San Félix de Nicosia, OFMCap "Sea por amor de Dios"
San Félix de
Nicosia, OFMCap 1715-1787
Humildad y
Obediencia en la vida[1]
Fernando
de Riese Pio X
San
Félix pasó los 72 años de su vida –exceptuada su permanencia en el convento de
Mistreta desde el 10 de octubre de 1743 al 10 de octubre de 1744, donde tomó el
hábito, hizo el novi ciado y emitió sus votos, en su ciudad natal de Nicosia,
en el centro de Val Demone, al abrigo de una roca altísima, casi punto central
geográfico de Sicilia, coronada por las pequeñas ciudades de Gangi, Troina,
Leonforte, en la provincia de Enna.
Nicosia,
a 700 metros sobre el nivel del mar, se sitúa panorámicamente sobre los
declives de cuatro rocas –San Salvatore, Rocca Poeta, Monte Oliveto, Colle dei
Capuccini – y deja a sus espaldas algunas cumbres montañosas de las sierras
Madonia y Nebrodi, teniendo al oriente el volcán Etna con sus 3.263 metros de
altura. Estos particulares elementos geográficos inciden en el alma y en la historia
de la población siciliana y caracterizan, con frecuencia, a sus hombres por la
rudeza y, a la vez, afectuosidad en el trato, por la voluntad decidida y la
acendrada religiosidad popular, por la indiferencia y la cordialidad.
San
Félix manifestó, en su vida, también los rasgos típicos
de esta tierra y de sus gentes,
impregnándolos de sabor evangélico.
A estos le empujaba con vivacidad el recuerdo
de fray Bernardo
de Corleón (m. 1667), hermano capuchino, de
quien se había introducido la causa de beatificación en diciembre de 1675.
Zapatero de
oficio
Felipe
Amoroso y Carmela Pirro, sus padres, quisieron que su nuevo hijo, nacido el 5
de noviembre de 1715, recibiera en el bautismo el nombre de un santo apóstol:
Jacobo. Creciendo al lado de sus padres profundamente cristianos, Jacobo fue
educado en el camino del bien. Su padre en una pequeña casa ruinosa, incómoda, con
poca luz y aire, tenía como oficio el de zapatero. Todos los días, encorvado
sobre la mesa de trabajo, en un minúsculo cuchitril, remendaba y cosía zapatos
para mantener su numerosa familia que vivía con estrecheces.
Jacobo,
cuando tuvo edad escolar, no tomó los libros. Comprendió que su deber era
sentarse al lado de su progenitor y a ayudarle en el trabajo para poder con más
facilidad subvenir a las necesidades de la familia. De este modo, comenzó
también él a ejercitarse en el oficio de zapatero.
Felipe,
cuando su hijo fue mayor, quiso que se especializase en el oficio y lo confió a
Juan Ciavarelli, persona que sobresalía en él por su destreza y por la pequeña
empresa que poseía y en la que trabajaban un buen número de obreros. Felipe
había puesto en su hijo muchas ilusiones de cara al futuro, esperando tener en él
una ayuda segura con la que levantar el nivel de vida familiar.
Sin
embargo, Felipe sentía, ante todo, la obligación de hacer de sus propios hijos,
por -tanto también de Jacobo- buenos cristianos. En este tema, concedía capital
importancia al buen ejemplo. Cada mañana, oración y misa en la iglesia; a la
tarde, aunque estuviera cansado, recitación del rosario en familia; los
domingos los celebraba acercándose a los sacramentos y participando, en la
iglesia de la Virgen de los Milagros a reuniones y asambleas organizadas por
los capuchinos y a las que estaba adscrito.
También
la madre enseñaba cómo debe rezarse, cómo hablar y pensar de Dios, cómo confiar
en su providencia y cómo -aunque fuesen pobres- podían hacerse obras de
caridad.
Jacobo, que asistía muchas veces a la
reuniones semanales de la congregación de la «juventud capuchina», seguía allí
con atención la lectura de la palabra de Dios, entremezclada con cantos y plegarias.
Deseando pertenecer a esta congregación, rogó insistentemente -hasta
conseguirlo— ser inscrito en ella. Se vistió, así, de muy joven con el hábito
de esta congregación que se caracterizaba por llevar un pequeño capucho
franciscano. Al mismo tiempo, su fe y vida cristiana comenzó a impregnarse de
espiritualidad franciscana, recibida a través de la Orden capuchina.
