Jesús Consuelo y Vida mía.


6 de junio
Mi Bien, ¿dónde estás?; ya no te conozco ni te encuentro; pero es necesario buscarte a ti, que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios! y ¡Dios mío!... Ya no sé decirte otra cosa: «¿Por qué me has abandonado?». Más allá de este abandono, yo ignoro, ignoro todo, hasta la vida que ignoro si la vivo.
Mi queridísimo padre, no me abandone en esta agonía desgarradora; estoy a punto de perderme; estoy para ser triturado bajo la pesada mano de un Dios justamente indignado conmigo. Recuerde que el Señor me confió a su guía, consuelo y salvación. Recuerde que, desde el momento mismo en que el Señor me confió a usted, yo le he tenido por padre de mi alma, comprometiéndome ante el cielo a manifestarle toda mi ternura de hijo, que la siento y la cultivo todavía; y siempre he seguido con avidez sus mandatos y enseñanzas.
Oh padre mío, ¡auxílieme! Quisiera, si me fuera posible, derramar en esta carta mi alma, que se va consumiendo; pero usted comprende bien que no me es posible: me encuentro en una dolorosa impotencia… Solamente puedo gritar; y de esto comprenderá cuál es mi pobreza y bajeza, mi miseria e indigencia. Implore para mí la ayuda del cielo, la perfecta conformidad con los puros, ocultos, divinos y santos deseos, docilidad firme, constante y férrea a la obediencia, la única tabla a la que asirme en el fuerte fragor de la tempestad, la única tabla a la que agarrarme en este naufragio del espíritu.
 (4 de junio de 1918, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1026)

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