LECTIO DIVINA XXII MARTES DEL TIEMPO ORDINARIO. Sé que tú eres el santo de Dios.

 LECTIO DIVINA XXII MARTES DEL TIEMPO ORDINARIO

Jesucristo murió por nosotros para que vivamos con él.

1 tesalonicenses: 5, 1-6. 9-11. Lucas: 4, 31- 37

 


 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Jesucristo murió por nosotros para que vivamos con él.

De la primera carta del apóstol san Pablo a los tesalonicenses: 5, 1-6. 9-11

 

Hermanos: Por lo que se refiere al tiempo y a las circunstancias de la venida del Señor, no necesitan que les escribamos nada, puesto que ustedes saben perfectamente que el día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando la gente esté diciendo: "¡Qué paz y qué seguridad tenemos!", de repente vendrá sobre ellos la catástrofe, como de repente le vienen a la mujer encinta los dolores del parto, y no podrán escapar.

Pero a ustedes, hermanos, ese día no los tomará por sorpresa, como un ladrón, porque ustedes no viven en tinieblas, sino que son hijos de la luz y del día, no de la noche y las tinieblas.

Por lo tanto, no vivamos dormidos, como los malos; antes bien, mantengámonos despiertos y vivamos sobriamente. Porque Dios no nos ha destinado al castigo eterno, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Porque él murió por nosotros para que, cuando él vuelva, ya sea que estemos vivos o hayamos muerto, vivamos siempre con él. Por eso anímense mutuamente y ayúdense unos a otros a seguir progresando, como de hecho ya lo hacen. 

 

Palabra de Dios. 

R/ Te alabamos, Señor.

 

Hemos llegado al final de la primera carta a los Tesalonicenses. En este capítulo conclusivo vuelven a emerger todos los temas desarrollados hasta ahora con la fuerza de una última y decisiva exhortación: «No durmamos» (v. 6). 

Los cristianos de Tesalonica tenían ante ellos el ejemplo de los que se encandilaban con la bienaventuranza de un mundo vano, se abandonaban al ocio, a las habladurías, a los vicios de la vida nocturna; estaban convencidos de que nada podría perturbar su seguridad (cf. v. 3), seguros de que se habían construido una paz duradera. Tal vez ésos pertenecían a la misma comunidad creyente, aunque, a buen seguro, su estilo de vida era más semejante al de los paganos, que no creían en la llegada del juicio de Dios. 

Eso es lo que distingue a los hijos de la luz de los hijos de las tinieblas: la fe en el día del juicio, en su carácter ineludible. Es seguro que vendrá, y lo hará como un ladrón, que actúa por sorpresa cuando la noche ya está avanzada, o como los dolores de una mujer encinta, que se notan cuando la naturaleza ya ha dado vía libre al proceso del parto. Saber que todo esto ha de suceder -y sucederá de manera imprevista- convierte a los cristianos en «gente de luz», en personas que tienen los ojos bien abiertos, que conocen el sentido y el fin de este mundo. Los creyentes, al contrario de los que duermen, que andan a tientas en la oscuridad, tienen confianza en la salvación que Dios ha llevado a cabo por medio de Cristo Jesús. Por eso no temen aquello de lo que los otros hombres tienen miedo, o sea, la muerte, porque ésta no es más que un sueño (cf. el v. 10: «tanto despiertos como dormidos») que no tiene poder para separarnos del Señor.

 

EVANGELIO

Sé que tú eres el santo de Dios.

Del santo Evangelio según san Lucas: 4, 31- 37

 

En aquel tiempo, Jesús fue a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados enseñaba a la gente. Todos estaban asombrados de sus enseñanzas, porque hablaba con autoridad. 

Había en la sinagoga un hombre que tenía un demonio inmundo y se puso a gritar muy fuerte: "¡Déjanos! ¿Por qué te metes con nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido a destruirnos? Sé que tú eres el Santo de Dios".

