SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO C





HOMILÍA SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO “C”
Baruc 5,1-9; Filipenses 1,4-6; Lucas 3,1-6

Queridos hermanos y hermanas hemos encendido el segundo cirio de la corona de adviento como singo de que continuamos el camino emprendido hace ocho días con el firme propósito de poder llegar bien renovado y por lo tanto preparados para recibir de manera digna a nuestro Salvador. Hoy, por la mañana hemos celebrado la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, por ella nos vino la salvación, por ella Dios renovó su alianza con la humanidad, porque por ella nació Cristo Jesús. Este es un misterio singular, único que ha de sorprendernos hasta estremecer las más recónditas fibras de nuestro ser. Pero para que de verdad nos podamos dejar sorprender por el amor y la misericordia de Dios, es necesario desocuparnos, despreocuparnos, liberarnos de las cosas mundanas, de la cosas terrenas para continuar presurosos al encuentro de nuestro Salvador. Este encuentro genera en el pueblo esperanza, por eso, en la primera lectura el profeta invita a la ciudad desolada a vestirse de gala, de triunfo, de esplendor porque sus hijos vuelven del exilio. Nada hay que alegre tanto a una madre como la vuelta de sus hijos a casa. Vienen envueltos en un manto de esplendor sin precedentes. Jerusalén, la Ciudad Santa ha de revestirse con la justicia y la gloria de Dios. ¡Ojo! No con cualquier justicia, sino ¡con la de Dios! Por eso, la justicia deriva en paz y la gloria en piedad. Esto significa que el pueblo está, vive y camia en la presencia de Dios. Una sociedad que vive en paz es porque tiene a la justicia reinando; cuando los habitantes rebosan de piedad es porque se han dejado tocar por la gloria o esplendor de Dios. Nosotros, cristianos del Siglo XXI, hombres y mujeres posmodernos estamos viviendo tiempos difíciles, violentos, tristes, inseguros, y pensamos que con tal o cual gobierno nos vendrá la paz, la armonía, la esperanza, la alegría. Corremos el peligro de pensar que esta sociedad convulcionada por el consumismo, por el placer de tener y dominar está en vías de alcanzar el dominio absoluto no solamente del universo, sino de la vida del ser humano, para ello se emplean todo tipo medios, sin importar las consecuencias. El hombre está jugando a ser Dios y las consecuencias de semejante atrevimiento nos están deshumanizando, nos están confrontando a unos contra otros y pensamos que así vamos a alcanzar la paz. No hermanos, no. La paz no es simplemente ausencia de guerra, sino vivir en armonía y amor fraterno de unos para con otros y para con el universo, creación de Dios. Cuando nos ejercitamos en la justicia, entonces estamos generando un mundo en paz. Por eso el Señor es nuestra Justicia porque solamente él nos da la paz. Justicia y paz son inseparables. La piedad sin justicia envanece nuestras prácticas religiosas, porque las reducimos a meros ritos idolátricos. La justicia sin culto despoja al humano de su conciencia de trascendencia, por eso el nombre sempiterno de la ciudad de Dios tiene tan profundo significado: “Paz en la justicia y gloria en la piedad”.
Si nosotros tenemos en cuenta lo anterior, y actuamos en consecuencia, entonces nos convertimos en evangelizadores, en anunciadores de la Buena Noticia, como San Pablo lo fue para los cristianos de Filipos. Nuestro testimonio ha de ser capaz de impregnar las células paganas de esta sociedad. Ciertamente el mayor testimonioque podemos manifestar es el interés por crecer en la fe. Como dice san Pablo en la segunda lectura, que “su amor siga creciendo más y más y se traduzca en un mayor conocimiento y sensibilidad espiritual”. Esto es la fe, un dinamismo interior que da fuerza y vitalidad a nuestra existencia. La fe nos conduce a colaborar con el anuncio del evangelio, dedicar tiempo y forma para que la experiencia de Dios que nosotros ya tenemos la podamos compartir, y si no la tenemos que nos demos la oportunidad de beber de la fuente de la vida.
Es una fuente que brota del bautismo de conversión, anunciada por Juan el Bautista que nos lanza con vehemente urgencia a preparar el camino al Señor. Juan preparó a la humanidad para la primera venida de Cristo. No olvidemos que desde su nacimiento, Juan Bautista fue saludado por su Padre Zacarías como profeta “Y a ti niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del señor a preparar sus camino” (Lucas 1,76).Pareciera que en la actualidad, nosotros hoy estamos en búsqueda de profetas, en el mundo y en la Iglesia todos solicitan profetas. Los profetas tendrían que ser como los ojos de la humanidad. Sin los profetas la humanidad se siente ciega y no sabe que dirección tomar. Pero ¿qué significaría para nosotros hoy el mensaje del Evangelio que acabamos de escuchar? La semana pasada decíamos que el Evangelio de Lucas tenía una característica y ésta era la dimensión social, es decir Jesús en el evangelio reclama y reprueba la injusticia que se comente en contra de los otros. A los cobradores de impuestos, que tan frecuentemente desangraban a los pobres con exigencias arbitrarias, les dice “No exijan más de lo establecido” (Lucas 3,13). A los soldados proclives a la violencia: “No hagan extorsión ni se aprovechen de nadie” (Lucas 3,14). También las palabras que ahora mismo hemos escuchado sobre rebajar los montes, rellenar los valles y enderezar los caminos, pueden tener una aplicación muy concreta: y la podemos entender así: ‘Cada injusta diferencia social entre los más ricos (los montes) y los más pobres (los valles) debe ser eliminada o al menos reducida, deben ser eliminados o al menos disminuidos; los caminos torcidos de la corrupción, del engaño, de la mentira, ¡estos son los caminos a enderezar! Juan Bautista nos lanza, nos impulsa, nos empuja al cambio, denunciar la mentira, la injustica, la corrupción. Pero no olvidemos lo que hemos dicho anteriormente: principalmente con nuestro testimonio.
Pero además Juan Bautista nos anuncia la salvación mediante el perdón de nuestros pecados. Esto es algo grande, muy grande. Juan nos anuncia, nos acerca nos muestra la misericordia de Dios. Por eso es un profeta. El no anuncia la salvación futura; señala a uno que está presente. Juan es el que señala de inmediato con su dedo a una persona y grita: “Este es el cordero de Dios” (Juan 1,29), y además dice: “Aquel que era esperado desde siglos y siglos está aquí, es él”. ¡Terrible! ¡Terrible! ¡Terrible! ¡Qué sensación! “¡Qué escalofrío debió traspasar aquel día por el cuerpo de los presentes al escucharle hablar así!” ¡Es él!. Juan descubre al Mesías escondido bajo la apariencia de hombre como los demás. El Bautista inauguraba así la nueva profecía cristiana, que no consiste en anunciar una salvación futura, sino en revelar la presencia misteriosa y escondida de Cristo en el mundo.
¿Seré yo capaz de descubrir en Jesús de Nazaret al Salvador? De ser así ¿Cuál sería mi compromiso, mi testimonio de vida ante este mundo pagano? ¿Seré capaz de anunciarlo y darlo a conocer, o me avergonzaré de Él?
PAZ Y BIEN
FRAY PABLO JARAMILLO, OFMCAP

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