El desierto es el lugar de purificación de las almas santas


9 de junio
Me veo puesto en la extrema desolación. Estoy solo para llevar el peso de todos; y el pensamiento de no poder aportar alivio de espíritu a aquellos que Jesús me manda, el pensamiento de ver a tantas almas que vertiginosamente se quieren justificar en el mal a despecho del sumo bien, me aflige, me tortura, me martiriza, me consume poco a poco el cerebro y me deshace a pedazos el corazón.
¡Oh Dios! ¡Qué espina siento clavada en el corazón! Las dos fuerzas que en apariencia parecen totalmente contrarias, la de querer vivir para ser de utilidad a los hermanos del exilio y la de querer morir para unirme al Esposo, en estos últimos tiempos, las siento agigantarse en grado superlativo en la punta más alta del espíritu. Me despedazan el alma y me quitan la paz, aunque no la más profunda. Aunque es cierto que la paz la tocan, digámoslo así, solamente por fuera, reconozco que me es muy necesaria para poder actuar con más dulzura y con más unción.
¡Ah!, padre mío, padre mío, no me deje solo; auxílieme con la oración y con sus consejos. Le digo que me encuentro en una soledad que me quita la calma y el descanso e incluso el apetito. Si se sigue de esta manera, digo que se está a la puerta de una gran crisis, porque me doy cuenta de que también el cuerpo está sufriendo las actuaciones del espíritu; y yo temo más por aquello que por esto, no por mí, sino absoluta y exclusivamente por los demás.
(8 de octubre de 1920, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1180)

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