LECTIO DIVINA XXIX SÁBADO DEL TIEMPO ORDINARIO

LECTIO DIVINA XXIX SÁBADO DEL TIEMPO ORDINARIO

Romanos: 8,1-11. Lucas: 13,1-9.

La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 8,1-11

 

Hermanos: Ya no hay condenación que valga contra los que están unidos a Cristo Jesús, porque ellos ya no viven conforme al desorden egoísta del hombre. Pues, si estamos unidos a Cristo Jesús, la ley del Espíritu vivificador nos ha librado del pecado y de la muerte. En efecto, lo que bajo el régimen de la ley de Moisés era imposible por el desorden y egoísmo del hombre, Dios lo ha hecho posible, cuando envió a su propio Hijo, que se hizo hombre y tomó una condición humana semejante a la nuestra, que es pecadora, y para purificarnos de todo pecado, condenó a muerte al pecado en la humanidad de su Hijo. De este modo, la salvación prometida por la ley se realiza cumplidamente en nosotros, puesto que ya no vivimos conforme al desorden y egoísmo humanos, sino conforme al Espíritu. 

Ciertamente, los hombres que llevan una vida desordenada y egoísta pien- san y actúan conforme a ella; pero los que viven de acuerdo con el Espíritu, piensan y actúan conforme a éste. Las aspiraciones desordenadas y egoístas conducen a la muerte; las aspiraciones conformes al Espíritu conducen a la vida y a la paz. El desorden egoísta del hombre es enemigo de Dios: no se somete, ni puede someterse a la voluntad de Dios. Por eso, los que viven en forma desordenada y egoísta no pueden agradar a Dios. 

Pero ustedes no llevan esa clase de vida, sino una vida conforme al Espíritu, puesto que el Espíritu de Dios habita verdaderamente en ustedes. 

Quien no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo. En cambio, si Cristo vive en ustedes, aunque su cuerpo siga sujeto a la muerte, a causa del pecado, su espíritu vive a causa de la actividad salvadora de Dios. Si el Espíritu del Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, habita en ustedes, entonces el Padre, que resucitó a Jesús de entre los muertos, también les dará vida a sus cuerpos mortales, por obra de su Espíritu, que habita en ustedes. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

La liturgia de la Palabra nos hará leer, a partir de hoy, la totalidad del capítulo 8 de la carta de Pablo a los Romanos. A buen seguro, es el capítulo más bello de todo el escrito; incluso, según no pocos estudiosos, es uno de los capítulos más bellos de todo el Nuevo Testamento. Su belleza procede también del contraste con el capítulo anterior, dotado de tonos extremadamente dramáticos, como ya hemos visto. A contraluz, las reflexiones de Pablo resultan ahora mucho más iluminadoras y reconfortantes. 

El hombre es «carnal», es decir, esclavo del egoísmo que le conduce al pecado y a la muerte. Pero ahora vive bajo una ley nueva, «la ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús» (v. 2). Los exégetas señalan que esta expresión es una síntesis de las famosas profecías de Jeremías (31,33) y de Ezequiel (36,27; 37,14). El creyente, renovado y transformado por el Espíritu de Dios, que le ha sido dado por Jesús, puede obedecer ahora a la voluntad de Dios, y ello no ya por una constricción externa, sino por la ley interior de su nueva vida. Bien dijo santo Tomás de Aquino que «la ley del Nuevo Testamento es el Espíritu». 

A partir de esta primera afirmación, el discurso de Pablo se desarrolla de manera lineal y lógica. En el centro de su pensamiento se encuentra, como es obvio, el magno acontecimiento de la encarnación del Verbo: «Pues lo que era imposible para la ley, a causa de la fragilidad humana, lo realizó Dios enviando a su propio Hijo con una naturaleza semejante a la del pecado. Es más, se hizo sacrificio de expiación por el pecado y dictó sentencia contra él a través de su propia naturaleza mortal» (v. 3). La vida cristiana es, por consiguiente, vida «espiritual», en el sentido más fuerte de la expresión: el cristiano, precisamente porque ha hecho suya la «ley del Espiritu» y porque el Espíritu habita en él, vive según el Espíritu, piensa en las cosas del Espíritu, alimenta los deseos del Espíritu, siente que pertenece al Espíritu y vive con la esperanza de experimentar el poder del Espíritu de Dios, que le hará resucitar de los muertos y participe de la gloria de Dios.

