María un Camino que nos conduce al encuentro con Cristo
Durante
tres domingos anteriores hemos venido preparándonos para un encuentro muy
importante. Nos hemos propuesto levantarnos de nuestras comodidades, dejar
nuestras seguridades y ponernos en camino. Un camino que venimos recorriendo
con cierta alegría, con entusiasmo y tal vez también con dificultades. No se
trata de un camino incierto, sino de un camino perfectamente claro y que
sabemos a dónde nos va a conducir. Un camino que nos va conduciendo al
encuentro con Cristo Jesús en el Portal de Belén, que quiere decir en el portal
de nuestra vida. Ahí en su pequeño pesebre que es nuestro corazón, ahí nacerá
Jesús nuevamente. Tal vez hemos estado sumamente ocupados entre una y mil
cosas, entre idas y venidas. Sin embargo hoy estamos aquí. En este domingo
cuarto de adviento, es necesario que nos dejemos sorprender por la Palabra. Pareciera
que hemos perdido la capacidad de sorprendernos y eso habla de nuestra poca
sensibilidad y capacidad de amar profundamente y de nuestra poca capacidad de
entregarnos generosamente. Es necesario que recordemos que el Dios de amor nos
salvará, pero es necesario que nos dispongamos para tal acontecimiento que ya
está tocando a las puertas de nuestro corazón y las fibras de nuestra vida. Estamos
dentro del marco de un año muy especial, lo veíamos con la celebración del
pasado domingo en la Misa con la apertura del Año Santo de la Misericordia. Recordábamos
nuestro ser de peregrinos y forasteros, por eso nos reuníamos fuera de la
Iglesia, en el atrio, como si al momento de abrir las puertas e ingresar Dios
mismo abriera sus brazos para acogernos, para acariciarnos y para acunarnos en
su regazo. Como si Cristo mismo pendiente de la Cruz y que siempre preside
nuestras liturgias desclavara sus manos para acogernos y abrazarnos. Entrabamos
así en el misterio de la salvación, de nuestra propia salvación. Para ello
bendecíamos el agua y nos dejábamos asperjar, bañar por ella como signo de
purificación, como signo de limpieza y de destrucción, como signo de morir a
nosotros mismos para que la vida resurgiera desde dentro en todos y cada uno de
nosotros. Continuábamos con el hermoso rito de la entronización del Evangelio
en los confesionarios. La Palabra que nos escucha y nos alienta a seguir. La
presencia de Cristo en los confesionarios que son la puerta donde el alma
encuentra la fuente del amor, la puerta de entrada donde se experimenta de
manera especial el amor y la misericordia de Dios. Culminábamos tras la
Eucaristía con la veneración a María Madre de Misericordia.
Así
avanzábamos a pasos agigantados comprometiéndonos a vivir este Año Jubilar de
la Misericordia con Intensidad, compromiso y caridad. Hoy nos encontramos con
el último domingo de Adviento, es el que nos debe preparar inmediatamente a la
Navidad. Es necesario centrarnos, disponernos y pensar también en el sentido
religioso de la fiesta. No solamente en lo externo, no solamente en lo que nos
distrae, no solamente en los regalos y en los adornos que muchas veces lo único
que quieren hacer es esconder nuestra propia realidad.
La liturgia
de Adviento nos presenta dos grandes guías para la Navidad: Juan el Bautista y
María. A Juan el Bautista lo escuchábamos el domingo anterior invitándonos a
preparar el camino al Señor. Ahora, el Precursor nos entrega a la Madre para
que sea ella la que complete nuestra preparación para la Navidad. Y, en efecto,
el Evangelio de hoy es el de la Visitación de María a Isabel, que concluirá con
el Magníficat… Derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a
los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacío… (Lc
1,52-53).
Con
estas palabras María nos ayuda a acoger un aspecto importante del misterio
natalicio sobre el que hoy deseo insistir: la Navidad como fiesta de los
humildes y como rescate de la gente pobre. En el mundo de hoy se van perfilando
dos nuevas clases sociales, que ya no son las mismas con las que se razonaba en
el pasado, es decir, los patrones y los proletarios. Son, más bien, una parte,
la sociedad cosmopolita, que sabe el inglés, que se mueve a su antojo en los
aeropuertos del mundo, que sabe usar la computador, y “navegar” en internet,
para la cual la tierra es ya el “pueblo global”; por otra, la gran masa de
quienes apenas han salido del país, en el han nacido, y tienen un acceso
limitado o sólo indirecto a los grandes medios de comunicación social (apagón
analógico). Son éstos, hoy, respectivamente, los nuevos potentados y los nuevos
humildes.
