Vive en sintonía con el Espíritu de Dios.
17 de junio
La
caridad, el gozo y la paz son virtudes que vuelven al alma perfecta en torno a
lo que posee; la paciencia, en cambio, la vuelve perfecta en torno a lo que
soporta.
Lo dicho
hasta aquí es lo que es necesario para la perfección interior del alma. Para la
perfección exterior del alma son necesarias las virtudes, algunas de las cuales
se refieren al modo cómo el alma que tiende a la perfección debe comportarse
con el prójimo; otras, en cambio, se refieren al régimen de los propios
sentidos.
Entre las
virtudes que el alma necesita en relación al prójimo, encontramos, en primer
lugar, la benignidad, con la que el alma devota, con sus comportamientos
agradables, corteses, cívicos, ajenos a toda grosería, cautiva a aquéllos con
quienes trata y atrae a imitar su vida devota.
Pero todo
esto es aún muy poca cosa. Conviene bajar a los hechos: y he aquí que nos viene
inmediatamente la benignidad, virtud que empuja al alma a servir de utilidad
para los demás. Y aquí es bueno señalar dos cosas bastante importantes para el
alma que tiende a la perfección. Una de ellas es ver que el prójimo no saca
provecho del bien que se le hace; la otra es, no sólo que el prójimo no siempre
saca provecho del bien que se le hace, sino, lo que es peor, ver que a veces
corresponde con ofensas y con ultrajes. Al alma no bien instruida le sucede con
frecuencia que cae en el engaño. Dios nos libre de ser víctimas de semejantes
emboscadas, tendidas por el enemigo para arruinarnos y correr sin premio.
Es
necesario, por tanto, que, contra la primera emboscada, nos armemos con la
hermosa virtud de la magnanimidad, que es una virtud que no permite que el alma
retroceda nunca al procurar el bien ajeno, incluso cuando ve que ningún
provecho saca el prójimo. Contra la segunda, es necesario armarse de
mansedumbre, que lleva a reprimir la ira, incluso cuando se ve correspondida
con ingratitud, con ultrajes y con ofensas.
Pero todas
estas hermosas virtudes todavía no bastan si no se les une la virtud de la
fidelidad, mediante la cual el alma devota adquiere prestigio y cada uno se
asegura de que en su obrar no hay doblez.
(23 de octubre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 197)
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