Lectio Divina Martes Octavo del Tiempo Ordinario

  

Lectio Divina Martes Octavo del Tiempo Ordinario

Que el Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine nuestras mentes, para que podamos comprender cuál es la esperanza que nos da su llamamiento.

2 Pedro 3,12-15.17- 18             Marcos 12,13-17

Imagen tomada de Vatican News. No tengo los derechos. 


LECTIO

 

Primera Lectura

De la segunda carta del apóstol san Pedro (2 Pedro 3,12-15.17- 18)

 

Hermanos: Piensen con cuánta santidad y entrega ustedes deben vivir esperando y apresurando el advenimiento del día del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. 

Pero nosotros confiamos en la promesa del Señor y esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia. Por lo tanto, queridos hermanos, apoyados en esta esperanza, pongan todo su empeño en que el Señor los halle en paz con él, sin mancha ni reproche, y consideren que la magnanimidad de Dios es nuestra salvación.

Así pues, queridos hermanos, ya están ustedes avisados; vivan en guardia para que no los arrastre el error de los malvados y pierdan su seguridad. Crezcan en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y salvador, Jesucristo. A él la gloria, ahora y hasta el día de la eternidad. Amén. 

 

Palabra de Dios. 

R./ Te alabamos, Señor.

 

El fragmento de hoy es una reflexión sobre el estado del cristiano que «espera la venida del día de Dios»  (cf. v. 12), día que pertenece a Dios por excelencia. El autor de la carta pretende recordar a los creyentes el objeto y el sentido de esta espera. En primer lugar lo que esperamos son «unos cielos nuevos y una Tierra nueva» (cf. Is 65,17; 66,22), en los que se manifestará Cristo y se manifestará en todos los ámbitos -en la «justicia»- el proyecto de Dios, que ahora es sólo un deseo. Ahora bien, esta espera es algo completamente distinto a una espera pasiva. Quien vive ya desde ahora en medio de la piedad y la santidad puede apresurar incluso la venida del día del Señor, puesto que realiza ya en esta tierra, en la pequeñez de su historia, lo que será la justicia típica del día de Dios. Por eso invita el autor de la carta a sus destinatarios «limpios», como las víctimas ofrecidas a Dios en el culto del Antiguo Testamento, e «irreprochables ante él», «en paz con Dios» (v. 14), como ocurrirá

en el domingo sin ocaso de la vida futura.

En estas circunstancias, se vuelve secundario el problema del «cuándo» vendrá este «día de Dios». Lo que cuenta es la magnanimidad del Señor, que organiza los tiempos y la historia siguiendo una amorosa perspectiva de salvación. Ese designio es desconocido para los impíos, mientras que es objeto de conocimiento progresivo por parte del creyente. Este último sabe que aún tiene que seguir descubriendo a Cristo hasta la manifestación completa del día del Señor. A él sea la gloria, ahora y tal como aparecerá en aquel día. El «amén» final indica que el escrito debe ser leído en la asamblea dominical de los cristianos.

 

+ EVANGELIO

según san Marcos (Mc 12,13-17) 

 

En aquel tiempo, los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos le enviaron a Jesús unos fariseos y unos partidarios de Herodes, para hacerle una pregunta capciosa. Se acercaron, pues, a él y le dijeron: "Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa lo que diga la gente, porque no tratas de adular a los hombres, sino que enseñas con toda verdad el camino de Dios. ¿Está permitido o no, pagarle el tributo al César? ¿Se lo damos o no se lo damos?".

Jesús, notando su hipocresía, les dijo: "¿Por qué me ponen una trampa? Tráiganme una moneda para que yo la vea". Se la trajeron y él les preguntó:

"¿De quién es la imagen y el nombre que lleva escrito?". Le contestaron: "Del César". Entonces les respondió Jesús: "Den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios". Y los dejó admirados. 

 

Palabra del Señor. 

R./ Gloria a ti, Señor Jesús.

 

En el centro del evangelio de hoy figura una pregunta hipócrita. Los herodianos y los fariseos no buscan ninguna respuesta; lo que quieren sobre todo es poner a Jesús en una situación embarazosa, haciéndolo odioso para la autoridad romana o para la muchedumbre. La respuesta de Jesús, sin embargo, evita la trampa de la rígida alternativa y aprovecha la pregunta para brindar un criterio decisivo para la vida cristiana.

Dios y el césar no se contraponen entre sí, no se encuentran en el mismo plano: existe un primado de Dios, pero que no priva al Estado de sus derechos. En virtud de este principio, el cristiano aprende a obedecer no sólo a Dios, sino también a los hombres, porque la raíz de toda autoridad deriva en última instancia del Eterno. Precisamente de este principio dimana la libertad de conciencia, al amparo de toda idolatría del poder y acogiendo la respectiva soberanía de la Iglesia y el Estado.

«Esta respuesta les dejó asombrados» (v. 17b): los que antes querían cazarlo en alguna palabra quedan asombrados ahora por el mensaje de libertad contenido en las palabras de Jesús.

