Homilía Domingo XXI del Tiempo Ordinario

 Homilía Domingo XXI del Tiempo Ordinario 

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EVANGELIO

Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.

Del santo Evangelio según san Juan: 6, 55. 60-69

En aquel tiempo, Jesús dijo a los judíos: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Al oír sus palabras, muchos discípulos de Jesús dijeron: “Este modo de hablar es intolerable, ¿quién puede admitir eso?”.


Dándose cuenta Jesús de que sus discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué sería si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El Espíritu es quien da la vida; la carne para nada aprovecha. Las palabras que les he dicho son espíritu y vida, y a pesar de esto, algunos de ustedes no creen”. (En efecto, Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo habría de traicionar). Después añadió: “Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”.

Desde entonces, muchos de sus discípulos se echaron para atrás y ya no querían andar con él. Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También ustedes quieren dejarme?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.


Palabra del Señor. 

R. Gloria a ti, Señor Jesús.


Queridos hermanos hermanas: después de haber abierto hace cuatro domingos un paréntesis a la lectura continuada del Evangelio dominical, para dejarnos instruir, cuestionar, fortalecer con el capítulo VI de San Juan, hoy lo cerramos de manera solemne con esta afirmación de parte de Jesús: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”, y por parte de Pedro: “Señor, ¿a quién iremos?”. Una profesión de fe que le confiere a Pedro la certeza de la plenitud. La pauta nos la dan la primera lectura y el evangelio. Aquella aventura que inició con la multiplicación de los panes y de los peces, desemboca en la certeza de una perenne eternidad para quienes creen, comen, beben y son fieles.


Así pues, tanto Josué como Jesús se encuentran, según las lecturas de hoy, en una situación parecida. Ante las murmuraciones de las tribus y de los discípulos, ambos ofrecen la posibilidad de que cada cual tome una decisión libre y responsable. Dios nos ha querido, a todos, desde siempre, libres y felices. Las tribus, que han vivido la liberación de Egipto, aceptan la oferta que Josué les hace en nombre de Dios y optan por servir al Señor como camino de salvación que les aleja de la esclavitud. No hay mayor felicidad que ser libres y servir al Señor, aunque a veces se piense lo contrario. Los Doce, a diferencia de otros discípulos que prefieren abandonarle, también se acogen a la revelación de vida que Jesús, el Santo de Dios, les ha hecho. Aunque no siempre corresponden o están a la altura de las exigencias del seguimiento, sin embargo permanecen ahí, ¡firmes!


También a nosotros, el Señor sigue proponiéndonos hoy palabras de vida eterna que nos colocan en la tesitura de optar con fe por un camino de vida o decidirnos por una ruta que conduce a la muerte. Obviamente, la vida nos lleva a la felicidad, la muerte a la extinción.

Jesús se nos ha revelado como el enviado del Padre que se ofrece para la vida del mundo. Acoger este don implica entrar en la dinámica de una vida sin término. En una vida eterna. Pero creer en Jesús no es tan sencillo y la fe de quienes lo siguen, incluso la de algunos de sus discípulos, entra en crisis, lo cual nos conforta a todos, porque a pesar de las crisis existenciales o de fe que podamos experimentar, nos queda la certeza de que Dios está allí, dónde lo dejamos la última vez, o en nosotros mismos si le comulgamos, aunque no lo veamos.


Llegados a este punto, podemos preguntarnos ¿Qué grado de aceptación tuvo el asombroso mensaje de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún sobre sí mismo y sobre la eucaristía? Este es el tema central de hoy. ¿Quién podía aceptar aquello de que él era el pan que había bajado del cielo y que solo quien comiera de ese pan podía alcanzar la vida eterna? Ese modo de hablar resultaba duro y escandaloso para muchos. Sobre todo para los Judíos. Había llegado ya el momento de tomar una decisión. Seguir o no seguir a Jesús. Inclusive, acabar con él o dejarle ir, pero, no había llegado su hora (Jn 7,30). El texto evangélico recoge con honradez la tensa situación.


Para los lectores, o para quien escucha atentamente este texto, fácilmente pueden percibir distintos niveles y actitudes de rechazo o de aceptación. Incluso cada quien se puede identificar con algún grupo o personaje. Están en primer lugar los que siguen a Jesús simplemente porque se han saciado de pan tras la multiplicación de los mismos, junto con los peces (Jn 6,26-27). Representan a los que conciben y profesan la fe cristiana por razón de simple provecho o conveniencia personal. Su seguimiento y compromiso cristiano es externo, frágil y superficial. En nuestro caso, serían los cristianos que recurren a Dios, a Cristo Jesús sólo para pedirle algo, para que le solucione los problemas, para que le cure o le provea materialmente, inclusive en clave de ambición. Es quien ve en Dios simple y sencillamente un proveedor, o a alguien que tiene la obligación de darle todo y solucionarle la vida sin más.


Están luego algunos dirigentes judíos que sistemáticamente se sitúan frente a Jesús y se oponen a él. Viven supeditados a sus propios intereses y a las tradiciones religiosas del pasado. Murmuran siempre contra todo lo que Jesús dice o hace. Ellos representan a los que viven anclados en el pasado y encerrados en su propio mundo, siendo incapaces de comprender la verdad y novedad de la palabra de Jesús. En este punto, pueden estar en nuestros días, todos aquellos que se resisten a las enseñanzas de la Iglesia, a su Magisterio vigente, a las instrucciones y renovaciones de La Iglesia. Son todos aquellos que están no sólo en contra del Papa sino de todo proceso de apertura y renovación de la Iglesia a la luz de los signos de los tiempos y bajo la acción del Espíritu Santo.


