Santísimo Padre nuestro, que estás en el cielo...


FRANCISCO, MAESTRO DE ORACIÓN
Comentario a las oraciones de san Francisco
por Leonardo Lehmann, OFMCap

Capítulo IX
MEDITACIÓN SOBRE LA «ORACIÓN DEL SEÑOR»
La «Paráfrasis del Padrenuestro» (ParPN)

El Padrenuestro aparece siempre en el rezo del Oficio privado de san Francisco, quien añade «sanctissime» a la invocación inicial, que suena, por tanto, así: «Oh santísimo Padre nuestro». En los salmos del Oficio de la Pasión se emplea esta misma invocación ampliada, que expresa, a la vez, reverencia y confianza. Por tanto, la invocación Padre, que evoca la Oración sacerdotal de Jesús (Jn 17), es una constante de la oración del Santo de Asís. Sin embargo, en el texto que vamos a leer Francisco no sólo amplía la invocación inicial del Padrenuestro, sino que medita frase por frase la «Oración del Señor», haciendo una exposición del Padrenuestro que recibe normalmente el título de Paráfrasis del Padrenuestro.
EN CONTINUIDAD CON UNA LARGA TRADICIÓN
El Padrenuestro, oración del Señor, tuvo siempre un significado muy particular en la vida de la Iglesia. Es la única oración que Jesús enseñó expresamente, a petición de sus discípulos: «Cuando oréis, decid así: Padre, sea santificado tu nombre» (Lc 9,2); o, como leemos en la redacción de Mateo, más amplia e introducida luego en la liturgia: «Debéis orar así: Padre nuestro que estás en los cielos» (Mt 6,9).
Jesús dejó esta oración a la Iglesia como medida para valorar la actitud orante de los cristianos y como modelo al que debe atenerse todo diálogo con Dios. Dado su alcance normativo, el Padrenuestro fue interpretado y comentado muchas veces, desde los primeros tiempos de la Iglesia, y desempeñó un papel muy importante en la catequesis de los catecúmenos, a quienes se entregaba esta oración como preparación inmediata al bautismo, momento a partir del cual podían recitarla.
La oración del Señor, la oratio dominica, pertenecía, tal vez en el pasado más que ahora, a la constitución fundamental del cristiano. De hecho, en un tiempo en que la gente no sabía leer ni escribir, solían aprenderse de memoria una serie de oraciones a fin de servirse de ellas cuando se quería rezar. La más común y la más conocida era, sin duda, el Padrenuestro. Y para que no se volviera una fórmula vacía, se comentaba y explicaba mediante predicaciones y comentarios escritos. Esto dio origen a muchos comentarios del Padrenuestro, como los de Tertuliano (fallecido después del 220), Orígenes (†253), Cipriano (†259), Agustín (†430).
En el medievo se incrementó aún más el interés por estos comentarios. Por eso no tiene nada de extraño el hecho de que la composición de Francisco esté emparentada con varios textos anteriores. En efecto, la Paráfrasis hunde sus raíces en la teología de la alta Edad Media, que fue el ambiente espiritual donde nació.[1]
Sorprende que, en una época en que se escribían y circulaban tantos comentarios sobre el Padrenuestro, Francisco no se contentara con tomar uno de ellos y redactara su propio comentario. Como en tantos otros casos, también en éste Francisco demuestra ser creativo. Asume la tradición de manera creativa. Toma de ella y marca lo que toma con su impronta personal.
AUTENTICIDAD Y CARACTERÍSTICAS
Debido a las claras relaciones existentes entre la Paráfrasis del Padrenuestro de Francisco y las ideas y pensamientos de la teología de la alta Edad Media, sobre todo de la teología agustiniana, y ante la comprobación de un estilo literario más elaborado que el de otros textos de Francisco, muchos investigadores negaron, hasta hace pocos años, la autenticidad de este opúsculo. Si la paternidad de una obra escrita no se entiende en el sentido estricto propio de nuestro tiempo y se admite que Francisco se sirviera para su redacción, como hizo para redactar otros escritos, de la ayuda de hermanos culturalmente bien preparados y capaces de escribir, no hay motivo alguno para dudar de la autenticidad de la obra.
Kajetan Esser (†1978) publicó en 1970 un amplio estudio crítico-histórico sobre la Paráfrasis.[2] He aquí un resumen de sus resultados sobre la autenticidad y las particularidades de este opúsculo:
1. La mayoría de los códices atribuyen la obra a Francisco. Sólo un códice la atribuye al hermano Gil. Esto puede deberse al hecho que el hermano Gil, compañero de Francisco, conocía de memoria esta oración-comentario de Francisco y la transmitió oralmente. Por eso, el autor del códice la considera como una obra del hermano Gil, cosa nada extraña si se tiene en cuenta, además, que el beato Gil se dedicó muchos años a la contemplación y tenía fama de santidad (véanse, por ejemplo, sus Dichos « dicta aurea»).[3]
2. Debe reconocerse que el vocabulario y el estilo de este opúsculo son diversos de los que aparecen en los otros escritos del Poverello. Pero también existen coincidencias de vocabulario y, sobre todo, concordancias de contenido entre la Paráfrasis y los demás opúsculos de Francisco.
3. La Paráfrasis es un texto mixto. En parte es resultado de un texto recibido y en parte es un texto personal: Francisco toma un comentario anterior y lo adapta a su pensamiento y a su sensibilidad. Esto pudo ocurrir de tres maneras:
a) Francisco conocía un comentario muy estructurado y, por tanto, fácil de recordar y lo amplió con adiciones personales en las que expresa exigencias centrales de su espiritualidad. Que esta oración transformada fuera transmitida luego como una obra de Francisco, es algo testimoniado por los manuscritos y está en sintonía con la práctica y la mentalidad medievales.
b) La Paráfrasis surgió a partir de varios fragmentos transmitidos por la tradición, de los que Francisco pudo haber tomado los elementos básicos de su opúsculo.
c) Tal vez exista sólo una fuente oral. Dicho de otro modo, es posible que las ideas que Francisco expone en la Paráfrasis hayan llegado a su pensamiento y reflexión escuchando alguna predicación o en conversaciones con sus hermanos.