 

MEDITATIO

 

Esperar y apresurar el día del Señor. Dar a Dios y al césar lo que le corresponde a cada uno. En estas imágenes encontramos descrita la vida del cristiano. Ésta es, antes que nada, acontecimiento de espera, anuncio de que el Esposo no ha llegado todavía, nostalgia de un amor más grande que todo afecto humano, como un deseo extinguido... Pero, al mismo tiempo, el creyente vive y celebra cada día como día del Señor, indica en él la presencia misteriosa del Esposo, expresa la alegría del encuentro con él, del deseo inextinguible. Algo así como una espera que se realiza y se vuelve cada vez más intensa y acelera en cierto modo la venida del Señor. Por eso el cristiano no se evade del mundo ni de la historia, sino que está bien implantado en ellos, precisamente para indicarle al mismo mundo lo que hay en él de Dios y debe volver a Él, o bien, lo que en el corazón humano pertenece al Altísimo y sólo en

él encuentra la paz, y también lo que es corruptible y tiene que ser abandonado; lo que es bello, pero con una belleza que pasa; aquello que tal vez pueda atraer al corazón hecho de carne, pero no lo puede llenar del todo después. No por desprecio a lo humano, sino -al contrario- para darle a todas las realidades su justo peso y mantener viva la esperanza del «día de Dios», en el que todo lo terreno (afectos y esperanzas, debilidades y angustias...) se fundirá en el fuego del amor eterno. Y habrán «unos cielos nuevos y una tierra nueva»...

 

ORATIO

 

Señor, Dios de la historia, Eterno sin tiempo, te alabo porque has creado también nuestra historia y nuestro tiempo. Ambos te pertenecen y están repletos de ti. De ti proceden y a ti deben volver, del mismo modo que nuestra persona, con todo lo más humano que posee, como el deseo de vivir y de amar... Cuando llevamos a cabo tal recorrido y confesamos que, verdaderamente, tú eres la fuente y el término de lo que somos y tenemos, nuestro tiempo entra en tu eternidad y nuestra historia se convierte en historia de salvación, al tiempo que la vida celebra tu soberanía y la muerte es como una vuelta a casa.

Perdóname, Dios, que haces nuevas todas las cosas, por todas las veces que he pretendido apropiarme de mi tiempo y no he sabido esperar la novedad de tu día; por todas las veces que no he sabido reconocer tu imagen en las cosas y he dirigido hacia mí lo que hubiera debido «devolverte». En esas ocasiones, en vez de soñar con «unos cielos nuevos y una tierra nueva» y reconocer el alborear de tu día, he preferido ilusiones inmediatas y satisfacciones más seguras en apariencia, gustos y sabores ya conocidos y ya viejos, aunque sólo para encontrar al final aburrimiento y frustración, o ese regusto doloroso del placer que se repite por inercia, tristemente semejante a sí mismo.

«Maestro, tú que eres sincero», enséñame a esperar el día de Dios y, mientras lo espero, «a dar a Dios lo que es de Dios»: todos los latidos de mi corazón, cada aliento de mi vida.

 

CONTEMPLATIO

 

También tú, si enciendes el candil, si recurres a la iluminación del Espíritu Santo y ves la luz en la luz, encontrarás la dracma en ti: ya que ha sido puesta en ti la imagen del Rey celestial.

Cuando Dios, al principio, hizo al hombre, lo hizo «a su imagen y semejanza», y puso esta imagen no en el exterior, sino dentro de él [...]. El Hijo de Dios es el pintor de esta imagen; y puesto que el pintor es tal y tan grande, su imagen puede ser oscurecida por la desidia, aunque no puede ser cancelada por la maldad. En efecto, la imagen de Dios permanece siempre, aunque le sobrepongas la imagen de lo terreno (Orígenes, Homilías sobre el Génesis, XIII, 4).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Nosotros esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva» (2 Pe 3,13).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Que venga el alba, oh Dios, el día de tu sonrisa

 

Dios de todos los nombres y de todos los pueblos, Madre y Padre nuestro, Señor de la historia, Señor del amor, alfa y omega de los tiempos.

Te hablo en nombre de los perdedores,

de parte de los que ya ni siquiera tienen nombre [...].

Te hablo de parte de aquellos que ni siquiera representan 

una cifra en las frías estadísticas.

 

Amo, oh Dios, las alegrías del fotón, del tiempo y del espacio;

amo la lente que lanza su insistente mirada al universo;

amo la magia sagrada que alivia el dolor y difiere la muerte;

amo las manos de quien penetra en el misterio mismo de la vida.

Amo la forma, el sonido, el color.

Amo el don de la palabra que has puesto en mi boca.

Pero ya te hablarán otros de la alegría del Arte

y de la magia de la Ciencia.

 

Yo te hablo del dolor. Te hablo del hambre, oh Dios, de la muerte.

Te hablo de parte de quienes sembraron sueños y han muerto

con un bocado de esperanza amarga en la garganta.

Te hablo de parte del que resiste en medio de la noche.

Te hablo, oh Dios, de los que velan.

Desde aquí saludo los tiempos venideros.

 

Saludo el tiempo en el que por fin encuentre las manos que construyan contigo «un cielo nuevo y una tierra nueva». Manos nuevas para poblar el mundo de colores. (Micaela Najlis, poetisa nicaraguense).

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