Pasamos así al tema de la fe. La necesidad de optar a favor o en contra de Jesús, como lo hemos mencionado anteriormente, presente en todo el capítulo, se hace ahora más dramática, pues los incrédulos son en este caso los discípulos, quienes en gran número abandonan a Jesús. No olvidemos que al hablar de discípulos, nos referimos a todos los seguidores de Jesús. No solamente a los apóstoles que fueron llamados directa y personalmente por Él. Nos encontramos así con el ingenuo Pedro.


Señor, ¿a quien vamos a ir?


Está también el círculo más amplio de algunos seguidores de Jesús. Simpatizan con él, pero no acaban de creer en él ni en su Evangelio. Jesús trata de convencerles diciendo que “sus palabras son espíritu y son vida” y que cuentan con la gracia de Dios Padre y la acción del Espíritu. Pero no los convence y deciden abandonarlo: “Muchos discípulos se echaron atrás y ya no iban con él”. Ellos representan a los que tienen cierto grado de fe, pero muy poco firme y coherente. Aquí se encuentran todos aquellos que con gran ímpetu deciden seguir a Jesús, creen en Él, pero su fe es frágil, desfallecen con facilidad, se dejan llevar por el pecado, a pesar de la fe que tienen. Viene la traición y la incoherencia.


Jesús se dirige finalmente al grupo de los Doce y les hace esta pregunta clave: “¿También ustedes quieren marcharse?”. Y en nombre de todos responde Simón Pedro: “¿A quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”. Pedro representa a todos aquellos creyentes que, aun sin comprender a fondo el mensaje de Jesús, se adhieren y entregan confiadamente a él. Todos los que con una fe sencilla, sin grandes conceptos teológicos, inclusive sin grandes formaciones catequéticas, creen, y su fe es realmente capaz de transformar la propia vida y la de los demás. 


Las palabras de Jesús son demasiado duras, incluso para sus seguidores. Ellos que habían experimentado la bondad, la compasión, la misericordia de Jesús, ahora les exige una coherencia y un pronunciamiento claro. El mismo escándalo que sacudió a “los judíos” pasa también factura a “los discípulos”. Tampoco ellos pueden asumir esta doctrina ni las implicaciones que conlleva y se retiran a sus casas. Este dato concuerda con lo que sabemos por los demás evangelios. Todos ellos coinciden en señalar un momento crítico en el que los que iban con Jesús dudaron sobre su seguimiento, aunque sitúan el hecho en Cesarea de Filipo (Mc 8,27-30 y par.).


No obstante, podemos afirmar que lo que aquí se narra no es sólo el recuerdo de un incidente histórico que afectó a los primeros discípulos, sino que refleja lo que estaba sucediendo con los cristianos de la comunidad de Juan. También a algunos les debieron resultar inaceptables ciertos aspectos de la enseñanza de Jesús y, lo mismo que ocurrió con los discípulos, “muchos se retiraron y ya no iban con él”, produciéndose una división en el seno del grupo. Algo que también sucede en la actualidad. La división viene desde los inicios de le Iglesia, aún en presencia de Jesús.


Ante los primeros comentarios críticos, Jesús responde hablando a sus seguidores con mucha más claridad. No trata de suavizar las cosas para evitar el abandono. Sigue presentándose como el que viene de arriba, el enviado de Dios. Deja claro que para pasar del signo del pan al Signo que es él mismo, se necesita la ayuda que viene de lo alto, el don del Espíritu. Sin este, que nos hace comprender las cosas desde la perspectiva divina, es imposible captar el mensaje de vida. Según este pasaje, ¿qué es lo que se opone al Espíritu? ¿Qué efectos tiene su acción sobre los creyentes? ¿Qué simboliza “la carne”?


El anuncio de Jesús es presentado con radicalidad. Ante él no caben las medias tintas: hay que optar a favor o en contra. La claridad con la que habla hace que incluso algunos de sus seguidores más cercanos le abandonen (Jn 6,66). Ante la pregunta del Maestro, Pedro, en nombre de los pocos que han quedado, del último resto, de los Doce, señala las razones por las que ellos deciden permanecer junto a Jesús. ¿Cuáles son esas razones? ¿Qué relación guardan con lo que Jesús ha dicho a todos sus discípulos en Jn 6,62-64?


Las razones que da Pedro, en nombre de los Doce, para no abandonar a Jesús se hacen eco de lo que este había dicho a todos sus discípulos. Pedro le confiesa como el Santo que viene de Dios, sus palabras son palabras de vida y ellos han creído en él. De este modo recoge lo esencial de las enseñanzas de Jesús en su discurso sobre el pan de vida y concluye que ellos optan por quedarse junto a él. Así la confesión de Pedro se convierte en un ejemplo para la comunidad de Juan y para todos los lectores de su evangelio.


Jesús ha perdido a casi todos sus discípulos. El signo del pan y el discurso-revelación pronunciado a continuación ha obligado a sus seguidores a optar. También a nosotros, los creyentes de hoy, las palabras de Jesús nos piden que tomemos una decisión. O nos marchamos con la mayoría, o permanecemos junto a él hasta que llegue una crisis, como hacen muchos de sus discípulos, o le seguimos incondicionalmente como el pequeño grupo de los Doce.

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