 

+ EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 13,1-9.

 

En aquel tiempo, algunos hombres fueron a ver a Jesús y le contaron que Pilato había mandado matar a unos galileos, mientras estaban ofreciendo sus sacrificios. Jesús les hizo este comentario: "¿Piensan ustedes que aquellos galileos, porque les sucedió esto, eran más pecadores que todos los demás galileos? Ciertamente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los demás habitantes de Jerusalén? Cierta- mente que no; y si ustedes no se convierten, perecerán de manera semejante . 

Entonces les dijo esta parábola: "Un hombre tenía una higuera plantada en su viñedo; fue a buscar higos y no los encontró. Dijo entonces al viñador: 'Mira, durante tres años seguidos he venido a buscar higos en esta higuera y no los he encontrado. Córtala. ¿Para qué ocupa la tierra inútilmente?'. El viñador le contestó: 'Señor, déjala todavía este año; voy a aflojar la tierra alrededor y a echarle abono, para ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortaré'". 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Según un esquema frecuente en Lucas, después de una afirmación de Jesús sigue una ilustración por medio de una parábola. La enseñanza global es la siguiente: los signos de los tiempos deben ser leídos e interpretados no sólo en la vida de Jesús, sino también en nuestra historia, en nuestra vida personal. Sin embargo, es preciso estar en guardia contra el peligro de las pseudolecturas, dictadas más bien por nuestros preconceptos, del mismo modo que los contemporáneos de Jesús se dejaron desviar por una concepción de la retribución personal superada ahora, pretendiendo percibir en algunas calamidades un castigo de Dios dirigido contra los que las han sufrido. 

Se trataba en esta ocasión de la matanza ordenada por Pilato de unos que estaban ofreciendo sus sacrificios en el templo, además del accidente fortuito de «aquellos dieciocho» que murieron aplastados bajo la torre de Siloé. El razonamiento de algunas personas anónimas que fueron a contarle estos hechos a Jesús está totalmente superado ahora: no es que Dios sea justo y se manifieste como tal porque ha castigado a esas personas, demostrando así que eran pecadoras. Jesús rechaza esa interpretación tan mezquina y simplista (cf. asimismo Jn 9,2ss); es más, afirma que esos hombres no eran peores que los otros. La desgracia que se ha abatido sobre ellos es sólo la señal del juicio que incumbe a todos. Se trata, por tanto, de un aviso de Dios dirigido a todos, también a nosotros, para que sepamos interpretar correctamente no los hechos de una historia pasada, sino unos hechos que sirven de contrapunto a la historia presente. 

La invitación de Jesús es, por consiguiente, clara e ineludible: urge convertirse a partir de una lectura inteligente de los signos de los tiempos, de los tiempos en los que vivimos, reconociendo también en ellos la presencia discreta, pero eficaz, de Dios, la presencia escondida, pero real, del Señor resucitado, la presencia de sus testigos. Todas estas presencias son otras tantas luces que iluminan nuestro camino.

 

MEDITATIO

 

No acabaremos nunca de leer el capítulo 8 de la Carta a los Romanos... En ella oímos resonar palabras verdaderas, capaces de dar razón del mal que hay en nosotros, pero, sobre todo, de abrirnos a la esperanza en virtud de la maravillosa realidad de nuestra liberación del pecado llevada a cabo por medio de Cristo Jesús. Nosotros estamos ahora bajo el señorío del Espíritu y se nos pide que vivamos según esta nueva modalidad. El Espíritu de Dios, en efecto, no permanece inactivo en nosotros. Somos nosotros quienes, distraídos y superficiales, nos dejamos distraer de la realidad de su presencia, fuente de paz, manantial de alegría, luz que proporciona una sensibilidad nueva para las palabras y los caminos de Dios. 