Sea como fuese, mientras no se encuentren manuscritos de otros autores que concuerden totalmente, y no sólo en parte, con nuestro texto, éste debe ser considerado como un opúsculo auténtico de Francisco. De todos los comentarios contemporáneos del Padrenuestro, ninguno tiene, en la forma y en el contenido, tanto parecido al de Francisco que induzca a deducir que el de éste es una simple copia.
4. La Paráfrasis del Padrenuestro ha de incluirse entre los escritos auténticos de Francisco: corresponde a su espíritu; revela, en algunos añadidos, su manera de escribir; fue empleado, en su integridad, por Francisco; los compañeros de Francisco, que son quienes nos lo han transmitido, lo atribuyen a él.
5. Desconocemos la fecha de su composición. Carecemos de testimonios externos que nos la indiquen y el texto no ofrece puntos de referencia que permitan determinar cuándo fue escrito. Los profundos pensamientos de la Paráfrasis deben considerarse fruto de una prolongada meditación del Padrenuestro. Algunas expresiones indican una alta teología o, mejor, un profundo conocimiento y una honda experiencia de Dios, revelándonos al Francisco místico.[4]

COMENTARIO ESPIRITUAL
El Padrenuestro consta, en la versión de Mt 6,9-13, que es la usual, de una invocación inicial, ampliada con una frase de relativo, y de siete peticiones. En su comentario-oración, Francisco expone, en primer lugar, la invocación inicial y su explicitación «que estás en los cielos», y, en segundo lugar, las siete peticiones, dividiendo la quinta en dos partes. Así pues, la oración-comentario de Francisco se estructura en diez versículos que vamos a reproducir y comentar por separado (el texto bíblico básico lo reproducimos, por motivos de claridad, en cursiva), prestando a la vez atención a otros textos de Francisco que nos mostrarán la afinidad de ideas y conceptos, garantizándonos así la autenticidad del opúsculo.[5]
INVOCACIÓN INICIAL: confianza y reverencia
1. ¡Oh santísimo Padre nuestro:
creador, redentor, consolador y salvador nuestro!
Las primeras palabras son típicas de Francisco. Como insinuamos antes, el Santo antepone siempre a la invocación «Padre nuestro» el adjetivo «santísimo». También en este caso. Al mismo tiempo que percibe con fuerza la cercanía del amor del Padre, es plenamente consciente de la infinita distancia existente entre el hombre y Dios. No puede decir simplemente «Padre». Debe añadir cada vez el adjetivo «santo» o «santísimo», como muestran los salmos del Oficio de la Pasión. Por otra parte, cuando Francisco se separó de su padre terreno durante su juicio ante el obispo de Asís, descubrió tan radicalmente la paternidad liberadora de Dios y experimentó tan profundamente su ayuda, que desde entonces podía exclamar con asombro: «Oh santísimo Padre». En la Carta a todos los fieles encontramos una exclamación muy parecida: «¡Oh, cuán glorioso es tener en el cielo un padre santo y grande!» (1CtaF 1,11; 2CtaF 54).
Dios, Señor de toda la historia de la salvación
A la invocación inicial, impregnada de asombro, siguen cuatro sustantivos, cuatro títulos de alabanza que presentan a Dios como Señor de la historia de la salvación: Creador, Redentor, Consolador y Salvador. El último título es una adición típica de Francisco. En un comentario al Padrenuestro anterior al de Francisco aparecen sólo los tres primeros títulos: «Creador, redentor y consolador», indicando así al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Añadiendo la palabra «Salvador», Francisco va más allá de Pentecostés y fija su mirada en el final de los tiempos. Para él «Redentor» y «Salvador» no son dos términos idénticos. Se refieren a dos etapas de la historia de la salvación: la redención mediante el misterio pascual de Cristo (redentor) y la segunda venida de Cristo (salvador). Dios es Aquel «que nos creó, nos redimió y por sola su misericordia nos salvará», nuestro «Creador, y Redentor, y Salvador», como dice el mismo Francisco en el amplio canto de acción de gracias de la Regla no bulada (1 R 23,8-9).
Dios está por encima de nosotros y en nosotros
2. Que estás en los cielos:
en los ángeles y en los santos;
iluminándolos para conocer,
porque tú, Señor, eres la luz;
inflamándolos para amar,
porque tú, Señor, eres el amor;
habitando en ellos y colmándolos
para gozar de la eterna bienaventuranza,
porque tú, Señor, eres bien sumo, eterno,
de quien todo bien procede, sin quien no hay bien alguno.
La expresión «que estás en los cielos» Francisco no la entiende aquí en sentido local, sino personal: el Padre habita en todos los hombres que se abren a su Espíritu, al «Espíritu del Señor, que habita en sus fieles» (Adm 1,12). Esto se realiza plenamente en los ángeles y en los santos. Por esto dice Francisco de María: «¡Salve, casa de Dios!» (SalVM 4). Y en la Regla no bulada exhorta: «Y hagamos siempre en ellos (es decir, en el corazón limpio y la mente pura) habitación y morada a Aquel que es el Señor Dios omnipotente, Padre, e Hijo, y Espíritu Santo» (1 R 22,27).
Dentro de nosotros debe brillar el conocimiento de Dios y alborear su señorío. Del mismo modo que Dios está en los santos, así también debe habitar cada vez más en nosotros hasta que lleguemos un día a su visión cara a cara. La palabra «cielos» expresa la plenitud de Dios que se ha revelado a quienes, los ángeles y los santos, han llegado ya a esa perfección hacia la que caminamos nosotros. En muchos personajes ejemplares el cielo se nos manifiesta como una meta visible y palpable.
Dios es luz, amor y bien
Como el evangelista Juan (Jn 8,12; 1 Jn 1,5; 5,16), Francisco ve a Dios como luz, amor y bien. Dios, fuente de todo bien, es el origen y la plenitud última de toda santidad. Tres veces repite Francisco la palabra «bien». Por las Alabanzas que se han de decir en todas las Horas sabemos que Francisco acentúa siempre el ser de Dios como fuente de bien y de todo bien. La Paráfrasis evidencia esta naturaleza de Dios oponiendo «todo bien» - «ningún bien». Es una buena muestra de cómo las ideas y algunos términos de la Paráfrasis del Padrenuestro coinciden con el pensamiento y el vocabulario de otros escritos de san Francisco. Dígase otro tanto respeto a la invocación «Señor», repetida tres veces, y respecto a la idea de la inhabitación de Dios en el hombre.