En
los días en que trabajó con Ciavarelli –asistía cotidiamente a la santa misa-
Jacobo se comportaba como lo que era ya en el fondo «un joven capuchino». En el
lugar de trabajo, había expuesta una imagen que representaba el triunfo de la
sagrada eucaristia. Jacobo —según depuso en el proceso ordinario de Nicosia el año
1834 un compañero suyo, Carmelo Granata, que se lo oyó contar a Nuncio, hijo de
Juan Ciavarelli — «cuando entraba en la zapatería, se quitaba la gorra y
saludaba después a todos diciendo: en toda hora y en todo momento sea siempre
alabado el Santísimo Sacramento. Después besaba la mano de su patrón y se iba a
trabajar, en un lugar distante al de sus jóvenes compañeros... Se mantenía
siempre con la cabeza descubierta, porque decía que Dios estaba presente en
todas partes y que era necesario vivir siempre en su presencia con respeto,
reverencia y veneración... Igualmente, permanecía siempre durante el trabajo en
silencio, sólo atento a su quehacer.
No
hacía caso a las burlas o frases picantes de sus compañeros. Y, muchos menos, a
sus conversaciones frívolas o a sus expresiones equívocas. El mismo testigo,
Carmelo Granata, recordó: «a las afrentas y contrariedades provenientes de sus
compañeros de trabajo, lo más que respondía era: sea por el amor de Dios. Este
estribillo llegaría a ser todo un programa a realizar en su vida.
Autorizado
por su patrón Ciavarelli, en cuanto oía al atardecer la campana del vecino
convento de capuchinos, Jacobo interrumpía de golpe su trabajo, se arrodillaba
para rezar e invitaba a los demás, aunque continuasen en sus tareas a responder
a sus oraciones, uniéndose así, en la plegaria, a los religiosos del convento.
El testigo, ya varias veces citado, refiere las palabras con que hacía dicha invitación:
«Tocan a completas. Siervos de Dios, recitemos el rosario a la santísima
Virgen».
Un día, mostró la eficacia de la oración y de
la fe ante otro trabajador que, enfurecido por haber hecho un agujero en el
empeine de un zapato a causa de un martillazo equivocado, blasfema. Jacobo tomó
el zapato, aplicó un poco de saliva al desperfecto y se lo restituyó en
completo buen estado. Y, luego, invitó al interesado a que dejase ya de
blasfemar.
Ciavarelli,
después de que Jacobo dejó de trabajar para él, continuó señalando a todos sus
empleados el lugar en que Jacobo había desarrollado modélicamente su actividad:
una mesa de zapatero. Tan digna de atención como pueda serlo una cátedra
universitaria. Allí,
el San Félix había enseñado a rezar y a
trabajar, al mismo tiempo. Esta mesa de zapatero era, en verdad, más importante
que el «trono de Carlos V»> custodiado en la iglesia de Santa María Mayor.
Trono en donde el Rey se había sentado en la visita que realizó a la ciudad en
el año 1535.
Negativa de los
capuchinos
Existe
una descripción de los años jóvenes de Jacobo, que el arquitecto Antonio
Monteaperto escuchó de labios de su abuela y que repitió en el proceso de
Nicosia del año 1834: «diariamente escuchaba la santa misa, rezaba el santo
rosario todas las tardes, observaba los ayunos de la santa Iglesia, frecuentaba
el Santísimo Sacramento con ocasión de la devoción de las cuarenta horas, nunca
andaba con amigos sino solo, con los ojos recogidos, sin mirar a nadie>>
Sin
embargo, a este joven de dieciocho años, a quien atraía la vida de los
capuchinos le fue negada la entrada en la Orden repetidamente. Su deseo era
llegar a ser hermano capuchino no clérigo, ya que carecía de estudios y pensaba
que era capaz de afrontar las fatigas del trabajo en la huerta conventual, el
establo, la zapatería o la cuestación. Cualquier tipo de trabajo, con tal de
ser capuchino.
El
superior del convento le dijo «no». Jacobo respondió: «sea por el amor de
Dios». Y volvió a su mesa de zapatero y a su trabajo diario, decidido a
prepararse para ser digno de recibir en el futuro un «sí». Pasado cierto
tiempo, volvió a subir al convento, situado en una colina, pero otra vez su
demanda recibió nueva negativa. Se armó de valor y repitió su «sea por el amor
de Dios», volviendo a sus tareas habituales.
Años
más tarde, hizo un nuevo intento. Y, por tercera vez, le fue dicho «no». En el
entretanto, murieron sus padres y quedó solo en la vida. Liberado de la
responsabilidad del cuidado de sus progenitores —quizás fuese esta razón la que
motivaba la negativa de los capuchinos- Jacobo repitió su demanda. Y por cuarta
vez fue rechazado. Por algunos años más, aguardó rezando y esperando confiadamente.
