¡Considera tu dignidad Hermano Sacerdote!


 

 

“De la Carta de San Francisco de Asís a toda la Orden, a los Custodios”.

También ruego en el Señor a todos mis hermanos sacerdotes que son y serán o desean ser sacerdotes del Altísimo, que cuando quieran celebrar la misa, ofrezcan, puros y puramente, con reverencia, el verdadero sacrificio del santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, con santa y limpia intención, no por cosa alguna terrena ni por temor o amor humano, como para complacer a los hombres. Mas bien se oriente a Dios toda voluntad, deseando complacer sólo al mismo sumo Señor, en la medida de la gracia, porque sólo en ella se obra como a él le agrada; pues, como él dice: Haced esto en memoria mía; y si uno obra de otro modo, se convierte en un Judas traidor y se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor.

Recordad, hermanos míos sacerdotes, lo que está escrito en la ley de Moisés, que quien la incumplía, incluso en lo material, moría sin misericordia, por sentencia del Señor. ¡Cuánto mayores y más graves suplicios merecerán los que hayan pisoteado al Hijo de Dios y contaminado la sangre de la alianza, en la que es santificado, y ultrajado al espíritu de la gracia! Desprecia, pues, el hombre, contamina y pisotea al Cordero de Dios cuando, como dice el apóstol, no distingue ni discierne el pan santo de Cristo de otros alimentos o acciones, o lo come en vano e indignamente, a pesar de dice el Señor por medio del profeta: Maldito el hombre que realiza fraudulentamente la obra de Dios. Y a los sacerdotes que no quieren tomarse esto en serio los condena, diciendo: Maldeciré vuestras bendiciones.

Oíd, hermanos míos: si la bienaventurada Virgen es tan honrada, como se merece, porque lo llevó en su útero santísimo; si el bienaventurado Bautista se estremeció y no se atrevió a tocar la cabeza santa de Dios; si se venera el sepulcro donde yació algún tiempo, ¡cuán santo, justo y digno debe ser quien toca con sus manos, recibe en el corazón y en la boca y da a comer a otros no al (Cristo) mortal, sino al eternamente vencedor y glorioso, a quien los ángeles desean contemplar!.

Mirad vuestra dignidad, hermanos sacerdotes, y sed santos, porque él es santo. Y como el Señor Dios os ha honrado por encima de todos con este ministerio, amadlo así vosotros, reverenciadlo y honradlo más que a nadie. ¡Qué gran miseria y miserable mezquindad, cuando lo tenéis tan presente y vosotros os preocupáis de cualquier cosa del mundo! Todo hombre tema, todo el mundo se estremezca y exulte el cielo, cuando sobre el altar, en las manos del sacerdote, está Cristo, el hijo de Dios vivo. ¡Oh altura admirable y estupenda dignación! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh humilde sublimidad, que el Señor Dios del universo e Hijo de Dios se humille de ese modo, hasta esconderse en un pequeño trozo de pan, por nuestra salvación!

Mirad, hermanos, la humildad de Dios y derramad ante él vuestros corazones; humillaos también vosotros, para que él os ensalce. Nada vuestro, pues, retengáis para vosotros, para que os acoja totalmente quien se ofrece totalmente a vosotros.

Por eso amonesto y exhorto en el Señor que en los lugares donde viven los hermanos se celebre una sola misa diaria, según la forma de la santa Iglesia. Y si los sacerdotes del lugar son varios, por amor de caridad uno se contente con escuchar la celebración de otro sacerdote, porque el Señor Jesucristo llena a los que son dignos de él, ausentes o presentes. Él, aunque parezca estar en muchos lugares, permanece, no obstante, indiviso, sin merma alguna, y, siendo uno, obra en todas partes, como a él le agrada, con Dios Padre y con el Espíritu Santo Paráclito, por los siglos de los siglos. Amén.

 

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