Dios ha hecho morada en los ángeles y en los santos. Éstos le han dado cabida y le han dejado actuar libremente, con lo que han logrado la bienaventuranza. Lo que ellos han conseguido, debe realizarse también en nosotros, como indica la frase siguiente.
PRIMERA PETICIÓN: reconocer la grandeza de Dios
3. Santificado sea tu nombre:
clarificada sea en nosotros tu noticia,
para que conozcamos cuál es la anchura de tus beneficios,
la largura de tus promesas,
la sublimidad de la majestad
y la hondura de los juicios.
Como en la frase segunda, lo primero y principal es reconocer a Dios. La fe y la aceptación de Dios son la realización fundamental del hombre y la verdadera santificación del nombre de Dios. De hecho, el nombre de Dios es santificado y honrado (cf. Jn 17) siempre que brota en nosotros un indicio de la grandeza de Dios, cuando leemos sus vestigios en la historia y nos comprometemos en el vasto plan de salvación que Él quiere realizar con nuestra cooperación.
Francisco contempla la acción salvífica de Dios en su conjunto, desde la creación hasta el último día. A la vez, traza sobre nosotros la señal de la cruz, cuando, con Pablo, habla de la anchura, de la largura, de la altura y de la profundidad de las dimensiones de Dios (cf. Ef 3,18). Menciona los beneficios de Dios, pero también su majestad excelsa; piensa en sus consoladoras promesas, pero sin olvidar su juicio justo e inminente, que penetra el corazón y conoce los resquicios más escondidos de nuestra alma (Sal 139). Como en la invocación inicial al Padre con que empieza el Padrenuestro, Dios es contemplado aquí como creador, redentor, consolador y salvador, reflejando la visión amplia y equilibrada que de Dios tenía Francisco. Dios supera todas las representaciones que de Él pueda forjar la imaginación humana; su grandeza no puede ser aprehendida por un conocimiento unidimensional.
SEGUNDA PETICIÓN: señorío de la gracia
4.Venga tu reino:
para que tú reines en nosotros por la gracia
y nos hagas llegar a tu reino,
donde está la visión manifiesta de ti,
el amor perfecto a ti,
la unión bienaventurada a ti,
el goce por siempre de ti.
La petición «Venga tu reino» servía muchas veces en la Edad Media para justificar el dominio de unos pueblos sobre otros. Por entonces se identificaba demasiado fácilmente a la Iglesia con el «Reino de Dios», con el fin de justificar el poder político eclesial. La Paráfrasis de Francisco contrasta con esa mentalidad. Como es sabido, Francisco procuró actuar como mediador en la guerra entre musulmanes y cristianos, yendo incluso a hablar con el Sultán (1 Cel 56-57). En esa misma línea, la exposición del Padrenuestro no habla de difusión territorial de la fe ni de expansión de la Iglesia. Francisco no entiende el Reino de Dios en sentido local, sino personal, relacionado con los hombres: el Reino de Dios está dentro de nosotros.
El Reino de Dios empieza en nosotros por la gracia de Dios. Y es también Dios mismo quien nos introduce en su Reino, es decir, en Él mismo, en la unión sempiterna con Él. Esta unión consiste en que un día podremos ver cara a cara a ese mismo Dios al que ahora intentamos conocer en la tierra. Este encuentro con Dios cara a cara convertirá en llameante fuego la chispa de nuestro amor. La contemplación producirá en nosotros la unión con Dios, de forma que podremos verle y gozarle abiertamente y sin interrupción.
En Dios, ansia del deseo humano y meta del hombre, se alcanza definitivamente lo que Francisco pedía al Crucifijo de San Damián: la «caridad perfecta». Es decir, el amor entre Dios y el hombre, pero también el amor de los hombres entre sí, como insinúa la expresión « societas beata», unión bienaventurada. Donde adquiere forma el Reino de Dios, se da unión bienaventurada, sociedad feliz. Y el Reino de Dios adquiere forma donde quiera que se construya esa unión bienaventurada en la que los hombres, «trayendo el cielo a la tierra», se hacen felices unos a otros y viven en «societas», en una sociedad que merece el nombre de «unión».
Gusto eterno de Dios
El Reino de Dios, Dios mismo, no es para Francisco algo abstracto, intangible, sino algo que puede captarse con todos los sentidos, que puede verse y amarse con las manos, que puede experimentarse y gustarse como unión bienaventurada y fruición ininterrumpida. Todas estas palabras, especialmente la última ( fruitio sempiterna), ponen de manifiesto hasta qué punto Francisco de Asís concibe la vida eterna como algo sensible y verdaderamente experimentable.
Con esta alentadora visión de la fruición de Dios termina la primera sección de temas de la Paráfrasis del Padrenuestro de san Francisco. En ella ha descrito un camino: la ascensión del hombre a Dios, que empieza con el descenso de Dios al hombre. La segunda parte de esta profunda exposición de la oración dominical se refiere más bien a la vida práctica.
TERCERA PETICIÓN: la voluntad de Dios consiste en el amor
5. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo:
para que te amemos con todo el corazón,
pensando siempre en ti,
con toda el alma,
deseándote siempre a ti,
con toda la mente,
dirigiendo todas nuestras intenciones a ti,
buscando en todo tu honor,
y con todas nuestras fuerzas,
destinando todas nuestras fuerzas
y los sentidos del alma y del cuerpo,
al servicio de tu amor y no en otra cosa;
y para que amemos a nuestros prójimos
como a nosotros mismos,
atrayendo a todos, según nuestras fuerzas, a tu amor,
gozándonos en los bienes ajenos como en los nuestros
y compadeciéndonos en los males
y no siendo causa de tropiezo para nadie.
