Cuando nos dejamos iluminar por la luz
24
de febrero
San
Crisóstomo, hablando de la vanagloria, dice: «Cuantas
más obras realices, buscando aplastar la vanagloria, tanto más la estimulas».
¿Y cuál es la causa de esto? Dejemos que
nos lo diga el mismo santo doctor: «Porque todo lo
malo proviene del mal; solo la
vanagloria procede del bien; y, por eso, no se extingue con el bien sino que se
infla más».
El demonio,
querido padre, sabe muy bien que un lujurioso, un ladrón, un avaro, un pecador,
tienen más motivos para avergonzarse y para sonrojarse que para gloriarse; y,
por eso, se cuida mucho de tentarlos por ese lado, y les ahorra esta batalla.
Pero no se la ahorra a los buenos, sobre todo al que se esfuerza por tender a
la perfección. Todos los otros vicios se yerguen sólo en los que se dejan
vencer y dominar por ellos; pero la vanagloria levanta la cabeza precisamente
en aquellas personas que la combaten y la vencen. Se envalentona al asaltar a
sus enemigos, sirviéndose de las mismas victorias que han conseguido contra
ella. Es un enemigo que no se detiene nunca; es un enemigo que entra en batalla
en todas nuestras obras y que, si no se está vigilante, nos hace sus víctimas.
En efecto, nosotros, para huir de las adulaciones de
los demás, preferimos los ayunos ocultos y secretos a los visibles; el
silencio, al hablar elocuente; ser despreciados, a ser tenidos en cuenta; los
desprecios, a los honores. ¡Oh!, Dios mío. También en esto, la vanagloria
quiere, como suele decirse, meter la nariz, acometiéndonos con vanas
complacencias.
(2
de agosto de 1913, al P. Agustín de San Marcos in Lamis – Ep. I, p. 396)
Siempre y en todo es
necesario descubrir la intencionalidad de todo lo que de palabra o de obra
realizamos, ya que corremos el peligro de ser engañados por la astucia del
enemigo, haciéndonos pensar que todo lo que hacemos es bueno y por lo tanto,
poniendo en la cima nuestras actitudes. Qué peligroso es no acostumbrarnos a
cuestionarnos siempre y ser capaces de evaluar nuestra recta intención. Por eso
como dice el Apóstol de los gentiles, “el que se gloríe que se gloríe en el
Señor”. Ciertamente lo único que nos pertenece son nuestros vicios y pecados,
pero aún y con todo eso, hemos de darnos cuenta que es el Espíritu de Dios el
que nos capacita para descubrir nuestro pecado y nuestra limitación. Claro cuando
ponemos la luz de frente a un espejo es cuando podemos ver las manchas, la
imperfecciones la suciedad del mismo. De igual manera cuando nos ponemos de
cara a Dios, cuando nos dejamos iluminar por la luz del Espíritu Santo, en ese
momento aparecen todas nuestras imperfecciones no como campo de batalla, sino
como espacio para que la gracia de Dios trabaje en nosotros, para que nos
limpie, nos embellezca, y nos hermosee. Entonces ¿de qué tenemos que presumir? Todo
es obra de Dios no nosotros y todo es por su gracia, por su mérito y por su
misericordia. A Él la gloria, la alabanza y el honor por los siglos de los
siglos. Amén.
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