Cómo hemos de meditar la Pasión del Señor




Cómo hemos de meditar la Pasión del Señor

“Corazón de piedra en corazón de carne”

Con amor  tierno y entrañable

Medita quién es y  por qué ha querido ser entregado a la muerte para rescatarnos de la muerte eterna. Permite que él arranque tu corazón de piedra y te ponga un corazón de carne y así quedarás prisionero de su amor.

Démonos cuenta que hemos sido salvados a precio de la Sangre del Cordero. Si Dios hubiera enviado para salvarnos a un ángel, deberíamos estar muy agradecidos; pero nuestra salvación le ha costado muy cara, no quiso confiarla a nada ni a nadie, sino a Él mismo. Él y sólo Él la ha llevado a cabo. ¡Con cuánto amor nos ha amado! ¡A cuánto amor nos obliga tan gran dignación de nuestro Padre Dios!.

Considera quién eres Tú, que tan amado eres por Dios. Sólo Dios te ama con amor eterno (Cfr Jr 31,3). Te ama como a las niñas de sus ojos. Es necesario reconocer nuestra indigencia, somos una vilísima criatura, pero inmensamente amados por Dios. Somos personas llenas de pecados, muchas veces nos convertimos en enemigos de nuestro Creador y Salvador. “Apenas se hallará alguno que quiera morir por un amigo inocente”, dice San Pablo; pero Jesucristo nuestro redentor entrega gustosa y amorosamente su vida por cada uno de nosotros. Jesucristo entrega gustoso su vida por ti, que muchas veces te conviertes en su propio enemigo. Por ti, pecador, “el Justo por los injustos” (1 Pedro 3,18). Muere en manos de pecadores, a fin de convertirte de enemigo en amigo suyo, porque Él es el Amigo que nunca falla, de convertirte de pecador en justo, de desterrado en rey. ¿Qué debemos hacer por Cristo que ha muerto por nosotros, miserables pecadores? ¿Cómo podemos con-sagrar nuestro corazón a este mundo, olvidándonos de Dios, ofendiendo a nuestro Creador y salvador? Si nuestra alma es suya porque Él la creó, la redimió, la purificó, la lavó con su sangre preciosa, ¿cómo podemos olvidar a este amable y santísimo Redentor?

Profundiza, considera de dónde te ha rescatado Dios. De qué profundidades de inmundicia te ha sacado tu Salvador. ¿Cuántas veces no has estado al borde de la muerte? Él te ha rescatado sólo por amor. Estabas al borde del infierno, cargado con el peso de tus culpas y en peligro de perder la bienaventuranza eterna, a punto de consumirte en el fuego que no se extingue. Jesucristo para librarte de ese peligro, ocupó tu lugar y te rescató, no con bienes efímeros, oro, plata, dinero, fortuna, bienes materiales, sino a precio de de su preciosísima sangre (Cfr 1 Pedro 1,17-21). ¿No es suficiente para amarle con amor entrañable y generoso? ¿No es Él a caso tu Dios y tu Creador, el que te hizo y te constituyó? Más aún, ¿no es Él el que te salvó? (Cfr Deuteronomio 32,1-12).

¡Cuánto ha costado tu salvación al Hijo de Dios y a Dios mismo! ¡Cuánto, cuánto, cuánto! Para salvarnos ha querido descender desde lo más alto del trono real de Cielo hasta la tierra haciéndose “Hombre” en el Seno  Purísimo de María la Virgen, hasta hacerse carne, se anonada y se convierte en nuestro esclavo para salvarnos. Padece innumerables dolores físicos y morales para hacerte feliz. Combate generosamente contra tus enemigos, dando la vida por ti en el campo de batalla, cubierto de heridas, de sangre, de oprobios salivasos e insultos pero  resucitó y ahora vive inmortal y gloriosa por toda la eternidad en el Reino del Padre. Reino que le pertenecía desde antes de la creación del mundo. ¿Puedes dudar de su amor? ¿Puedes negarle tu amor a quién te ha amado en extremo? Exclama pues a voz en cuello: ¡Sí Señor te amo, te amo Señor mío, te amo eres mi fortaleza, mi refugio, mi libertador, mi roca, mi vida eterna! Toda mi vida, mis fuerzas, mi mente, mi alma y mi corazón es para Ti de hoy en adelante.

Fija tu mente: Admiración profunda

En el universo entero y en nuestra vida cotidiana existen tantos objetos, imágenes, acontecimientos que nos sorprenden y reclaman con cierta exigencia nuestra atención. Nos sumergimos en un profundo arrobamiento y nos “en-diosamos”. Sin embargo, ninguno tan profundo, admirable y sublime como la Pasión del Hijo de Dios. Es necesario que fijemos nuestra mente en dicho acontecimiento con una profunda admiración.