Este comentario se encuentra en la mitad de la meditación del Padrenuestro y es el más extenso de todos. En él explica detenidamente Francisco que la voluntad de Dios se cumple cuando amamos a Dios y al prójimo.
La oración del Padrenuestro se divide en dos partes, correspondientes al cielo y a la tierra. De manera semejante, el comentario trata de dos temas: el amor a Dios y el amor al prójimo. La voluntad de Dios se cumple en el cielo, es decir, Dios recibe la gloria que le corresponde, cuando lo amamos; la voluntad de Dios se cumple en la tierra, cuando nos amamos unos a otros. Francisco subraya también esta profunda unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo en la Carta a todos los fieles (1CtaF 1,1). En la Paráfrasis, además, indica modos concretos de cumplir la doble vertiente del mandamiento del amor.
Cómo amamos a Dios
Podemos y debemos amar a Dios:
- pensando en Él con todo el corazón;
- deseándolo con toda el alma;
- dirigiendo hacia Él toda nuestra atención y todos nuestros sentimientos;
- buscando en todo su gloria;
- colocando -con todas nuestras fuerzas- nuestras aspiraciones y sensaciones espirituales y corporales al servicio de su amor y de sólo su amor.
Hasta en la traducción española se percibe el alargarse de las frases. Francisco no puede hablar de amor sin abismarse en profundos sentimientos de admiración.
Al igual que Jesús (cf. Lc 10,27), Francisco enumera todas las fuerzas espirituales y corporales que constituyen, por así decir, la sede del amor (y también del odio): el corazón, el alma, la mente, los sentidos y el temperamento. Hemos de amar absolutamente a Dios con todas esas fuerzas, con la integridad de todo cuanto somos, incluso con nuestros sentidos. Pensamientos, palabras y obras deben estar orientados exclusivamente a Dios, pues Él es absolutamente digno de ser amado, admirado y deseado. El amor se manifiesta siempre en un ansia intensa del ser amado. Y cuanto más crece el amor, más se desea al ser amado. El amor no cesa nunca y, si es auténtico, no se le puede limitar encerrándolo en las categorías del tiempo. Impregna y marca nuestros pensamientos, palabras y obras. No nos permite buscar el propio honor, antes bien nos impulsa a buscar siempre y en todo el honor de Dios.
Aquí podemos ver cuán importante es estar a la entera disposición del ser amado y entregarse a él, sin encerrarse en uno mismo, viviendo constantemente orientados al «tú». Amor significa apertura, tensión y dinamismo. Es la fuerza básica por la que todo toma cuerpo y vida. Pero esta fuerza puede impulsar también en una dirección equivocada, de manera que, al final, el hombre se encuentre otra vez frente a sí mismo. Por eso subraya tanto Francisco la orientación hacia ese Tú que es Dios: «pensando siempre en ti», «deseándote siempre a ti», «buscando en todo tu honor».
Francisco sabe muy bien cuán egoísta puede ser, y es a veces, nuestro amor a Dios. A veces es únicamente un amor propio encubierto. Con frecuencia lo que buscamos es sólo nuestro propio honor, o lo que nos parece tal, al que no sabemos renunciar. La verdadera pobreza consiste justamente en buscar en todo el honor de Dios.
Responder al amor de Dios
A continuación Francisco dice que debemos destinar «todas nuestras fuerzas y los sentidos del alma y del cuerpo, al servicio de tu amor y no en otra cosa». La contraposición «al servicio de tu amor y no en otra cosa», es una expresión típica de Francisco. Dice en la Regla no bulada: «Ninguna otra cosa, pues, deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos agrade y deleite, sino nuestro Creador, y Redentor, y Salvador, solo verdadero Dios, que es bien pleno, todo bien, bien total, verdadero y sumo bien» (1 R 23,9).
También debemos fijarnos en la expresión «in obsequium tui amoris» («al servicio [obediencia] de tu amor»). No se trata aquí de obediencia ciega a un mandato, sino de una respuesta a la acción salvífica que nos ha sido dada en Cristo y, por tanto, de una consecuencia de su amor, que nos invita a seguirlo (sequi) y compartir su amorosa entrega (obsequium).
De este don total a Dios brota nuestra disponibilidad a amar a todos los hombres. Como demuestra la segunda mitad de la frase quinta, Francisco no olvida nunca esta disponibilidad.
Cómo amamos a nuestro prójimo
El amor al prójimo consiste:
- en arrastrar a todos los hombres al amor de Dios, según nuestras fuerzas;
- en gozar de los bienes de los otros como de los nuestros;
- en compadecernos en los males de los demás;
- en no dar a nadie ninguna ocasión de tropiezo.
Francisco concreta aquí, con ejemplos prácticos, el amor al prójimo, igual que había concretado antes, con diversos puntos, el amor a Dios.
Atraer (y educar) al amor a Dios
El amor al prójimo consiste, en primer lugar, en atraer, según nuestras fuerzas, a todos nuestros prójimos al amor de Dios. Claramente oímos hablar aquí al «misionero». Francisco querría que todos los hombres conocieran el amor que Dios nos tiene. El amor es el punto de partida y la meta de toda misión. ¡Y Francisco hace esta afirmación en tiempo de las Cruzadas!
Atraer al amor a Dios no incumbe, sin embargo, sólo a los misioneros: es el principio básico de todo apostolado. De ahí brota toda una pedagogía y una pastoral del amor. Cuanto hacemos y el modo como vivimos debería ser una manifestación del amor de Dios. Atraídos ( attracti) por el amor de Dios, debemos manifestar en todo este amor y debemos hacerlo de manera tan atractiva que arrastre también a los demás a la fuente de donde mana (« ad amorem tuum trahendo»).
Compartir alegrías y penas
Tras la frase de sentido general «atrayendo a todos a tu amor», concreta Francisco cómo debe ser este amor al prójimo: debe gozar de la bondad de los demás y de los bienes que los demás hacen, como si tuviéramos nosotros esa bondad o hubiésemos hecho nosotros ese bien. ¡Cuánta sabiduría contiene esta frase! Su criterio es el mismo que nos propone Jesús: amar a los otros como a nosotros mismos. Quien no sabe alegrarse de sus buenas cualidades, de sus propias capacidades y rendimiento, tampoco podrá alegrarse de los logros y destellos de los demás. Quien no se goza en sí mismo, raramente se gozará en los otros. Pero no debemos mirarnos sólo a nosotros mismos, sino que hemos de mirar primero el bien de los demás; reconocer sin envidia cuanto los demás hacen, alabarlos y gozarnos con ellos en sus éxitos, constituye para Francisco la forma diaria y habitual de amar al prójimo. ¡La alegría compartida es doble alegría!