Pero Jesús le ordenó: "Cállate y sal de ese hombre". Entonces el demonio tiró al hombre por tierra, en medio de la gente, y salió de él sin hacerle daño. Todos se espantaron y se decían unos a otros: "¿Qué tendrá su palabra? Porque da órdenes con autoridad y fuerza a los espíritus inmundos y éstos se salen". Y su fama se extendió por todos los lugares de la región. 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Da comienzo la «jornada de Cafarnaún», modelo para los discípulos de cómo usó el maestro el tiempo que le fue dado vivir en esta tierra. El día es un sábado, lo que añade un significado particular, como veremos en los próximos días. 

Jesús desarrolla su primera actividad en la sinagoga, en medio de los creyentes, de sus hermanos en la fe. Aquí «habla con autoridad», o sea, que su enseñanza no se limita a repetir las enseñanzas tradicionales, a repasar, como perlas de un collar, las sentencias de los maestros antiguos (según la costumbre rabínica). Jesús, al contrario, interpreta la Escritura siguiendo una nueva inspiración, revelando significados hasta ahora desconocidos; en vez de volver a recorrer el surco de la tradición, opta por inaugurar un nuevo camino, un camino capaz de interpelar las conciencias (la gente «estaba admirada de su enseñanza»: v. 32). 

Los gestos de Jesús provocan asimismo la manifestación de la verdad. Su manera de proceder frente al endemoniado no se puede comparar con la de los exorcistas comunes judíos, obligados a recurrir a fórmulas y ritos destinados a alejar al Maligno. Aquí es el demonio mismo, voz del mal, el que toma la iniciativa, porque se siente amenazado en su propio ser por la simple presencia de Jesús, que es la presencia misma de la Santidad divina. El bien y el mal, la vida y la muerte, se enfrentan ya en duelo desde el comienzo de su ministerio y frente a él se descubren los secretos de los corazones: desde este momento se inaugura la «crisis», el «juicio» de Dios.

 

MEDITATIO

 

El lenguaje empleado por Pablo juega con una especie de equívoco entre los términos «dormir» y «estar despierto». En el lenguaje común de los cristianos, «los que duermen» eran los difuntos, aquellos que habían cerrado los ojos a la luz del día en espera de ser despertados por la resurrección. La muerte, como siempre, suscita espanto y angustia. Así era para los cristianos de Tesalónica, y lo mismo nos pasa a nosotros... Dado que debemos morir, ¿acaso no valdrá la pena disfrutar de la vida, aprovechar cada ocasión de placer, de los que «la moral» parece querer privarnos? Entonces, carpe diem, y no pensemos más. La idea de Pablo es que los que están convencidos de estar despiertos y de haberlo comprendido todo, en realidad «duermen», tienen ofuscados los ojos de la mente y viven en la oscuridad más total. Están más muertos que los muertos, más en la oscuridad que ellos; estos últimos, en efecto, pronto serán despertados para la vida eterna, mientras que aquéllos seguirán siendo siempre esclavos de las tinieblas. 

Lo que marca la diferencia es la fe en el «Santo de Dios», cuya muerte tiene el poder de hacernos renacer para siempre a la vida, porque él ha vencido a la muerte y ha condenado al Maligno a la derrota. Al mismo tiempo, Cristo se pone como piedra de tropiezo para todos aquellos que se esconden en las tinieblas, obligándoles a salir a la luz, a declarar su propia identidad. Éste es el juicio de Dios que el Mesías ha inaugurado con su venida: acoger o rechazar a Jesús significa acoger o rechazar la vida, la salvación, acoger o rechazar a Dios.

 

ORATIO

 

Señor Jesús, tu presencia en medio de nosotros es piedra de tropiezo para nuestras conciencias; tu vida produce el escándalo o el asombro por el milagro, revelando el secreto de los corazones: ¿quién ha de perder con tu venida? Tú has venido a salvar a la humanidad. Sin embargo, has venido trayendo la espada -la espada de la Palabra-, la espada de doble filo que penetra hasta el punto más profundo del alma, allí donde el hombre pronuncia su juicio: quien no está contigo está contra ti.