Para
entonces, contaba Jacobo 28 años. En 1743, un nuevo provincial de los
capuchinos de Messina -el padre Buenaventura de Alcara- fue a Nicosia a visitar
a sus frailes. Allí fue también Jacobo, para presentar nuevamente su petición
de admisión en la Orden. Esta vez le fue contestada afirmativamente. Era el «sí»
tan querido y esperado. En los primeros días de octubre, una vez que se
despidió de sus hermanos y hermanas y arregló sus pobres negocios, Jacobo
ingresó en el noviciado capuchino, ubicado en el convento de Mistretta. Allí
vistió el hábito por el que tanto había suspirado y comenzó a vivir la vida de
oración, penitencia y trabajo de los capuchinos, bajo la dirección espiritual
de un austero maestro: el padre Miguel Angel.
Nombre y
programa de un santo
Recibió,
en la toma de hábito, el nombre de fray Félix y, con ello probablemente, el
maestro de novicios le quiso proponer como modelo la figura de san Félix de
Cantalicio, santo capuchino canonizado apenas hacía treinta años. Siguiendo las
huellas de este santo, fray Félix de Nicosia, con voluntad férrea de siciliano
auténtico, se propuso llegar a la santidad que aquél había alcanzado.
Sorprendentes
son algunas coincidencias de fechas entre estos dos Félix: nacidos con
doscientos años de distancia, los dos se hicieron capuchinos a los 28 años, a
los 29 emitieron sus votos y durante 43 años ambos fueron limosneros (san Félix
de Cantalicio en Roma, san Félix en su Nicosia natal), muriendo también a la
misma edad de 72 años, cargados de méritos.
Fray
Felix, emitidos sus votos, retornó a Nicosia para ejercer, dentro de la
obediencia, el oficio de limosnero durante toda la vida. En el convento, sin
embargo, se prestaba a cualquier trabajo: portero, hortelano, zapatero,
enfermero. Extendía la cuestación a las ciudades vecinas a Nicosia, como
Capizzi, Cerami, Gagliano, Mistretta y «otros lugares, a donde su superior le
enviaba».
Fray
Francisco Gangi, terciario capuchino de Nicosia y sacristán del convento, que
convivió con nuestro santo depuso en el proceso ordinario de 1834 que éste
permaneció siempre en Nicosia, «porque, si los superiores le hubiesen mandando
a otros lugares, ciertamente según mi parecer, se habría sublevado toda la
ciudad, para no perder un religioso de tan santa vida, que ayudaba a todos en sus
necesidades, tanto espirituales como materiales... Su fama de santidad no sólo
cundía entre la gente sencilla del pueblo, sino también entre la clase noble,
personas ilustradas, eclesiásticos, que yo veía venir diariamente a consultarle
en sus dudas y necesidades»
Su
oficio de limosnero lo entremezclaba con la tarea de consejero espiritual. Ir
de casa en casa significaba, para fray Félix, embebido de Dios, ir de alma en
alma: un apostolado realizado sólo a través de su alforja, que lo colocaba
junto a los hombres para ser su guía, consuelo y maestro. El trabajo cotidiano
de recoger pan y vino y otros alimentos se transformaba en una difusión diaria de
la verdad, del confortamiento y del consejo.
Una
testigo octogenaria, Rosario de Piazza, viuda de Gregorio Pecora, de Nicosia,
que había conocido a fray Félix a los dieciocho años lo describe en su figura
de limosnero: «cuando caminaba por las calles de la ciudad en busca de las
limosnas, con ocasión de venir a casa de mis padres para recoger la del vino o
a las fincas rústicas para la de trigo, hablé con él frecuentemente... Me
exhortaba siempre al temor de Dios y a la devoción a la santísima Virgen». Limosnero
por obediencia «ejercitaba su oficio con humildad, andaba con la cabeza
descubierta, los ojos recogidos, y las manos cruzadas sobre el pecho. Hablaba
muy poco, diciendo casi siempre lo mismo: 'sea por el amor de Dios'. En la
mendicación de la limosna
no era inoportuno, más bien me recuerdo que,
hallándome una vez en una era de Malfettano acudió a pedir algo de trigo, y...
un campesino... se negó a dársela. Fray Félix le respondió: 'sea hecha la voluntad
de Dios'... Vestía una túnica remendada y hacía los recorridos de la limosna
por el campo siempre a pie y con los ojos bajos y mortificadísimos».