La tarea diaria del amor al prójimo no se reduce a gozarnos del bien de los demás. Implica también la compasión. Debemos compartir con los otros sus alegrías y sus penas. ¡Un mal compartido es sólo medio mal!
Cuando se actúa así, experimentamos esa feliz y bienaventurada unión de la que hablaba Francisco en la anterior petición del Padrenuestro. Si se da esa comunión o unión, se experimentará el amor de Dios, pues se compartirán con gozo todos los bienes, espirituales y materiales. Se liberarán las fuerzas para colaborar en la construcción del Reino de Dios. Todos sabemos cuán fácil resulta el trabajo cuando lo envuelve un clima de mutuo reconocimiento y de alegría compartida sin celos ni envidias.
No hacer mal a nadie
Finalmente, existe amor al prójimo cuando no se da «a nadie ninguna ocasión de tropiezo». También este ejemplo es una exigencia concreta. No debemos causar el más mínimo escándalo. Francisco sigue aquí la misma línea de pensamiento que encontramos en otros escritos suyos en los que nos pide amar a los otros o, si no podemos hacerlo, al menos no irritarlos ni ofenderlos. Leemos, de hecho, en la segunda redacción de la Carta a todos los fieles: «Y si alguno no quiere amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el bien» (2CtaF 27).
En la base de ello se encuentra la convicción práctico-psicológica de que abstenerse de la venganza es un paso adelante en el camino de la paz. Francisco cita aquí una palabra de san Pablo: «A nadie demos ocasión alguna de tropiezo» (2 Cor 6,3).
El comentario a la tercera petición del Padrenuestro concluye, pues, con una palabra del autor del «himno a la caridad» (cf. 1 Cor 13). El Cantor de Asís prolonga este mismo himno, en servicio y respuesta al amor de Dios, como un eco de aquel Amor que vino a esta tierra; a Él consagra Francisco todas sus fuerzas, alma y cuerpo, pues la voluntad de Dios es el Amor.

CUARTA PETICIÓN: Cristo, nuestro pan de cada día
6. El pan nuestro de cada día:
tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
dánosle hoy:
para que recordemos, comprendamos y veneremos
el amor que nos tuvo,
y cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció.
Preocupación por el pan cotidiano
Con la cuarta petición empieza otra parte del Padrenuestro. «Cambia el clima: del Tú solitario del Dios de los cielos se pasa al Nosotros de la tierra, con los problemas y dificultades que nos preocupan diariamente: el pan, el pecado, la tentación, el mal».[6]
La expresión «el pan nuestro de cada día» se ha hecho proverbial. Hablamos de la lucha por ganar el pan de cada día y pensamos en el esfuerzo necesario para conseguir los medios de subsistencia. Esta preocupación era mayor para Francisco que para nosotros. Pues, de hecho, se atenía al mandato de Jesús a sus discípulos: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni dinero...» (Lc 9,3). Pero también tenía en cuenta la exhortación de Jesús: «Comed y bebed de lo que tengan, porque el obrero tiene derecho a su salario» (cf. Lc 10,7). Francisco y sus compañeros confiaban en recibir por su trabajo manual en los campos y en las casas lo necesario para su sustento. Dice en el Testamento: «Y cuando no nos den la paga del trabajo, recurramos a la mesa del Señor, pidiendo limosna de puerta en puerta» (Test 22).
Viviendo en esta incertidumbre, desconociendo con frecuencia si a la mañana siguiente encontrarían un trozo de pan que llevarse a la boca, los hermanos comprendieron más profundamente el Padrenuestro. Supieron lo que es rezar, con el estómago vacío: «El pan nuestro de cada día dánosle hoy». Su petición del pan de cada día no era retórica piadosa, sino algo muy real y concreto. A pesar de ello, el comentario a esta petición transciende con mucho el plano de la alimentación corporal.
Jesucristo, pan cotidiano
Este salto conceptual del pan material a Jesucristo, pan eucarístico, es algo que podrá causarnos sorpresa. En su petición del pan cotidiano, Francisco, no obstante su necesidad material, piensa en el Señor presente en el sacramento del altar: «Diariamente viene a nosotros Él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que Él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero. Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como El mismo dice: "Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del mundo"» (Adm 1,17 y 22).
Llama la atención el hecho de que Francisco repita la palabra «diariamente». Sin duda tenía presente la celebración cotidiana de la Eucaristía, tan importante para su alma como lo era el pan para su cuerpo.
Esta interpretación eucarística de la cuarta petición del Padrenuestro la encontramos en varios Padres de la Iglesia.[7] Leemos, por ejemplo, en el Tratado sobre el Padrenuestro (cap. 18), de san Cipriano: «Decimos: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Esto puede entenderse en sentido espiritual o literal, pues de ambas maneras aprovecha a nuestra salvación. En efecto, el pan de vida es Cristo, y este pan no es sólo de todos en general, sino también nuestro en particular. Porque, del mismo modo que decimos: Padre nuestro, en cuanto que es Padre de los que lo conocen y creen en Él, de la misma manera decimos: El pan nuestro, ya que Cristo es el pan de los que entramos en contacto con su cuerpo».[8]
No nos causará extrañeza esta interpretación espiritual si consideramos el sentido profundo que el pan y el banquete tienen en la vida de Jesús. Jesús afirma de sí mismo: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre» (Jn 6,35). De este modo, la petición del pan cotidiano se transforma en petición del pan de la vida, que es Jesús mismo: «Señor, danos siempre de este pan» (Jn 6,34).