María
nos ayuda a poner las cosas en su sitio y a no dejarnos engañar, como lo hace
una verdadera y buena madre. Nos dice que frecuentemente los valores más
profundos se escondan entre los humildes; que los acontecimientos que más
inciden en la historia (como el nacimiento de Jesús), sucedan en medio de ellos
y no sobre los grandes teatros del mundo. Belén era la más “pequeña entre las
aldeas de Judá”, dice la primera lectura de hoy; y, sin embargo, fue en ella en
donde nació el Mesías. Nosotros podemos ver esto mismo en nuestro País con el
acontecimiento guadalupano, que es más que folclor y tradición, que es más que
hacer fiesta, y por cierto, en muchas ocasiones fiesta pagana.
En este
año en el que celebramos el gran jubileo de la Misericordia, donde las
bienaventuranzas y las obras de misericordia han de ser el estandarte de todo
cristiano, el mensaje del Magnificar, es sumamente cercano al que Jesús
proclamará más tarde con las Bienaventuranzas. “ha mirado la humillación de su
esclava” (Lc 1,46): ¿Qué quería decir con esto la Virgen? “Ha mirado mi
pobreza, mi contar tan poco”. Había tantas jóvenes ricas, bellas, cultas,
espléndidamente vestidas en Jerusalén, hijas de nobles o de sumos sacerdotes, y
el Señor se ha dignado volver su mirada sobre una pobre muchacha de ¡la más
olvidada aldea de Galilea! Esto quería decir María.
La “elección
preferencial” por los pobres es algo que Dios ha hecho mucho antes del concilio
Vaticano II. La escritura dice que “El Señor es sublime, se fija en el humilde”
(Sal 138,6) y que “Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes”
(1 Pe 5,5). A través de toda la revelación él se nos presenta como un Dios que
se inclina sobre los humildes, los afligidos, los abandonados y sobre aquellos,
que son nada a los ojos del mundo. San Pablo escribe: “Ha escogido Dios a los
débiles del mundo, para confundir a los fuertes” (1 Cor 1,27).
Queridos
hermanos y hermanas todo esto tiene una lección actualísima. En efecto, nuestra
tentación es hacer exactamente lo contrario de lo que Dios ha hecho: querer
mirar a quien está en lo alto, no a quien está en lo bajo; a quien está bien,
no a quien se encuentra en la necesidad. Queridos hermanos, no podemos
contentarnos con recordar que Dios mira a los humildes, o con morar nosotros
mismos a los humildes. Debemos llegar a ser nosotros mismos los pequeños y los
humildes, al menos, de corazón. La basílica de la Natividad de Belén tiene sola
una puerta de ingreso y es tan baja que no se pasa por ella si no es
encorvándose profundamente. Esa puerta nos debe recordar que para penetrar en
el significado profundo de la Navidad es necesario abajarse y hacerse pequeños.
Si no
podemos hacernos pequeños delante de Dios al que no vemos, hagámonos pequeños
delante del hermano al que vemos. “Háganse imitadores de Dios” nos dice san
Pablo (Ef. 5,1). Imitar lo que Dios ha hecho significa en la Navidad abandonar
todo pensamiento de hacerse justicia por sí solos con cada recuerdo de injuria
recibido, cancelar del corazón todo resentimiento hacia todos ¡Dios nos ha
perdonado siempre y no guarda rencor contra ninguno de nosotros! No admitir
voluntariamente ningún pensamiento hostil contra nadie. Es necesario descender
para entrar en el portal de Belén y adorar al Salvador.
Hablando
de pequeños y humildes, no podemos pasar en silencio la categoría de los
pequeños por excelencia, que son los pequeños también físicamente, los niños. Al
respecto, no se puede dejar de mencionar un hecho tristísimo: los abusos
cometidos contra ellos en todos los ámbitos de la sociedad, incluida la Iglesia.
Por ello hemos de pedir siempre perdón, hacer penitencia y recibir la justa
sentencia de Dios. Pero ¿qué decir también de los niños en peligro de muerte
desde en el seno de sus madres? Ellos son los inocentes por excelencia, y el
lugar que en teoría tendría que ser el más seguro, el más tierno, el más
acogedor: el vientre de la Madre se ha convertido en el lugar más peligroso, de
mayor inseguridad, vulnerabilidad para la vida del bebé. Dios quiera que las
Madres que se sienten tentadas a matar a sus hijos escuchen la voz de Dios que
es la voz del amor, de la vida, de la compasión y de la misericordia. Que María
Madre de Misericordia les acompañe para que como ella sean mujeres valientes
para defender a sus hijos hasta las últimas consecuencias. Así pues, que este
domingo que nos prepara de manera inminente a la Navidad nos ayude a
reconciliarnos con Dios y con nuestros hermanos para que Jesús pueda nacer y
vivir en nuestro corazón.
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