29 de octubre

Todos los males corporales y espirituales se ponen de acuerdo para atormentarme. Me siento turbado en el espíritu. Quisiera, no digo orar, que sería demasiado, pero sí tener un solo pensamiento sobre Dios; pero, en esta situación, todo me resulta imposible. Me veo lleno de imperfecciones; todo el coraje que sentía antes, me abandona absolutamente. Me veo debilísimo para practicar la virtud, para resistir los asaltos de los enemigos. Ahora, más que nunca, me convenzo de que en absoluto soy bueno. Me asalta una profunda tristeza, y un pensamiento terrible pasa por mi mente: el de poder ser un iluso sin darme cuenta de ello. ¡Sólo Dios sabe qué tormento es éste para mí! ¿Quizás el Señor, pienso yo, podrá permitir, como castigo de mis infidelidades, que yo, sin saberlo, me engañe a mí mismo y a mis directores espirituales? ¡¿Y qué hacer para superar esta duda, cuando, por una luz que llevo en el alma, conozco perfectamente mis muchas caídas, en las que voy involuntariamente cayendo siempre, no obstante los muchos tesoros del Señor que llevo en mí?!

Lo que descubro con verdad y claridad es que mi corazón, también entonces, ama mucho, bastante más de lo que descubre mi entendimiento. Sobre esto no me asalta ninguna duda; y estoy tan seguro de amar que, después de las verdades de fe, de ninguna otra cosa estoy tan seguro como de esto.

En esta situación, lo que sé decir con certeza es que no ofendo a Dios más de lo acostumbrado porque, gracias al cielo, la confianza en él no la pierdo nunca. En cuanto el Señor viene a visitarme, todo esto se pasa; el entendimiento se me llena de luz; la fortaleza y todos los buenos deseos los siento revivir en mí; y hasta en las enfermedades corporales me veo bastante aliviado.

 (1 de noviembre de 1913, al P. Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 420)

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