En
definitiva, como san Félix de Cantalicio por las calles de Roma, así nuestro santo
iba por las de su ciudad natal siciliana: dando y recibiendo. Edificando
siempre a todos.
Con los niños,
los blasfemos y los pobres
El
capuchino padre Nicolás de Nicosia, en el proceso ordinario citado de 1834,
atestigua que fray Félix solía «instruir a los jóvenes, tanto en el convento
como por las calles, en los misterios de nuestra santa fe, y con mayor cuidado
a las personas rústicas y sin estudio
a las que exhortaba a ayudarse mutuamente en
el aprendizaje del catecismo. De este modo cooperaba, en cuanto le era posible,
en el apostolado propio de un hermano no clérigo capuchino. Recordaba, con
celo, a los padres la obligación que tenían de educar a sus hijos en la
doctrina cristiana y en los misterios de nuestra fe».
El
arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que fray Félix, al pasar delante de la
iglesia de su convento para ir a la ciudad, «se arrodillaba y permanecía así
durante algunos minutos, adorando al Santísimo Sacramento, y nos decía a los
jóvenes: ‘mirad, cuando paséis delante de una iglesia, no debéis nunca dar la
espalda'... A los pequeños les hacía recitar el credo, y a los mayores les
hablaba del nacimiento del Señor, de nuestra redención y de algunos otros santos
misterios de la religión. Se adaptaba a todos, según la capacidad, estado o
condición de cada uno; con estas instrucciones, hacía con nosotros labor de
misionero».
Un
zapatero de Nicosia, Carmelo Granata, lo mira como evangelizador, al
testimoniar: «por la calles enseñaba a los niños los rudimentos de la doctrina
y, para atraerlos, les daba pan y golosinas».
Lucía Bonelli tuvo en fray Félix, un maestro
de doctrina cristiana y depuso (en dialecto siciliano): «En ocasiones en que
venía a mi casa, muchas veces decía a mi madre que debía ser mi educadora en la
doctrina cristiana y, con frecuencia, él mismo me enseñó. Y entre otras cosas aprendí de él la
siguiente cancioncilla:
“Ven, ven Jesusín, que te espero./ Ven y
descansa; entra en mi corazón ingrato./ Teniendo vuestro amor y vuestro
afecto,/ vivo contento y muero después feliz'. También me enseñó el acto de fe,
de esperanza y caridad, arrepentimiento y propósito de la enmienda».
Antonio
Monteaperto, testigo ocular, describe el comportamiento de fray Félix entre los
blasfemos: «cuando por las calles de la ciudad, o en la plaza, escuchaba alguna
palabra ofensiva para Dios, o alguna blasfemia, se arrojaba por tierra, decía
tres veces el Gloria Patri, después se levantaba todo enardecido y corregia con
celo al blasfemo con avisos y exhortaciones, haciéndole ver los grandes
castigos que Dios manda por nuestros pecados: enfermedades, cosechas estériles
y otros flagelos temporales, además de castigos eternos. Sus palabras, en estas
situaciones, se las dirigía a todos».
El
canónigo Luis Ferro atestiguó que fray Félix: «si conocía a alguna persona
escandalosa, se le acercaba, y le amonestaba a corregirse... Daba sabios
consejos a todo el que se los pedía, insinuando siempre el cumplimiento de la
ley de Dios, la recta moral, y la paz».
La
caridad que fray Félix mostraba hacia sus semejantes, especialmente los pobres
y enfermos, fue definida en el proceso apostólico por su superior y confesor
padre Macario de Nicosia como «excesiva». De ella afirmaba: «ayudaba a todos,
en cuanto le era posible, tanto en las cosas temporales como en las
espirituales, quitándose a sí mismo el pan y la carne y otros alimentos para
dárselos a los necesitados. Y, cuando la obediencia no se lo permitía, sufría en
su corazón. Iba de un lado para otro pidiendo a los situados en buena condición
ropas y otros útiles para vestir a los más pobres y para subvenir a todos.
Cuando no podía, tan grande era su pena, que parecía morir».
«Maravillosa
era su caridad para con los enfermos, les asistía continuamente de día y de
noche, sin atender a su descanso con tal de no dejarlos solos. Andaba Roma con
Santiago para conseguir lo que los enfermos deseaban y les podía aliviar».
Un terciario, fray Francisco Gangi, al que
asistió, depuso en el proceso: «cuando había religiosos enfermos, los asistía
con una solicitud mayor que la de una madre. Todo dispuesto a atenderles, les socorría
y les procuraba cuanto demandaban. Les preparaba con exactitud la comida, les
barría la habitación, lavaba sus platos y, cuando reposaban, se colocaba a sus
pies o se sentaba en un banco detrás de la puerta de su habitación. Y, así,
apoyado en la pared,
dormía él también un poco. Esta caridad del
siervo de Dios, yo mismo la he experimentado».
