Ésta es la Puerta del Señor



Vengan benditos de mi Padre!
 
Queridos hermanos y hermanas ayer leíamos y nos dejábamos impresionar por Dios que hacía una invitación universal a su banquete. Se nos descubría así de manera plena, elocuente y misericordiosa el corazón de Dios. Porque Dios ha venido para invitarnos a todos a formar parte de ese banquete. Un banquete que como todos los importantes está permeado de alegría, de júbilo y de consuelo.

Estás son quizá las características clave de todos aquellos que se han encontrado con Dios y de todos los que esperamos su venida: la alegría: que nace del encuentro con alguien, en este caso con Dios y todo es esplendor de su reino. Sin embargo, no es solamente el esplendor el que causa la alegría, sino la actitud del Anfitrión para con sus invitados, que a diferencia de otros anfitriones que preparan un banquete, tienen la servidumbre que en su nombre preparan los platillos suculentos y además son los sirvientes quienes se encargan de atender a los comensales, inclusive de servirles los alimentos. En este caso no es así. Es el mismo Dios quien quién invita a todos. Es el mismo Dios el que atiende a los invitados de manera personal y cortés, y, por si fuera poco Él mismo se convierte en alimento.

De tan exquisitos detalles de parte del Anfitrión se desprende un júbilo, un gozo inmenso que nada ni nadie puede quitar a los comensales, a los asistentes al banquete porque ya están viviendo en el gozo de su Señor. Se trata de un júbilo existencial, profundo y absoluto que brota del encuentro con Aquel que es el generador de toda la vida humana y universal. Ante su presencia no queda más que la contemplación y la entonación de himnos y cánticos de alabanza y de acción de gracias por el Rey que se pone a servir a sus invitados.

Ante la realidad del banquete permeado de alegría y júbilo se olvidan todas las desazones, los infortunios, los sufrimientos y los fracasos que se han enfrentado con anterioridad a este banquete. Ahora  cobran sentido con el consuelo con que ahora se ven coronados. Ya no hay lugar a la tristeza, ya no hay lugar al dolor, ya no hay lugar al sufrimiento porque Dios a partir de este momento recapitula todo en Él y hace nuevas todas las cosas. El consuelo cobra rostro y corazón saturados de misericordia infinita para la restauración total del universo entero.

Queridos hermanos y hermanas esta es la realidad que nos espera y que se nos anticipa en cada eucaristía que celebramos, por eso hoy continuamos con este ambiente de fiesta, por eso hoy también nos llenamos de alegría, de júbilo y de consuelo porque Dios ha visitado y redimido a su pueblo.

Por eso también hoy juntamente con el profeta Isaías entonamos  cánticos de victoria y de esperanza porque la fidelidad de Dios no ha recordado su compasión, su amor y su misericordia. Es necesario que Tú y yo seamos también fieles a ese proyecto de restauración universal, para que la realidad del Reino pueda irse haciendo cada vez más visible y palpable en los ambientes donde nos toca hacer nuestra vida cotidiana. El Reino de Dios no es una teoría. ¡Es una tarea a la cual todos juntos estamos llamados a ir dando plenitud! Si bien es cierto una plenitud humana, pero cargada de sentido y esperanza porque nos hemos encontrado con el amor renovador de Dios. Hemos vuelto nuevamente a encontrar el Amor primero, aquel que Dios no ha manifestado desde los primeros inicios de la existencia del universo entero y con él desde la existencia del ser humano, desde nuestra propia existencia, que al final de cuentas es la existencia de la manifestación plena del Dios de la vida y del amor.

Es necesaria la confianza y el abandono en los brazos del Señor. Tenemos que descubrirnos y darnos cuenta que somos débiles, limitados, pecadores. Que nuestra lucha siempre va a ir encaminada entre el bien que queremos y deseamos hacer, y el mal que hacemos y no queremos hacer. Ésta será siempre nuestra realidad creatural. Ésta será siempre la lucha que iremos combatiendo mientras estemos en esta vida. Pero esto lejos de ser algo malo, se convierte en una tremenda oportunidad de ser cada día mejores. Solamente así podemos descubrir verdaderamente la gratuidad de la compasión y el amor de Dios sin medida. Solamente así no nos consideraremos merecedores ni del amor de Dios, ni del Reino que el mismo Dios nos comparte, sino simple y sencillamente hombres y mujeres llamados a participar de ese Reino de Justicia, de Paz y de gozo en el Señor.

Si ustedes y yo somos capaces de descubrir existencialmente esto, es decir si somos capaces de vivirlo entonces nos iremos forjando en la fe, la esperanza y la caridad de manera extraordinaria. Nuestra fortaleza verdaderamente será el Señor porque sabemos en quien hemos puesto nuestra confianza.

Entonces sí, que vengan todos los vendavales, que vengan todos los terremotos juntos, que las estrellas se bamboleen, y que el sol deje de brillas, que la luna no aparezca más y que las estrellas dejen de alumbrar. ¡Qué importa todo esto si estamos con Dios! ¡Hemos cimentado nuestra vida sobre la Piedra Angular que es Cristo Jesús, nuestro Dios y Salvador! A Él le reconocemos sí como nuestro Dios y Señor como el Es, el que Era y el que vendrá. Le reconocemos como el Verbo encarnado en el Seno purísimo de María Inmaculada, la Madre del Amor. En una palabra: Le reconocemos como al Dios hecho Hombre.

Este reconocimiento nos lleva necesariamente a un compromiso. “No todo el que me diga: “¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad de mi Padre, que está en los cielos”. Aquí encontramos precisamente el sentido del banquete del que hablamos al principio. Aquí se nos manifiesta la exigencia de entrar a vivir el gozo y el júbilo del Señor: La vivencia profunda de la Fe, la manifestación total de nuestra relación con Dios de nuestra parte y la transparencia auténtica y liberadora de la práctica de la Caridad. Qué maravilloso es descubrir a este Dios que nos interpela, nos saca de nuestras comodidades y nos invita a caminar  siempre con Él de su mano. Que el Señor nos lo conceda y nos haga capaces de arriesgarlo todo por el Evangelio.

 

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