Es fácilmente comprensible que Francisco hiciera suya esta interpretación eucarística de la petición del pan. De hecho, el sacramento del altar ocupa un lugar privilegiado en sus Admoniciones, en sus Cartas y en el Testamento. Francisco quería que el sacramento del altar se celebrara, recibiera y conservara con profunda veneración y esmero. Esta actitud no era fruto de una escrupulosidad rubricista, sino respuesta de su corazón amante. Debemos amar al Amor que nos ha amado tanto. Por eso recuerda con tanto apremio el amor de Dios, en su exposición del Padrenuestro.
Para Francisco, en efecto, celebrar la Eucaristía significa ante todo cumplir el testamento de Jesús: «¡Haced esto en memoria de mí!». En esta memoria de Jesús, el amor de Dios se hace vivo y presente; comprendemos mejor el amor de Dios en la celebración de la Eucaristía que en una meditación analítica. El misterio sólo puede comprenderse cuando uno se deja captar por él. Para comprender el misterio hace falta la mística.
¿Para qué la Eucaristía diaria?
Francisco responde a esta pregunta con brevedad y nitidez: «Para memoria, inteligencia y reverencia del amor de Jesús». El orden en que nombra estas tres palabras: memoria, inteligencia y reverencia, es importante. Por el recuerdo y la comprensión crecen el altísimo aprecio y veneración de los que a veces carecemos. Escribe Francisco en su Carta a toda la Orden: «El hombre desprecia, profana y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el Apóstol, sin distinguir ni discernir el santo pan de Cristo de otros alimentos u obras, o bien lo come siendo indigno, o bien, siendo digno, lo come vana e indignamente» (CtaO 19).
Para celebrar correctamente la Eucaristía, hemos de hacer memoria de la última Cena de Jesús, y reconocer y cumplir su designio. Lo que debemos meditar, comprender y reverenciar es el amor de Dios. La Eucaristía es el banquete del amor, el lugar donde el amor de Dios se hace visible, tangible y comestible. Por eso, todo cuanto se relaciona con la Eucaristía merece sumo respeto. El cáliz, la patena, los libros del altar, etc., pueden ser preciosos: la suma pobreza exigida por Francisco en todos los demás ámbitos, parece haber perdido aquí su razón de ser.
Con las palabras «recordemos, comprendamos y veneremos», Francisco apunta a lo central de la Eucaristía, que se resume en el amor. De manera análoga, resume la obra salvífica de Jesús en tres palabras: «cuanto por nosotros dijo, hizo y padeció». Cuando recibimos o queremos recibir el «pan del cielo», pensamos o debemos pensar en todo ello.
Vivimos lo que Jesús dijo, hizo y padeció
Así como en otros lugares de sus escritos Francisco subraya contemporáneamente el respeto a la palabra de Dios y el respeto al sacramento del altar (CtaCle 1-7.11-12; 1CtaCus 2-5; CtaO 12.34-37), así también evoca aquí, a la vez que la Eucaristía, lo que Jesús «dijo por nosotros». El profundo respeto a la palabra de Dios y al santísimo sacramento del altar muestran claramente una vez más la conexión entre palabra y obras. Jesús nos habló anunciando el Reino de Dios y refrendó con obras sus palabras. Aceptó la muerte, culminando su palabra con la vida, con su propia vida. Por eso hay que recordar aquí expresamente, como lo hace Francisco, la Pasión del Señor.
Y lo que Jesús «dijo, hizo y padeció» no debe considerarse solamente a la luz de una visión histórica y retrospectiva; no es un mero acontecimiento del remoto pasado y que, en el fondo, ya no nos afectaría. Lo que Jesús dijo, hizo y padeció, lo hizo, dijo y padeció «por nosotros». Concierne a todos los hombres del pasado, del presente y del futuro. Estas palabras de Francisco son como un comentario al artículo del Credo de la Iglesia: «Por nuestra salvación bajó del cielo».
Quien medita palabra a palabra la interpretación que Francisco hace de la petición del pan cotidiano, advertirá que se trata de algo más que del proverbial «pan nuestro de cada día». Se trata de Jesucristo, el Hijo amado del Padre, que nos dio y nos da vida, una Vida que supera nuestra vida.
QUINTA PETICIÓN: Dios perdona como perdonamos nosotros
7. Y perdónanos nuestras deudas:
por tu inefable misericordia,
por el poder de la pasión de tu amado Hijo
y por los méritos e intercesión de la beatísima Virgen
y de todos tus elegidos.
La misericordia de Dios para con nosotros
Cuando pide el perdón de sus deudas, Francisco sabe que depende totalmente de la misericordia de Dios. Y en ella confía, pues la misericordia de Dios no tiene medida. Tampoco puede expresarse con palabras, pues Dios envió a su Hijo amado para salvarnos. Hemos sido redimidos por su Pasión. La misericordia del Padre y la Pasión del Hijo son la causa primera y original del perdón de nuestros pecados. Sólo en segundo término confía Francisco en los méritos e intercesión de María y de todos los santos. En esta frase de la Paráfrasis, muy precisa desde el punto de vista teológico, resuena la oración que seguía a la antigua fórmula de la absolución, conocida probablemente por Francisco mediante la recepción del sacramento de la confesión.
En sus restantes oraciones vemos también cómo el Santo de Asís era consciente de la unión de la Iglesia del cielo y de la tierra. Por eso pide la intercesión de los santos.
Cultura de la misericordia
8. Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores:
y lo que no perdonamos plenamente,
haz tú, Señor, que plenamente lo perdonemos,
para que por ti amemos de verdad a los enemigos,
y ante ti intercedamos devotamente por ellos,
no devolviendo a nadie mal por mal,
y trabajemos con empeño por ser en ti útiles en todo.
Jesús ha vinculado el perdón de los pecados a una condición: que perdonemos a quienes nos ofenden. Este principio, presente en todo el nuevo Testamento, aparece con especial relieve en la parábola del siervo sin entrañas (Mt 18,23-35; cf. Mt 6,14; Mc 11,25).