El Espíritu pone en marcha una fuerza irresistible y suave que nos guía a la verdad completa y nos libera de los vínculos de la «carne». Ponernos cada vez más bajo el suave yugo del Espíritu es el camino de conversión al que estamos llamados. Nos lo recuerda también el fragmento evangélico en el que Jesús nos invita a reflexionar sobre algunos acontecimientos dramáticos. Todo debería impulsarnos a alcanzar la linfa buena del Espíritu que nos permita dar frutos buenos para nosotros y para los hermanos. Nadie, sin embargo, puede sustituirnos en la aceptación de las invitaciones que, continuamente, se nos dirigen para que nos adentremos en alta mar y nos dejemos conducir por el soplo del Espíritu en el gran mar de la libertad y del amor.

 

ORATIO

 

«Si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo». 

Si la historia humana en su locura homicida que te mata ve sólo un pueblo, la historia divina ve en ese pueblo a todos nosotros. Oh Señor, haz que no pensemos nunca: «Yo soy mejor que los otros». 

Si la historia humana encuentra pocos responsables para el dolor del mundo, para las persecuciones de tantos inocentes, para las penurias de muchos hambrientos, para el horror del odio que reina en diferentes frentes de la tierra, la historia divina nos encuentra en esos pocos a todos nosotros. Oh Señor, haz que no digamos nunca: «Estamos en nuestro sitio». 

Si la historia humana considera que unos pocos malvados son causa de una sonrisa perdida y nunca vista, de una paz sólo soñada a causa de miedos infinitos, de una esperanza truncada por la droga mortífera, de niñas destruidas por la trata inhumana, de vidas radiantes marcadas por la muerte de guerras sin fin, la historia divina reconoce en esos malvados a todos nosotros. Oh Señor, haz que nos convirtamos, para ser testigos tuyos en un mundo que se siente fatigado de amar.

 

CONTEMPLATIO

 

Al ver Dios que el temor arruinaba el mundo, trató inmediatamente de volverlo a llamar con amor, de invitarlo con su gracia, de sostenerlo con su caridad, de vinculárselo con su afecto. 

Por eso purificó la tierra, afincada en el mal, con un diluvio vengador y llamó a Noé padre de la nueva generación, persuadiéndolo con suaves palabras, ofreciéndole una confianza familiar, al mismo tiempo que le instruía piadosamente sobre el presente y le consolaba con su gracia, respecto al futuro. Y no le dio ya órdenes, sino que con el esfuerzo de su colaboración encerró en el arca las criaturas de todo el mundo, de manera que el amor que surgía de esta colaboración acabase con el temor de la servidumbre y se conservara con el amor común lo que se había salvado con el común esfuerzo. 

Por eso también llamó a Abrahán de entre los gentiles, engrandeció su nombre, lo hizo padre de la fe, lo acompañó en el camino, lo protegió entre los extraños, le otorgó riquezas, lo honró con triunfos, se le obligó con promesas, lo libro de injurias, se hizo su huésped bondadoso, lo glorificó con una descendencia de la que ya desesperaba: todo ello para que, rebosante de tantos bienes, seducido por tamaña dulzura de la caridad divina, aprendiera a amar a Dios y no a temerlo, a venerarlo con amor y no con temor. 

Por eso también consoló en sueños a Jacob en su huida, y a su regreso le incitó a combatir y lo retuvo con el abrazo del luchador, para que amase al padre de aquel combate y no lo temiese. 

Y, asimismo, interpeló a Moisés en su lengua vernácula, le habló con paterna caridad y le invitó a ser el liberador de su pueblo. 

Pero así que la llama del amor divino prendió en los corazones humanos y toda la ebriedad del amor de Dios se derramó sobre los humanos sentidos, satisfecho el espíritu por todo lo que hemos recordado, los hombres comenzaron a querer contemplar a Dios con sus ojos carnales.

Pero la angosta mirada humana ¿cómo iba a poder abarcar a Dios, al que no abarca todo el mundo creado? La exigencia del amor no atiende a lo que va a ser o a lo que debe o puede ser. El amor ignora el juicio, carece de razón, no conoce la medida. El amor no se aquieta ante lo imposible, no se remedia con la dificultad. 

