LECTIO DIVINA XXIX VIERNES DEL TIEMPO ORDINARIO

 LECTIO DIVINA XXIX VIERNES DEL TIEMPO ORDINARIO

Romanos: 7,18-25. Lucas: 12, 54-59 

«¡Desdichado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?



 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 7,18-25 

 

Hermanos: Bien sé yo que nada bueno hay en mí, es decir, en minaturaleza humana deteriorada por el pecado. En efecto, yo puedo querer hacer el bien, pero no puedo realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero; y si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. 

Descubro, pues, en mí está realidad: cuando quiero hacer el bien, me encuentro con el mal. Y aunque en lo más íntimo de mi ser me agrada la ley de Dios, percibo en mi cuerpo una tendencia contraria a mi razón, que me esclaviza a la ley del pecado, que está en mi cuerpo.

¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, esclavo de la muerte? ¡La gracia de Dios, por medio de Jesucristo, nuestro Señor! 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

El capítulo 7 de la carta de Pablo a los cristianos de Roma tal vez sea el más dramático, entre otras razones porque el apóstol considera en él no tanto la condición espiritual de la humanidad como nuestra situación de cristianos, salvados por la fe, pero siempre en lucha para la consecución de la salvación. No basta, en efecto, con conocer la ley de Dios para observarla; no basta tampoco -seria un irenismo espiritual desviado- con saber que la fe es capaz de salvarnos mediante un acto de abandono total al amor misericordioso de Dios, No basta siquiera con hacer nuestro, por medio de la fe, el misterio pascual de Jesús, que anima y sostiene asimismo la vida de todo verdadero discípulo suyo. El discurso de Pablo se hace ahora mucho más concreto y personal, diríamos que casi autobiográfico. 

En efecto, se trata de una descripción en primera persona del singular que, por una parte, nos permite entrar en el drama de Pablo y, por otra, nos ayuda a vivir con plena conciencia nuestro drama personal. Es cierto que hemos sido liberados de una terrible esclavitud -la del pecado y Satanás- pero es igualmente cierto que día tras día estamos expuestos a otra esclavitud, la de la carne, la del mal, la de nuestros deseos más bajos. En consecuencia, no podemos dejar de compartir el tono de esta página paulina ni dejar de considerarla también como plenamente nuestra. Basta releerla con honestidad para sentirnos implicados personalmente en las reflexiones, en las angustias y en el anhelo profundo que sube del corazón de Pablo: «¡Desdichado de mi! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» (v. 24), En esta exclamación y en esta pregunta reconocemos todo el drama de Pablo, todo nuestro drama.

 

+ Evangelio

Del santo Evangelio según san Lucas: 12, 54-59

 

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Cuando ustedes ven que una nube se va levantando por el poniente, enseguida dicen que va a llover, y en efecto, llueve. Cuando el viento sopla del sur, dicen que hará calor, y así sucede. ¡Hipócritas! Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la fierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? ¿Por qué, pues, no juzgan por ustedes mismos lo que les conviene hacer ahora? Cuando vayas con tu adversario a presentarte ante la autoridad, haz todo lo posible por llegar aun acuerdo con él en el camino, para que no te lleve ante el juez, el juez te entregue a la policía, y la policía te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo". 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Jesús se dirige «a la gente»; a todos incumbe, en efecto, el deber de saber discernir «el tiempo presente» (v. 56), que es un tiempo providencial y dramático; a todos concierne saber juzgar «lo que es justo» (v. 57), o sea, lo que en su vida está de acuerdo o no con la voluntad de Dios. El presente discurso sobre «los signos de los tiempos» no hemos de considerarlo, por consiguiente, como abstracto o académico; al contrario, Jesús pretende llamar nuestra atención sobre la extrema seriedad de la vida que llevamos, de la historia que estamos viviendo. Se trata de una instancia evangélica que se repite, ésta: quien no la acepta y no se esfuerza en vivirla merece directamente de Jesús el calificativo de «hipócrita». 

