audacia para entrar no en la rebelión del viejo Adán desobediente, sino en el movimiento de confiado abandono del Hijo obediente usque in finem, hasta el fin.

 

ORATIO

 

Tú eres gracia cuando me eliges por lo que soy y no por lo que valgo: tu gracia, Señor, es siempre gratuita. Tú eres gracia cuando tomas la iniciativa de amarme y no esperas mis tímidos avances: tu gracia, Señor, me previene y me sorprende siempre. Tú eres gracia cuando te manifiestas históricamente en el espacio y en el tiempo a través de acontecimientos, personas, cosas: tu gracia, Señor, se muestra siempre perceptible, concreta. Tú eres gracia cuando te dejas entrever y saborear en el sentido de esplendor, de patriotismo y de alegría, de belleza, de gratuidad y de perdón: tu gracia, Señor, es siempre una experiencia gratificante. 

Tu gracia seduce, porque, con tu ternura y compasión, con tu lealtad y fidelidad, vences el pecado y mis debilidades. Tu gracia, Señor, es siempre un don, puro don.

 

CONTEMPLATIO

 

«Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón» (Sal 94,8). Este «hoy» se extiende a cada nuevo día, mientras que se diga «hoy». Es un hoy que, como nuestra capacidad de aprender, dura hasta la consumación final. Así, el verdadero hoy, el día sin fin de Dios, vendrá a coincidir con la eternidad, Obedezcamos, pues, siempre a la voz del Verbo de Dios, porque este hoy es imagen eterna de la eternidad; más aún, el día es simbolo de la luz, y la luz de los hombres es el Verbo, en el que nosotros vemos a Dios [...]. 

El Señor, puesto que ama a todos los hombres, les invita «al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4), y es él mismo quien les envía el Paraclito. ¿En qué consiste este conocimiento? En la piedad, es decir, en vivir conscientemente la propia relación con Dios, «Y la piedad es útil para todo», según san Pablo, «porque posee la promesa de la vida presente y de la vida ſutura» (1 Tim 4,8) (...). Para asemejar el hombre a Dios, en la medida en que ello es posible, esta piedad nos da un maestro adecuado: Dios, que es el único que puede imprimir en el hombre, según su mérito, la semejanza divina. 

El apóstol, que tiene la experiencia de esta obra divina de educación, escribe a Timoteo: «Desde la infancia conoces las Sagradas Escrituras, que te guiarán a la salvación por medio de la fe en Jesucristo» (2 Tim 3,15). Y son verdaderamente sagrados estos textos que santifican y divinizan. Sus letras y sus sílabas sagradas forman las obras que el mismo apóstol, en el mismo pasaje, llama «inspiradas por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien» (2 Tim 3,16ss). Las exhortaciones de los

otros santos no podrían tener en absoluto la misma eficacia que las del Señor: él es verdaderamente quien ama al hombre, y su única obra es la salvación del mismo (Clemente de Alejandría, Protréptico, 9, Paris 1949, pp. 151-156 (edición española: Protréptico, Gredos, Madrid 19941).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Pero cuanto más se multiplicó el pecado, más abundo la gracia» (Rom 5,20).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El pecado es fuente de esclavitud: «Todo el que comete pecado es esclavo del pecado» (Jn 8,34). La experiencia cotidiana del hombre constata desde siempre esta límpida y neta afirmación de Cristo. Empezamos a pecar por curiosidad (en ocasiones incluso por vanidad); continuamos por debilidad y por hábito; acabamos pecando por desesperación, porque ahora no conseguimos romper las cadenas. Llegados a este punto, nos persuadimos de que el pecado no existe; sólo hay tabúes que debemos derribar o, al menos, superar. De este modo, el hombre, creyendo afirmarse como libre señor de su propia vida, se vuelve el hazmerreir de las fuerzas del mal. 

Para el Evangelio, el único pecado del que debe ocuparse el hombre es el suyo; en cuanto al de los otros, Jesús nos recomienda que no lo juzguemos. Para el Evangelio, la fuente del mal es el corazón del hombre: del corazón, es decir, del misterio de nuestra personalidad interior y del uso injusto de nuestra libertad, proceden todas las iniquidades, toda avidez, las corrupciones y las locuras que convierten la tierra en un lugar donde casi no parece posible vivir. Diríase incluso que, para el hombremoderno, el pecado parece que ya no existe o que, en todo caso, lo considera un fenómeno irrelevante. Sin embargo, el Evangelio continúa llamando a las cosas por su nombre. El pecado, para el Evangelio, es una realidad triste y universal. Es una calamidad tal que, si no intervienen el arrepentimiento y el perdón, tiene como desenlace la condenación eterna. Es tanta su gravedad que el Hijo de Dios acabó en la cruz para liberarnos de él. 

El Señor me salva de mi pecado, concediéndome la gracia inesperada de empezar siempre de nuevo el intento de llevar una vida inocente. Ante nuestra fragilidad debemos redescubrir, por un lado, la plena y efectiva responsabilidad que nos viene de nuestra naturaleza de criaturas libres y dueñas de sus actos, y por otro, el poder de la gracia de Cristo, que es capaz de darnos la fuerza que nosotros no poseemos por nosotros mismos. Se trata, en suma, de reafirmar nuestra libertad, aunque como «libertad redimida» (G. Biffi, La meraviglia dell'evento cristiano, Casale Monf. 1996, pp. 307-309 passim).

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