El amor es capaz de matar al amante si no puede alcanzar lo deseado; va a donde se siente arrastrado, no a donde debe ir.

El amor engendra el deseo, se crece con el ardor y, por el ardor, tiende a lo inalcanzable. ¿Y qué más? 

El amor no puede quedarse sin ver lo que ama: por eso los santos tuvieron en poco todos sus merecimientos si no iban a poder ver a Dios. 

Moisés se atreve por ello a decir: Si he obtenido tu favor, enséñame tu gloria. 

Y otro dice también: Déjame ver tu figura. Incluso los mismos gentiles modelaron sus ídolos para poder contemplar con sus propios ojos lo que veneraban en medio de errores (Pedro Crisologo, Sermón 147, PL 52, 594ss).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, es que no pertenece a Cristo» (Rom 8,9).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Este Espíritu de Cristo, al venir al creyente, a través de los sacramentos, la Palabra y todos los demás medios a su disposición, en la medida en que es acogido y secundado, es capaz de cambiar aquella situación interior que la ley no podía modificar. He aquí como sucede esto. Mientras el hombre vive «para sí mismo», o sea, en régimen de pecado, Dios se le muestra inevitablemente como un antagonista y como un obstáculo. Hay, entre él y Dios, una sorda enemistad que la ley no hace más que poner en evidencia. El hombre «ansía» con concupiscencia, quiere determinadas cosas, y Dios es el que, a través de sus mandamientos, le cierra el camino, oponiéndose a sus deseos con los propios: «Tú debes» y «Tú no debes». 

La tendencia a lo bajo significa rebeldía contra Dios, pues no se somete a la Ley de Dios (Rom 8, 7). El hombre viejo se revuelve contra su creador y, si pudiera, querría incluso que no existiera. Basta que -o por culpa nuestra, o por contraposición, o por simple permisión de Dios- nos falte a veces el sentimiento de la presencia de Dios, para descubrir inmediatamente que no sentimos en nosotros más que ira y rebelión y todo un frente de hostilidad contra Dios y contra los hermanos que surge de la antigua raíz de nuestro pecado, hasta ofuscar el espíritu y darnos miedo a nosotros mismos. Y esto hasta que no estemos establecidos para siempre en esa situación de completa paz, en la que -como dice Juliana de Norwich- se está «plenamente contento de Dios, de todas sus obras, de todos sus juicios, contentos y en paz con nosotros mismos, con todos los hombres y con todo lo que Dios ama» (capítulo 49). Cuando, en la situación unas veces de paz y otras de contraposición que caracteriza la vida presente, el Espíritu Santo viene y toma posesión del corazón, entonces tiene lugar un cambio. Si antes el hombre tenía clavado en el fondo del corazón «un sordo rencor contra Dios», ahora el Espíritu viene a él de parte de Dios, le atestigua que Dios le es verdaderamente favorable y benigno, que es su «aliado», no su enemigo; le pone ante sus ojos todo lo que Dios ha sido capaz de hacer por él y cómo no se ha reservado ni a su propio Hijo. El Espíritu lleva al corazón del hombre «el amor de Dios» (cf. Rom 5,5). De esta manera, suscita en él como otro hombre que ama a Dios y cumple a gusto lo que Dios le manda (cf. Lutero, Sermón de Pentecostés, ed. Weimar 12, p. 586ss). Por lo demás, Dios no se limita sólo a mandarle hacer o dejar de hacer, sino que él mismo hace con él y en él lo que manda. La ley nueva que es el Espíritu es mucho más que una «indicación» de voluntad; es una «acción», un principio vivo y activo. La ley nueva es la vida nueva. Por eso, mucho más a menudo que ley, se denomina gracia: ¡Ya no estáis en régimen de ley, sino en régimen de gracia! (Rom 6, 14) (R. Cantalamessa, La vida en el señorío de Cristo, Edicep, Valencia 1988, pp. 162-163). 

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