HOMILÍA PARA EL DOMINGO 4 DE AGOSTO, XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO B

 HOMILÍA PARA EL DOMINGO 4 DE AGOSTO, 

XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO B




EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Juan: 6, 24-35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que en aquella parte del lago no estaban Jesús ni sus discípulos, se embarcaron y fueron a Cafarnaúm para buscar a Jesús.

Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo llegaste acá?”. Jesús les contestó: “Yo les aseguro que ustedes no me andan buscando por haber visto signos, sino por haber comido de aquellos panes hasta saciarse. No trabajen por ese alimento que se acaba, sino por el alimento que dura para la vida eterna y que les dará el Hijo del hombre; porque a éste, el Padre Dios lo ha marcado con su sello”.

Ellos le dijeron: “¿Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?”. Respondió Jesús: “La obra de Dios consiste en que crean en aquel a quien él ha enviado”. Entonces la gente le preguntó a Jesús: “¿Qué signo vas a realizar tú, para que lo veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”.

Jesús les respondió: “Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.

Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed”.


Palabra del Señor. 

R. Gloria a ti, Señor Jesús.


En la liturgia de la Palabra de este domingo, la primera lectura, que como bien escuchábamos, hace referencia al Maná, que ante las dificultades, quejas, e incluso falta de fe del Pueblo que va por el desierto, instan a Dios a través de Moisés para que no les deje morir de hambre en el camino, tiene una conexión casi precisa con la lectura del capítulo sexto del Evangelio de san Juan que comenzábamos el domingo pasado, pero, que al igual que la primera lectura del domingo anterior, tiene sus límites en cuanto a los veinte panes con que se alimentó a un centenar de personas, pero de allí no paso. Así, también hoy, el Maná simplemente fue un signo en cuanto al Pan que nos da la Vida Eterna. Nos encontramos  allí , en la sinagoga de Cafarnaúm donde Jesús está

pronunciando su conocido discurso después de la multiplicación de los panes. 

Inmediatamente después de la multiplicación de los panes, para huir del

entusiasmo popular, Jesús se traslada con los apóstoles a la otra orilla del lago. La gente, sin embargo, no se da por vencida; algunos suben a las barcas y lo alcanzan. 

Aquí, precisamente en la sinagoga de Cafarnaún, está ambientado el largo discurso de Jesús sobre el pan de vida, del que el fragmento de hoy constituye su comienzo. La gente había tratado de hacerlo rey, pero Jesús se había retirado, primero al monte con Dios, con el Padre, y luego a Cafarnaúm.  No podía ser de otra manera. 

Jesús necesita del encuentro con su Padre para poder llevar a cabo su voluntad. Ya nos quedaba bien claro el domingo anterior que Jesús no solamente ofrece el alimento espiritual, sino que también sacia con el pan material. Por ello era necesaria una relación personalizada con el Padre de las misericordias. Al no verlo, la multitud se había puesto a buscarlo, había subido a las barcas para alcanzar la otra orilla del lago y por fin lo había encontrado. Pero Jesús sabía bien el porqué de tanto entusiasmo al seguirlo y lo dice también con claridad: «Me buscan no porque han visto signos, sino porque comieron pan hasta saciarse» (v. 26). 

Evidentemente, Jesús quiere conducir a la gente  más allá de la satisfacción inmediata de sus necesidades materiales, por más importantes que sean. Bien sabemos todos que el alimento material es absolutamente necesario. De hecho, sin él no podemos vivir, sin embargo, es preciso abrirnos a un horizonte de la existencia que no sea simplemente el de las preocupaciones diarias de comer, de vestir, de pasarla bien, de la carrera, de los grandes logros personales o empresariales. Esto es ciertamente, fruto de una mirada obtusa, de un corazón impedido para trascender a causa de la ambición, del placer, de poder, del tener. 

Jesús nos habla al igual que a sus apóstoles y a la multitud, también a nosotros hoy del alimento que no perece, que es importante buscar y acoger. Quizá, sin darnos cuenta infravaloramos, minusvaloramos este empeño de Jesús de darnos con su Pan la Vida Eterna. Por eso insiste: «Trabajen no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre» (v. 27).

Tanto a la muchedumbre como nosotros, nos cuesta comprender las palabras del Maestro, muchas veces  creemos que Jesús pide observar preceptos, leyes, formas, estructuras, para poder obtener la continuación de aquel milagro, es decir, que siempre les de de comer, sin el menor esfuerzo y pregunta: «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28). La respuesta de Jesús es clara: «La obra de Dios es esta: que crean en el que Dios ha enviado» (v. 29). 

El centro de la existencia, lo que da sentido y firme esperanza al camino de la vida, a menudo difícil, es la fe en Jesús, el encuentro con Cristo. También nosotros preguntamos: «¿Qué tenemos que hacer para alcanzar la vida eterna?». ¡Crean en Mí! Nos dice Jesús.

Con esta afirmación Jesús pone la fe en su persona como la plataforma existencial de todo el discurso, que está a punto de hacer. Es decir, todo lo que Jesús dice está enfocado en transformar no solamente la mente y el corazón de la humanidad, sino de cambiar radicalmente la existencia de todos. De una humanidad condenada a consecuencia del pecado, ahora Jesús cambia radicalmente el rumbo, redireccionándonos, no solamente a una nueva conciencia, la de hijos de Dios, sino lanzándonos hasta la eternidad. Esto solamente es posible si nos damos la oportunidad de creer plenamente en Él, de creerle a su Palabra y actuar en consecuencia. 

