La Luz de la Fe



 
Queridos hermanos y hermanas con la llegada del adviento llega también la esperanza de una vida nueva, de una vida rejuvenecedora, de una vida fresca que brota y nace del humilde pesebre de Belén. Ahí donde el mundo ha visto la salvación de Dios y la gloria se ha regocijado por el nacimiento de este Hijo que es el príncipe de la paz y de la justicia.

Nuevamente nos encontramos con el don de la misericordia de Dios, que una vez más nos invita a con centrar nuestra atención en Él mismo. La lectura del libro del profeta Isaías de hoy es sumamente elocuente y alentadora porque nos abre a la esperanza de lo bueno, de lo verdadero, de lo perfecto. Nosotros como cristianos católicos del sigo XXI también hemos de ser signo de esperanza para los demás. Principalmente para todos aquellos que están cerca de nosotros y se encuentran agobiados por la viada tan frenética que día a día vamos viviendo.

Corremos el peligro de perdernos de lo esencial y centrar nuestra atención en lo pasajero, en lo efímero, en lo aparatoso, en lo luminoso y artificial. No es esta vida la que el profeta nos anuncia, sino una total y absolutamente distinta, diferente impregnada y cargada de sentido porque la vida está a punto de brotar. Una vida abundante y digna porque el Creador, el Autor de la misma vida toma cuerpo y carne para recordarnos que la esperanza puesta en él llega a su culmen con su nacimiento en la tierra. Su llegada impregna de misericordia la vida de todo ser humano y nos impulsa a ir al encuentro de los demás. Ir al encuentro del otro es reconocerle como mi igual y del cual yo formo parte porque Dios me ha formado de la misma manera que a Él, y además ambos formamos también parte de la Palabra Encarnada. Esto hace posible una primavera de fraternidad universal, donde todos nos vemos como hermanos, pero esta fraternidad universal la empezamos a vivir entre nosotros. Con estos sentimientos al ir al encuentro del otro y descubrir que soy parte de Él también podemos descubrir la capacidad de amar y servir.

Desde esta perspectiva descubrimos que el Reino ha llegado a nosotros porque todos nos veremos y viviremos como verdaderos hermanos. Escucharemos las palabras del Señor, palabras de consuelo y de amor. Palabras de verdad y de justicia que alienten la escucha y la aceptación del mensaje de salvación venido para la humanidad entera. Entonces los ojos de los ciegos se abrirán y contemplarán la gloria del Señor. Se abrirán para contemplar la creación de Dios y descubrir en ella la impronta de su ser. Descubrirán así al Dios de la luz, y del amor que puede hacer nuevas todas las cosas. Simplemente hace falta un poco de fe. “¿Creen que puedo hacerlo?”… Lo primero que nos pide el Señor es la fe. Sí, una fe ciega. Ahí sí que literalmente es necesario confiar en lo que no se ve. Es decir confiar en que Dios lo puede hacer, en que Dios nos puede transformar, en que Dios nos puede hacer creaturas nuevas, capaces de ver y descubrirle primeramente a Él, y con Él las maravillas que ha hecho y creado para todos los hombres y mujeres de todos los tiempos.

Por lo tanto, el acto primero y fundamental para transformarse en verdaderos cristianos es el de creer, el de tener fe en Dios. Un cristiano no ha de ser uno más del montón. Ha de ser una persona que se caracterice por su estilo de vida. Por su alegría. Por su esperanza. Por su caridad. Por su solidaridad. Por su confianza en Dios. Por su comportamiento y actitudes para con los demás. Un cristiano para serlo de verdad, ha de dar razón de su fe con sus obras. Es necesaria la fe en la existencia de Dios, no se trata de  una opinión entre otras muchas que podemos tener. Ésta es una cuestión vital! Una persona que no vive de la fe en Cristo Jesús, es una persona triste, sombría, sin alegría y sin esperanza auténtica en el día de mañana. Si Dios existe, nuestra vida cambia radicalmente. Si Él existe, toda la vida es luz y tenemos una guía para saber cómo vivir y hacia dónde dirigirnos. Si nos hemos encontrado con Él, entonces no podremos callarnos, todo lo contrario, lo anunciaremos y lo daremos a conocer a todos en todo nuestro entorno, para que los demás puedan encontrarse también con Él y ser plenamente felices como lo somos nosotros que le conocemos a Dios.

La fe debe ser la orientación fundamental de nuestra vida. Creer es decir: “Sí, creo que tú eres Dios, creo en tu Hijo encarnado, que murió por mí y está presente entre nosotros”. Creer, pues no es sólo una forma de pensar, o una idea. Creer quiere decir seguir la Palabra de Dios hecha carne en Jesús. ¡Cuán importante es para nosotros creer en la fuerza de la fe! Debemos cuidar con esmero el desarrollo de nuestra fe, para que penetre realmente todas nuestras actitudes, nuestros pensamientos, nuestras acciones e intenciones. Que la fe ocupe el primer lugar en nuestra vida, para que de ahí le demos paso a la caridad, manifestada en nuestras obras. Si creemos nos podemos encontrar así con la misericordia de Dios que nos ama con ternura, y que  “no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor que es como el de un padre o de una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo.

En este período de Adviento pidámosle a María, nuestra Madre Inmaculada, que Ella nos enseñe cómo vivir de fe, cómo crecer en la fe, cómo permanecer en contacto con Dios en los acontecimientos ordinarios diarios de nuestra vida cotidiana.

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