Como el Dios de la creación, has puesto un límite a las tinieblas que había en nosotros, has marcado para siempre su límite: quien pierde su vida para servirte, quien confía su propia vida a tu Palabra, quien renuncia a los honores del mundo para ir detrás de ti lleva en él tu misma luz, vive de tu misma vida. Por último, como juez divino, nos has enseñado a fijar nuestros ojos en la realidad eterna, a ver más allá de las apariencias, a no tener miedo de la muerte, para vivir ya desde ahora en la alegría de nuestra vida contigo.

 

CONTEMPLATIO

 

Ciertamente moriremos, pero no estaremos predestinados a la muerte como antes, cuando estábamos encadenados a la muerte por el pecado. Si es así, se puede decir con razón que no moriremos. En efecto, hay algunos que escaparán de la muerte, pero también serán transformados. Existe el dominio de la muerte, ese del que, una vez muertos, no seremos admitidos a volver a la vida. Pero dado que no moriremos y después de la muerte viviremos de nuevo -y con una vida mejor- está claro que este morir no es muerte, sino dormición. 

Así pues, si el mismo Señor de la vida y de la muerte -vida de toda la creación, resurrección de los muertos, luz del mundo, que con su muerte ha aniquilado al que tiene el poder de la muerte-, obligado por su amor a los seres humanos, pensó que no debía pasar inmune ni siquiera por esta ley, y si, para hacerse semejante a nosotros en todo y mostrar que esta bajada a la tierra se había vuelto necesaria, él mismo asumió la misma obligación nuestra, ¿cómo no podría estar claro que las almas de todos están invitadas a ser trasladadas a aquellos lugares resplandecientes que convienen de modo claro a la sagrada condición de los santos (Andrés de Creta, Omelie mariane, Roma 1987, pp. 152ss, passim).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Por lo tanto, animaos mutuamente y confortaos unos a otros con estas palabras» (cf. 1 Tes 5,11).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Ciertamente, también a nosotros, hombres de hoy, nos visitan el sufrimiento y el luto, la melancolía y el dolor por el inconsolable sufrimiento del pasado, por el sufrimiento de los muertos. Ahora bien, todavía son más fuertes al parecer, nuestra reticencia a hablar de la muerte en general y nuestra insensibilidad hacia los muertos. ¿Acaso no son demasiado pocos los que mantienen, o intentan mantener, una relación de amistad o fraternidad con los muertos? ¿Quién se da cuenta de su insatisfacción, de su silenciosa protesta contra nuestra indiferencia, contra la rapidez con la que los olvidamos para ocuparnos de los asuntos cotidianos? Por lo general, no tenemos ninguna dificultad para rebatir éstos o análogos problemas, porque los rechazamos o denunciamos como situados «fuera de la realidad». Pero, entonces, ¿qué idea tenemos de la realidad? Acaso sólo la fugacidad y el carácter amorto de nuestra conciencia infeliz, la trivialidad de nuestras preocupaciones? [...]. 

Ahora bien, si nos quedamos demasiado tiempo como esclavos de la absurdidad y de la indiferencia hacia los muertos, al final no podremos hacer más que promesas triviales a los vivos [...]. En esta situación, nosotros, los cristianos, confesamos nuestra esperanza en la resurrección de los muertos no en virtud de una utopía bien construida, sino en virtud del testimonio de la resurrección de Cristo, que constituye desde el comienzo el núcleo de nuestra comunidad cristiana. Lo que los discípulos atestiguaron no era fruto de sus vanos deseos, sino que se trataba de una realidad que se impuso contra todas las dudas y les hizo proclamar: «Verdaderamente, ha resucitado el Señor» (Lc 24,34). El programa de la esperanza de la resurrección de los muertos, basado en el acontecimiento pascual, nos abre a todos un futuro, a los vivos y a los muertos (Sinodo alemán, en Facciamo l'uomo, Brescia 1991).

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