Según el Padrenuestro, lo único que puede hacer el hombre es perdonar: ésa es la única acción que se nos pide. Todos los demás actos que aparecen en el Padrenuestro son acciones de Dios. Si queremos que nuestra oración sea escuchada, hemos de estar dispuestos a perdonar. No se puede honrar a Dios y despreciar a los hombres. Quien quiera tener una relación positiva con Dios, debe corregir, en cuanto pueda, sus posibles relaciones equivocadas con sus familiares, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo. Con esta exigencia se elimina todo eventual temor de que la oración implique una huida del mundo. Muy al contrario, la oración exige un replanteamiento de las relaciones vitales y, si fueran incorrectas, su rectificación.
Rezar el Padrenuestro con odio en el corazón equivale a desmentirlo. Por otra parte, resulta casi imposible que no quede en alguno de los obscuros repliegues de nuestro complicado «yo» algo de resentimiento, un anhelo de venganza más que de perdón. Por eso se vuelve Francisco al Señor, diciendo: «haz que plenamente perdonemos», pues sólo Dios puede hacer posible que nosotros perdonemos de veras.
Amor a los enemigos
El amor a los enemigos puede crecer únicamente a partir de una disposición ilimitada al perdón. Este pensamiento empalma directamente con la exposición de la tercera petición del Padrenuestro, que hablaba del amor al prójimo. Allí se trataba de compartir las alegrías y las penas de los demás y de no dar nunca a nadie ocasión de tropiezo. Aquí se trata del grado máximo del amor al prójimo, consistente en el amor a los enemigos, eliminando agresiones y no considerando enemigo a nadie. Francisco presenta una serie de ejemplos concretos, acentuando la radicalidad, la veracidad y la carencia de límites del amor a los enemigos.
En concreto, el amor a los enemigos significa:
- que amemos de verdad a los enemigos por Dios (cf. Mt 5,44);
- que oremos humildemente por ellos;
- que no devolvamos mal por mal (cf. Rm 12,18; 1 Tes 5,15);
- que no pensemos en nada ni en nadie buscando nuestro propio provecho.
Lo que tiene prioridad no es nuestra seguridad, sino la salvación de los enemigos. Por eso debemos, impulsados por el amor a Dios, conquistarlos con amor y orar por ellos. Hemos de renunciar a cualquier deseo de venganza o desquite y, sin buscar el propio provecho, estar pendientes de servir al plan salvífico de Dios, que quiere que todos los hombres se salven.
El final de la frase contiene la expresión «in omnibus», que puede traducirse de dos modos: «en todas las cosas» y «en todos los hombres». Ambas traducciones tienen pleno sentido: Queremos procurar ser útiles en todo, queremos ver en todos, también en los enemigos, a personas a las que Dios coloca en nuestro camino, en el camino de amor al enemigo recorrido por el mismo Jesús y que conduce hacia Él: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Instrumentos de paz en Dios y por Dios
Debe subrayarse el teocentrismo existente en todo este párrafo. Francisco basa en Dios el amor radical al mundo y la reconciliación universal. En primer lugar tenemos la conversión a Dios, a quien invoca llamándolo «Señor»; a continuación sigue la oración por los enemigos: «por ti»; en tercer lugar, seremos capaces de ser útiles en todo y a todos si estamos en Dios: «en ti».
La explicación de esta quinta petición del Padrenuestro deja patente que donde Francisco acentúa con más fuerza la unión con Dios es allí donde más se le exige socialmente al hombre. Su propia conducta confirma esta línea de pensamiento. Francisco fue predicador de paz y mediador de paz a partir de y desde su relación con Dios, relación que los demás percibían y reconocían.
SEXTA PETICIÓN: ayuda en todo tipo de tentación
La capacidad de decisión del hombre contiene también la posibilidad de culpa. A la petición del perdón de nuestras deudas sigue, por ello, la petición: «Y no nos dejes caer en la tentación». A veces se entiende mal esta petición, como si fuera Dios mismo quien nos induce a la tentación. Lo que esta petición dice es: guíanos de tal manera que no sucumbamos a la tentación, no permitas que caigamos en la tentación. También Jesús fue tentado en el desierto (Mt 4,1-11) y probado en el sufrimiento. Pero él venció al tentador y no eludió el sufrimiento, convirtiéndose, como dice la Carta a los Hebreos, en el Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nosotros y que fue «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15).
En la vida de Francisco, como en la de casi todos los santos, las tentaciones desempeñaron un importante papel. Aun cuando a veces se las haya adornado con leyendas, su esencia contiene una verdad evidente: cuanto más se esfuerza uno en responder a la gracia de Dios, tanto más siente en sí mismo y en su entorno las fuerzas de las tinieblas. Francisco deja entrever la diversidad de estas tentaciones en su corta ampliación de la quinta petición del Padrenuestro:
9. Y no nos dejes caer en la tentación:
oculta o manifiesta,
imprevista o insistente.
La petición se completa con dos pares de palabras opuestas, expresivas de una gran tensión: « occultam vel manifestam, subitam vel importunam». Lo que Francisco quiere decir con estas palabras quizás se entienda mejor si las traducimos de otra manera: la tentación puede ser velada o evidente, instantánea o continua. De todos modos, es claro lo que Francisco quiere decir: Dios nos sostenga en todo peligro y nos proteja de las tentaciones de todo tipo, bien sean difíciles de captar o fácilmente reconocibles, bien sean imprevistas y transitorias o persistentes y recidivas.
Si pensamos en la oleada de ocultismo y de culto a Satanás que existe en nuestros días, no está de sobra advertir cómo Francisco habla de tentación oculta o manifiesta.
SÉPTIMA PETICIÓN:liberación del mal en todo tiempo
10. Mas líbranos del mal:
pasado, presente y futuro.
Esta petición es una ampliación y prolongación de la anterior. Es una repetición de aquella oración de Jesús por sus discípulos: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno» (Jn 17,15). De nuevo resuena aquí el tema central de toda la historia de la salvación: Dios salva a su pueblo y a todo aquel que quiera ser salvado. Quien así pide la liberación, la salvación, sabe y reconoce que Dios es el único que puede preservarnos de la condenación y salvarnos de la amenaza del mal.
