¡Qué alegría cuando un tronco seco inicia a despuntar!
EL DON DE LOS HERMANOS Y DEL UNIVERSO
Queridos hermanos y
hermanas nos encontramos nuevamente como hermanos en la casa de nuestro Padre
Dios. Lo hacemos con la esperanza de poder nuevamente reconciliarnos con Él y
reconciliarnos con nosotros mismos y con el universo entero. En la actualidad
estamos siendo testigos de acontecimientos que nos desalientan, de
acontecimientos que muchas veces nos frustran. Sin embargo, no hemos de perder
nunca de vista que el sagrado tiempo del Adviento nos abre a la esperanza, a la
alegría, nos abre a soñar. También Isaías
fue testigo de situaciones extremas por las que tuvo que pasar su pueblo. Él
también estuvo tentado por la desesperación, pero fue capaz de aceptar la luz
que Dios le regalaba, pudo ver más allá, de la realidad circundante, y se dio
cuenta de que las guerras y las desgracias no tienen la última palabra, se dio
cuenta que la incertidumbre y la falta de esperanza sólo conduce a una agonía
que poco a poco va aniquilando a todos aquellos que no esperan en el Señor. Es necesario
recordar, pues, que es Dios, solamente
él, quien lleva adelante la historia. Por cierto, una historia de salvación. No
cualquier historia.
Dios le confió a Isaías
la difícil tarea de anunciar esta esperanza a sus conciudadanos. ¿Cómo anunciar
la victoria de Dios a un pueblo vencido y humillado? ¿Cómo anunciar la victoria
de Dios a un pueblo sin esperanza? Solo con la fuerza de la palabra que viene
de Dios y con la convicción de que Dios es fiel a lo que promete. ¿Pero cómo Dios
puede hacer esto? Interviniendo en el curso de la historia. Se trata del día de la intervención de Dios. El pueblo de
Israel tiene a Dios muy presente. Y Dios tiene a su pueblo en su corazón,
porque es el pueblo de su propiedad. Por eso, Dios escucha su clamor y Dios
interviene; ha intervenido muchas veces en la historia, pero, al final,
intervendrá de forma definitiva. El adviento es precisamente como esa voz que
nos recuerda que Dios se hará nuevamente presente en la historia de la
humanidad. Me recuerda que Dios está presente en mi propia historia.
Muchas veces solemos
pensar que las cosas ya no tiene remedio, que no es posible superar ciertas vicisitudes
de la vida, pareciera que todo está perdido que la planta se ha secado de raíz.
Evidentemente no es así: Con una parábola del campo comienza Isaías a dar
esperanza a su pueblo. Qué alegría cuando, de un tronco seco, comienza a
despuntar el verdor de la yema. Las plantas tienen su parte de misterio, no es fácil
saber si un árbol está del todo muerto, a pesar de las apariencias, la vida
puede estar circulando en su interior, en la oscuridad, en la profundidad
desconocida.
Pero esto sólo lo
pueden descubrir quienes estén llenos de esperanza. Quienes sepan agradecer las
maravillas que Dios va obrando día a día en todos y cada uno de nosotros y en
el universo entero. Las imágenes que Isaías nos presenta, son precisamente las
que nos manifiestan que el Reino de Dios ha llegado. La fraternidad universal
se hace presente y el anhelo de toda creatura de vivir en paz y justicia se
hace realidad para los que escuchan la Buena Nueva.
Sin embargo, aquí
entramos a otra dimensión del ser humano que le hace con mucha frecuencia
rechazar esa Buena Nueva. Me refiero al pecado. El pecado nos hace incapaces de
poder voltear nuestros ojos a Dios si no hay espíritu de conversión. Nos hace
incapaces de tenderle la mano al hermano necesitado si no es con espíritu de
fraternidad e igualdad. El pecado nos hace incapaces de vivir en nosotros la
vida de Dios. Por lo tanto el pecado bloquea la gracia en nosotros, no permite
que esa gracia fluya de manera absoluta y abundante. El pecado no es solo una
ruptura de nuestra relación con Dios, un rechazo de su voluntad. Es también el
desprecio de todos los regalos que Dios nos ha querido hacer para nuestro bien:
El regalo de la creación, el presente del hermano y el don del Espíritu, el
aliento de Dios, que habita en nosotros. Después del pecado, el hombre ya no
sabe quién es, el hermano ataca al hermano y la creación ya no es un lugar
seguro. Esta realidad tan tremenda la vivimos muchas veces al interior de
nuestra propia vida. La vivimos al interior de nuestro hogar, de nuestra
familia, donde todo tendría que ser alegría, armonía, gozo, verdad y paz, se
desata la guerra de la rivalidad. La vivimos también en nuestra sociedad que
clama a gritos: ¡piedad! ¡Misericordia! Cuántos de nosotros, sí, ustedes y yo,
cristianos, católicos, cuántos de nosotros abrimos nuestros oídos y nuestro
corazón a estos gritos acuciantes para ejercitarnos en el amor, la caridad y la
compasión con nuestros hermanos y con nuestro universo.
¡Misericordia! “Es la ley
fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos
sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. ¡Misericordia! Es la
vía que une a Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser
amados no obstante el límite de nuestro pecado”.
Queridos hermanos y
hermanas por eso Cristo Jesús se alegra en el Evangelio que la Iglesia nos
presenta para la Liturgia Eucarística de hoy, porque solamente los pequeños y
los humildes pueden entender estas cosas. Realmente “Ante la gravedad del
pecado, Dios responde con la plenitud del Perdón”, y esto solamente lo
entienden quienes se han encontrado con la misericordia infinita, sin límites y
sin condiciones de parte de Dios para con la humanidad.
De la mano de María
nuestra Madre nos encontramos ahora con la plenitud de la manifestación de la
Misericordia y del amor de Dios en Cristo Jesús presente en la Eucaristía que
ahora llenos de fe celebramos.
Paz y Bien!
Fray Pablo Jaramillo Escobar, OFMCap.
1 de diciembre de 2015.
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