No se trata, según Jesús, de una mera incapacidad para leer los «signos de los tiempos»: diríase que en ellos hay una evidencia inmediata que ni siquiera los ciegos pueden negar. Tampoco se trata, aquí, de la actitud pecaminosa de quienes viven como si no existiera Dios o, mejor, como si no hubiera venido Jesús a nosotros y, por consiguiente, como si la luz del Evangelio no iluminara a cada hombre que viene a este mundo. Se trata, más bien, de hipocresía: la actitud de quien ve los signos pero no quiere comprenderlos, esto es, no quiere aceptar su evidencia, ni siquiera quiere dejarse rozar por la luz que éstos desprenden. Los verbos que Jesús usa son «saber», «discernir», «juzgar», y este relieve hace aún más evidente el significado de las parábolas de Jesús. Como es obvio, se trata de los signos que se manifiestan en la vida de Jesús, y no es difícil comprender cuáles son. Ciertamente, los signos de las acciones milagrosas realizadas por él; ciertamente, los signos muy fuertes, en ocasiones, de sus palabras, de algunas de sus palabras; ciertamente, los signos anexos a toda su existencia terrena (vida oculta de Nazaret y vida pública en Palestina). Pero se trata, sobre todo, de ese «signo» que ha sido y sigue siendo todavía la vida de Jesús considerada en su totalidad. Como los profetas de cierto tiempo, también Jesús es una profecía viva, una persona hecha profecía.

 

MEDITATIO

 

Pocas páginas como la que nos propone hoy san Pablo son capaces de expresar con un carácter más incisivo el drama que se consuma en el interior de cada creyente. Así es, porque la lucha entre el bien y el mal no se desarrolla sólo fuera de nosotros, sino que llega hasta el interior de cada uno. El hombre se presenta despedazado en lo profundo de su ser entre la atracción del bien, por el que se siente irresistiblemente fascinado como la verdadera patria de su corazón, y del mal que le asedia, le rodea y le seduce con mil apariencias atractivas. Pablo, intérprete capacitado de este trasiego, llega a exclamar: «¡Desdichado de mí!», y a sentir todavía con más fuerza el deseo de una paz que aplaque toda disidencia. 

Ahora bien, el apóstol no se detiene aquí. Va más allá y nos señala la verdadera originalidad del creyente: a él se le concede mirarse y examinarse no bajo un cielo vacío e implacable, sino bajo la mirada de Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo. Sería desesperante tomar conciencia sólo de nuestros propios desgarros. El hombre de fe advierte con mayor agudeza el drama de su estar dividido, desgarrado, pero sabe también que hay remedio para todo esto, porque ya no está solo. Jesús, nuestra paz, ha venido a ponerse en el corazón de nuestra aventura humana, para que hasta en el fondo del abismo podamos sentirnos como hijos amados. El cristiano, si bien experimenta de una manera muy dolorosa su ser pecador, sabe también que ésta no es la última palabra sobre su condición. En consecuencia, puede y debe dejar brotar de su corazón una plena acción de gracias, porque toda nuestra vida es ahora eucaristía al Padre por medio de Jesucristo.

 

ORATIO

 

Piedad, Señor, por mi pereza a la hora de satisfacer las necesidades ajenas; por mi superficialidad, que no es capaz de percibir el llanto de los pobres; por mi tranquilo vivir frente a injusticias incómodas; por tantas palabras inútiles, que se han quedado como vocablos sin corazón.

Piedad, Señor, por mi orgullo, incapaz de juicios imparciales; por mi intromisión, que ha arrebatado a otros su espacio vital; por haberme servido de las ideas de los otros para manifestar sus debilidades; por haber sido un censor rígido de los fallos ajenos y olvidar los míos de una manera culpable. 

Piedad, Señor, por mis infidelidades cotidianas, por mi ingratitud -que ha tomado por descontado todo bien-, por mi presunción intolerante frente a la desaprobación, por haber pasado junto a quien estaba solo sin hacerme su prójimo. 

Piedad pido a la humanidad, y a ti, Señor, la libertad.