¿Qué espectáculo, qué acontecimiento puede haber más extraordinario que Dios muriendo en la cruz por mi salvación? ¿A quién no le admira y le sobrepasa el exceso de amor que nos tiene para dar su vida por la nuestra? ¿No te asombra la paciencia ante semejantes tormentos padecidos por amor de tu amor? ¿Quién no queda extático al considerar la indignidad con la que es tratado el Dios de la gloria y de amor?

¿Quién sin asombro puede contemplar la unión de estos dos términos: Hombre-Dios, y Varón de dolores: como un hombre acostumbrado al sufrimiento (Cfr Isaías 53,2-5). En el cielo adorado por los ángeles y todos los espíritus celestiales, y aquí en la tierra escupido, azotado, ultrajado, y crucificado por las criaturas; ¡En el cielo sentado sobre el trono de infinita grandeza, y en la tierra, clavado en el patíbulo de la cruz! Allá arriba abismado en un mar infinito de delicias, y aquí abajo, en un diluvio de sangre y de lágrimas con las cuales lavó, purificó y limpió nuestros delitos y nos hermoseo, nos embelleció y nos granjeo la vida eterna.

Practica constantemente esta manera de orar, contemplando los acontecimientos antes escritos. Fija tu mente y sumérgete en una profunda admiración y alcanzarás altos grados de perfección evangélica. Procura despertar tu fe y tu amor, y elevar tu espíritu exclamando dentro de Ti: ¡Oh maravilla! ¡Lo inmortal se hace mortal! ¡Lo imposible en posible! ¡El poder soberano en debilidad y, el eterno, muriendo!

Otras veces exclama juntamente con los santos y santas: ¡Oh Señor! ¿Quién eres Tú y quién soy yo? ¿Es posible que el Creador del universo entero muera por la criatura; el Señor por el esclavo; el Todo por la nada? ¡Oh cielos, asómbrense de la hermosura de mi Dios! ¡Oh grandeza incomprensible, a qué extremo ha llegado tu anonadamiento! ¡Oh Jesús! ¿Qué amor es el que me tienes, que te ha conducido a tal extremo de padecer y sufrir por Mí? ¡Señor! Qué grandes e impenetrables son tus designios, son sublimes y no los entiendo. ¡Ningún entendimiento puede comprenderlos! No existe en el universo entero nadie que pueda alabar ni explicar tan sublime don de tu amor; por eso sólo me queda ¡Dios mío! el silencio, la admiración y la contemplación profunda para adorarlos y adorarte. Tu cruz siempre será para mí la máxima prueba de tu amor y de tu misericordia y, por ello lo más admirable de todas las manifestaciones de tu  grandeza y de tu amor.

Loco de amor por tu amor – Ternura y compasión

Ahora vamos a considerar y compadecernos de todos los instrumentos que fueron utilizados en la Pasión de nuestro Redentor: La lanza que le atravesó el corazón, haciendo que de su costado manaran sangre y agua, (Cfr Juan 19,31-37) los cordeles y disciplinas con que le azotaron hasta desgarrar las carnes y hacer brotar el torrente de sangre que nos ha purificado. La corona de espinas que le traspasaron las sienes santísimas que sólo pensaban en amarnos. Los clavos con los que taladraron sus manos que se extendían sólo para bendecir, para sanar y para levantar al caído. Los clavos que trasladaron sus pies que sólo fueron utilizados para ir por los caminos instaurando el Reino de Dios…

Fija tu vista  en la multitud de sus llagas y llénate de tierna compasión. Contempla los arroyos de sangre que de ellas brotan, las salivas que le escupen y desfiguran su bellísimo rostro; repara en el sabor amargo de la hiel y vinagre que le dieron  a beber para saciar su sed, y escucha finalmente la experiencia de abandono terrible y total que nuestro adorado Maestro experimento por un instante: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado?

 Recuerda finalmente de que quien sufre tan horribles tormentos es inocente, es el Hijo de Dios, es el Rey de la Gloria.

Así pues, lleno de amor, de admiración y de compasión por tan incomprensibles misterios, me postro Señor mío a  tus sagradas plantes, al pié de tu cruz sacrosanta para bañarme, purificarme, limpiarme y embellecerme con tu Santísima Sangre Preciosa derramada a precio de mi redención. Caiga sobre mí y sobre la humanidad entera ese torrente de riego divino y que nos haga cada día más amantes de Jesús y reconocedores de nuestros pecados y un profundo propósito de enmienda diaria para conservar en nosotros el hermoso regalo de la salvación.

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