No tiene sentido hablar de la Eucaristía, si no se reconoce en Jesús al Hijo de Dios y al pan bajado del cielo, que da la vida a los hombres. Qué sentido tendría el discurso del pan de vida sin creer, sin esta fe, la Eucaristía o llega a ser un rito mágico, con el que se piensa agraciarse a la divinidad y obtener ventajas materiales, o se hunde en una comida sagrada y fraterna en honor de la divinidad, sin real comunión con ella. Sin embargo, es triste constatar que la gran mayoría de los que acudimos a celebrar la misa, o no entendemos, y por eso no valoramos, o no creemos y por eso no comulgamos. Seguramente, de las personas que acuden a Misa, comulga, cuando mucho un veinte por ciento ¿cómo entender esto? ¿Qué lectura darle? Sin duda, cada quien tendrá su propia respuesta.

Por otro lado, la Eucaristía, como viene proclamado en cada Misa, es ante todo el «misterio de nuestra fe». Jesús está real y corporalmente presente en el altar; pero, si tú, si yo no tenemos fe, si no creemos,  para nosotros es como si no estuviese. Es como si una orquesta interpretase una música maravillosa ante un hombre completamente sordo. O como si a un ciego lo pusieran en la playa, a la orilla del mar para que disfrutara de la espléndida y maravillosa puesta del sol. Jesús reitera: «Crean en mí». La fe es lo básico, lo fundamental. 

Como afirmó el Papa Benedicto XVI, Aquí no se trata de seguir una idea, un proyecto, sino de encontrarse con Jesús como una Persona viva, de dejarse conquistar totalmente por él y por su Evangelio. Jesús invita a no quedarnos en el horizonte puramente humano y a abrirse al horizonte de Dios, al horizonte de la fe.

Exige sólo una obra: acoger el plan de Dios, es decir, «creer en el que él ha enviado» (cf. v. 29).

Moisés había dado a Israel el Maná, el pan del cielo, con el que Dios mismo había alimentado a su Pueblo. Ciertamente, Jesús aclara que no es Moisés el que da el pan del Cielo sino el Padre, pero finalmente, el pueblo es proveído. Jesús no da algo, se nos da a sí mismo: él es el «pan verdadero, bajado del cielo», él la Palabra viva del Padre; en el encuentro con él nos encontramos al Dios vivo.

Sin embargo, es triste constatar que no siempre creemos. Muchas veces dudamos, pareciera que estamos condenados a que la duda sea nuestra compañera de camino, y por ello acompaña frecuentemente a la fe, como su sombra. Fray Raniero Cantalamessa, Capuchino, nos dice que la duda es una palabra ambigua; puede tener dos significados bastante distintos: uno positivo y uno negativo. Es algo negativo cuando hace a la persona titubeante, «dudosa», incapaz de tomar cualquier decisión sospechosa, hasta el punto de no fiarse de nadie. Es, por el contrario, signo de rectitud y honestidad mental, por lo tanto algo positivo, cuando empuja a no tener o tomar por cierto durante un tiempo lo que no lo es. 

Después de Descartes, que ha teorizado la «duda metódica», en nuestros días, el mayor riesgo es el de idealizar la duda, hasta acusar de dogmatismo a una persona por el solo hecho de que tiene convicciones. La duda, también la buena, puede llegar a ser un fingimiento y, entonces, ya no es buena. Es un signo igual de estúpido tanto el no dudar de nada como el dudar de todo.

Pero, dejemos aparte todo esto y busquemos descubrir cuándo la duda es mala en las cosas de fe y cuándo, por el contrario, no lo es. Es mala cuando es fruto de la ignorancia y de la pereza; esto es, cuando uno, si quisiese, podría fácilmente profundizar en el problema, instruirse y resolver su duda; pero, no lo hace. Es mala, sobre todo, cuando nace del miedo a la verdad. La verdad, una vez hallada, te obliga a tomar decisiones, a actuar en consecuencia; mientras que con la duda puedes siempre remitir las cosas para más tarde y aceptar entonces el compromiso. La duda llega a ser, en este caso, una excusa para el trabajo y una cobertura para la pereza.

Por el contrario, la duda no es culpable cuando se quisiera creer y no llegar a tener dudas; y, por el contrario, se está asaltado por ellas; cuando la duda no es cultivada, sino sufrida. En este caso, la duda no sólo no excluye la fe, sino que la fortifica y la purifica. El viento, si no apaga la llama de una antorcha, la robustece. Forma parte de la misma naturaleza de la fe estar expuesta a la posibilidad de la duda. Es lo que la hace más humana y más meritoria. También, los grandes santos han debido luchar contra las dudas y las tentaciones sobre la fe. 

Pero, entonces, «¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (v. 28) pregunta la muchedumbre, dispuesta a actuar, para que el milagro del pan continúe. Pero Jesús, verdadero pan de vida que sacia nuestra hambre de sentido, de verdad, no se puede «ganar» con el trabajo humano; sólo viene a nosotros como don del amor de Dios, como obra de Dios que es preciso pedir y acoger. 

Es absolutamente necesario creer. Creer para que el milagro que de por sí sucede, pueda tener, y tenga efecto en nosotros. En primer lugar el fortalecimiento de la fe y en segundo lugar las practicas de caridad, de misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, en los días que todos tenemos, llenos de ocupaciones, de preocupaciones, de tensiones y de problemas, pero también en los de descanso y relajación, el Señor nos invita a nunca perder de vista que, aunque es necesario preocuparnos por el pan material y recuperar las fuerzas, más fundamental aún es hacer que crezca la relación con él, reforzar nuestra fe en Aquel que es el «pan de vida», que colma nuestro deseo de verdad y de amor. 

No olvidemos que no solamente tenemos hambre de pan material, no solamente es cuestión de saciarnos el vientre, sino de fortalecer nuestro espíritu con el alimento que nos da la vida eterno.

Izcalli, Edo Mex.

3 de agosto de 2024

Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.


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