 

CONTEMPLATIO

 

Nadie como san Pablo ha mostrado lo que es el hombre, nadie como él ha puesto de relieve la grandeza de su naturaleza y las capacidades con las que está dotado. Cada día se entregaba por completo y hacía frente a los peligros que le asediaban con un coraje siempre renovado, como atestiguan sus mismas palabras: «Olvidando lo que he dejado atrás, me lanzo de lleno a la consecución de lo que está delante» (Flp 3,13). Y frente a la perspectiva de la muerte, invita a los otros a compartir su alegría diciendo: «Alégrense también ustedes y regocíjense conmigo» (2,18). Exulta de nuevo en medio de los peligros, de las injurias y de las humillaciones, y escribe a los corintios: «Y me complazco en soportar por Cristo flaquezas, oprobios, necesidades, persecuciones y angustias» (2 Cor 12,10). 

Para Pablo, sólo había que tener miedo y huir de una cosa: ofender a Dios; sólo había que desear una cosa: complacerle. Y no sólo no le atraían los bienes terrenos, sino ni siquiera los bienes eternos. De ahí se deduce qué ardiente era su amor a Cristo. Fascinado por él, no se dejó conquistar por la grandeza de los ángeles y de los arcángeles, ni por ninguna otra cosa. Tenía en sí mismo algo más grande que todo eso: el amor de Cristo. Con este amor se consideraba el más feliz de los hombres. Con este amor prefería estar entre los hombres; más aún, entre los despreciados, antes que estar sin él entre las personas de más autoridad y más honradas. Faltarle este amor habría sido para san Pablo la única verdadera pena, el infierno, el castigo, el mal infinito. 

Todas las cosas de aquí abajo que no le comunicaban este amor le parecían carentes de sentido -ni penosas ni agradables-. Despreciaba todas las realidades visibles, del mismo modo que se hace poco caso de una planta que se marchita. Los pueblos agitados y sus jefes le parecían grandes como insectos. La muerte, los suplicios, los tormentos, le parecían juegos de niños, con tal de sufrir por Cristo. Habría considerado como un premio salir de este mundo para estar con Cristo; permanecer en la carne significaba para él un combate continuo. Sin

embargo, eligió precisamente esto, considerándolo necesario para él. Permanecer separado de Cristo representaba para él una lucha y un sufrimiento mucho más pesados que todo lo demás. Estar con él era el final de la lucha, el premio de la fatiga. Y Pablo eligió el combate por amor a Cristo (Juan Crisóstomo, Le lodi di san Paolo, homilía 2, en PG 50, cols. 447-481, passim).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo, que es portador de muerte?» Rom 7,24).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

El cristiano parte de un núcleo inicial: Dios es Palabra, Verbo, Palabra personal del Padre, Palabra creadora, Palabra que es vida y luz para los hombres. Esta palabra se ha hecho carne, es decir, ha penetrado en la criatura humana; carne designa aquí a la criatura en su extrema debilidad, casi junto a los confines de la nada. El sentido de es el hecho inicial es que tal condescendencia tuvo lugar para nuestra elevación, que este empobrecimiento tuvo lugar para enriquecernos, que esta humillación es nuestra más elevada promoción. Aquí se revela una línea constante del obrar de Dios: a él le gusta revestir las cosas más grandes con los vestidos más humildes y modestos. También la ciencia se ha dado cuenta de ello, y para penetrar en el fondo del misterio de la naturaleza ha pasado de la investigación sobre las cosas inmensas a la meditación sobre lo infinitamente pequeño: el átomo. ¡Qué formidable cantidad de energía se libera en pocos segundos del átomo! ¡Qué formidable cantidad de energía emana de la Palabra de Dios, que ha creado el átomo!

La Palabra de Dios es como el átomo, como la semilla. Bajo su aparente simplicidad y pobreza esconde una complejidad máxima, una capacidad máxima de transformación del hombre y de la vida. La parábola que estamos comentando, tras haber trazado la procedencia, la riqueza, las intenciones de la palabra, presenta su drama: la semilla puede morir, la puede matar precisamente el ambiente que debería haberla hecho vivir. La Palabra de Dios puede ser aniquilada en cada uno de nosotros, porque Dios ofrece sus dones, pero no los impone, porque Dios, que nos ha dado la libertad, ni la retoma ni la pisotea. La libertad, sumo valor, se convierte así en algo que la hace más grande: riesgo, riesgo para el hombre y riesgo para Dios (G. Bevilacqua, La parola di padre Giulio Bevilacqua, Brescia 1967, pp. 28ss).

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