Francisco amplía la última petición del Padrenuestro con una fórmula litúrgica con la que estaba familiarizado. Pide, como era costumbre hacer en las misas de la antigüedad al final de la recitación del Padrenuestro (embolismo), que seamos librados del mal en todo tiempo, «pasado, presente, y futuro». No idealiza el tiempo, consciente de que toda nuestra historia está amenazada por el mal. Sólo Dios puede redimirnos de la culpa cometida y de los enredos presentes del mal, y protegernos del mal en el futuro.
La alusión a los tres momentos del tiempo, presente, pasado y futuro, nos remite al inicio del Padrenuestro, donde Francisco citaba a las tres divinas personas. De hecho, las siete peticiones desembocan en una alabanza a la santísima Trinidad:
Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
por los siglos de los siglos. Amén.
EL PADRENUESTRO, ESPEJO DE LA VIDA
La atenta lectura de la Paráfrasis del Padrenuestro de san Francisco nos permite entrever la profundidad con que el Santo de Asís comprendió el sentido de la oración del Señor. Para él, el Padrenuestro no era una simple fórmula. Sin duda esto se debe, en parte, a la radicalidad con que esta oración marcó y determinó su vida. El conflicto de Francisco con su padre, cuyo motivo fue su solidaridad con los leprosos y su empeño en restaurar iglesias, le llevó ante el tribunal eclesiástico de Asís. En aquella llamativa escena el joven Francisco declara con franqueza y sinceridad ante el obispo y ante el pueblo de Asís: «Oídme todos y entendedme: hasta ahora he llamado padre mío a Pedro Bernardone; pero como tengo propósito de consagrarme al servicio de Dios, le devuelvo el dinero por el que está tan enojado y todos los vestidos que de sus haberes tengo; y quiero desde ahora decir: Padre nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pedro Bernardone» (TC 20). El hijo del mercader Bernardone se liberó de la herencia paterna y de los lazos que le unían a sus padres proclamando en voz alta el Padrenuestro.
En cuanto, muy pronto, se le unieron compañeros que deseaban compartir su forma de vida radical, Francisco les enseñó el Padrenuestro como su oración comunitaria más importante. Y lo recomendó, igualmente, a todos los fieles cuando escribió «a cuantos habitan en el mundo entero»: «Y dirijámosle alabanzas y oraciones día y noche, diciendo: "Padre nuestro, que estás en los cielos", porque es preciso que oremos siempre y no desfallezcamos» (2CtaF 1.21).
El Padrenuestro era la oración preferida de los hermanos menores y -lo que todavía es más importante- determinó de manera decisiva su vida comunitaria. Dirigirse exclusivamente a Dios como Padre que está en los cielos, crea en la tierra una fraternidad que no tiene otro Padre sino Dios: «Todos vosotros sois hermanos; y entre vosotros no llaméis a nadie padre sobre la tierra, pues uno es vuestro Padre, el que está en los cielos» (1 R 22,33-35; cf. Mt 23,8-10).
En este contexto, la oración del Padrenuestro tuvo repercusiones tan radicales como las que se produjeron con la ruptura de Francisco con su padre Pietro Bernardone.
Puesto que Dios es nuestro Padre que está en los cielos, todos los hombres de la tierra somos hermanos. Francisco tomó muy en serio esta verdad cristiana fundamental, viviendo una relación fraterna que abarcaba a las estrellas y a los astros, a las lluvias y a las tormentas, a las aguas y a los ríos, a las plantas y a los animales, al dolor y a la muerte, en una hermandad sin límites. Sobre este fundamento construyó su Fraternidad, abandonando todas las cosas y colocando por entero su confianza en la providencia paterna de Dios.
Sin ninguna duda, para Francisco el Padrenuestro era un programa y un testamento. La verdad contenida en esta oración explica ampliamente la forma de vivir de Francisco y de su comunidad: Francisco es el Padrenuestro vivido individualmente y su Fraternidad es el Padrenuestro hecho experiencia comunitaria. La explicación del Padrenuestro que Francisco nos transmitió y que ha llegado hasta nuestros días, es una experiencia vivida. Nos invita a emplear de forma parecida la oración del Señor, a amarla, a vivirla. Haciéndolo así, seguiremos a Jesús y seremos compañeros de Francisco de Asís, el hombre a quien se ha llamado, con razón, el «Santo del Padrenuestro».

N O T A S:
[1] Cf. A. Hamman, Le Pater expliqué par les Pères, París 1962; J. Carmignac, Recherches sur le «Notre Père», París 1969.
[2] K. Esser, Die dem hl. Franziskus von Assisi zugeschriebene «Expositio in Pater noster», en Collectanea Franciscana 40 (1970) 241-271; y también K. Esser, Studien zu den Opuscula, 225-257. Este estudio crítico demuestra que la Paráfrasis del Padrenuestro es uno de los escritos auténticos de Francisco, pero no ofrece una lectura espiritual del texto.
[3] Cf. E. Mariani, La sapienza di frate Egidio compagno di san Francesco con «I Detti», Vicenza 1982.
[4] Cf. K. Esser, Die Opuscula, 285-295; para algunas observaciones lingüísticas que apoyan la autenticidad, cf. L. Lehmann, Tiefe und Weite, 149-174.
[5] Cf. C. Paolazzi, Lettura degli scritti di Francesco d'Assisi, Milán 1987, 39-47; para un comentario más amplio, que empiece en el nuevo Testamento y tenga en cuenta diversos momentos de la vida de Francisco, cf. L. Lehmann, «Venga a nosotros tu reino». El Padre nuestro con Francisco de Asís, en Selecciones de Franciscanismo núm. 50 (1988), 269-299, que reproducimos aquí, en el capítulo próximo; S. Duranti, Preghiere di Francesco d'Assisi, Asís 1992, 33-47.
[6] S. Duranti, Preghiere di Francesco d'Assisi, Asís 1988, pág. 42.
[7] Cf. W. Dürig, Die Deutung der Brotbitte des Vater unser bei den lateinischen Vätern bis Hieronymus, en Liturgisches Jahrbuch 18 (1968), 72-86.
[8] Cf. Liturgia de las Horas, de la Comisión Episcopal Española de Liturgia, vol. III, pág. 309.
 [L. Lehmann, Francisco, maestro de oración. Oñate (Guipúzcoa), Editorial Franciscana Arantzazu, 1998, pp. 151-176]

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