El
canónigo Luis Ferro testifica aún más: «previo el permiso del superior, asistía
a los enfermos que le llamaban fuese de día o de noche. Le prestaba su socorro
espiritual y corporal, exhortándoles a hacer la voluntad de Dios y a ofrecerle
su enfermedad en penitencia de los pecados. Y les animaba a esperar en la
bondad de Dios y de la virgen María».
Un
testigo ocular recuerda que fray Félix, todos los domingos, visitaba a los
encarcelados y les llevaba comida, además de su palabra alentadora.
El
hermano fray Rosario de Nicosia, testigo en el proceso apostólico, dice:
«cuando encontraba a pobres que iban cargados de leña o de otras cosas pesadas,
les ayudaba en su tarea>.
Carmelo
Granata ofrece esta agradable escena: «cuando se dedicaba a la limosna, de
miércoles a sábado, le rodeaban los chicos: quien le tiraba del cordón, quien
de la capucha, quien le empujaba de un lado, quien de otro para que les diese
pan. El siervo de Dios no se inquietaba por estas insolencias, ni les gritaba.
Les decía con sencillez: 'sea por el amor de Dios'. Les hacía, después,
arrodillarse, les imponía sus manos en la cabeza, diciendo: 'Bien, recitad
primero el Ave María a la virgen Santísima'. Después les repartía el pan y los
muchachos marchaban todos contentos».
El
padre Angel de Sperlinga y otros testigos en el proceso refieren que en «época
de nieves» fray Félix se encontró con dos chicas pobres que le pidieron
limosna. No teniendo nada que darles, «se quitó su manto y se lo dio».
Entre sus expresiones preferidas se recuerdan
las siguientes: «los pobres son la persona de Jesús, y deben ser respetados»;
«veamos en los pobres y en los enfermos al mismo Dios, y socorrámosles con todo
el afecto de nuestro corazón y según nuestras fuerzas»; «consolemos con dulces
palabras a los pobres enfermos y pronto recibiremos su socorro»; «no cesemos de
corregir a los extraviados de manera prudente y caritativa».
El padre Macario
de Nicosia, cruz de fray Felix
El
arquitecto José Papa, en el proceso ordinario de 1834, relató: «De tanto en
tanto le veía por las calles cargado con su alforja. Y una vez, escuché decir
que cayó por tierra y a los devotos que se acercaron para ayudarle, no les dejó
hacerlo, indicándoles que era Dios quien le había confiado aquella cruz, para
que la llevase él solo».
Otra
cruz muy diversa fue la que tuvo que soportar con su superior el padre Macario
de Nicosia que, además, fue confesor suyo durante 23 años. El padre Macario se
había propuesto moldear en el bien a aquel «asnillo del convento» y cincelar su
figura convirtiéndola en hombre de virtudes, minuciosamente tallado. Para ello,
utilizó un estilo poco comprensible y aceptable a los tiempos modernos, pero
consiguió hacer de fray Félix un «santo capuchino». El padre Macario recurría a
intervenciones a veces enérgicas e inflexibles en la vida de fray Félix, para
tenerlo sujeto a la humildad fuente y soporte de toda auténtica santidad. Aunque
el propósito era bueno, los medios de que se servía eran inaceptables.
Le
trataba con nombres y apodos humillantes como los de fray descontento, comodón,
hipócrita, embaucador de la gente, el santo de los oropeles engañosos. Y esto
lo hacía no sólo cuando estaban únicamente los dos juntos, sino también en
presencia de más hermanos o, incluso, ante respetables señores y eclesiásticos
de Nicosia.
«Me
consta -refiere José Pontorno, doctor in utroque- que fue el hazmerreir
y desprecio afrentoso de algunos, se le llamó 'fray descontento'. Sin embargo,
jamás perdió la calma ni la tranquilidad». El barón Juan Antonio María
Speciale, testigo ocular, recuerda a fray Félix con «el rostro siempre risueño
y alegre, y en su conducta apacible, sencillo y confiado».
La
obediencia pronta y serena a aquel extraño superior —por decir algo, obtuvo
milagros.
Otros
testigos añaden que fray Félix, aunque estuviese agotado por el trabajo, «en el
tiempo dedicado a la recreación se volvía ridículo a la voz del superior en
aras de una ciega obediencia».
Muchas
veces, apenas había llegado de la ciudad al convento, era llamado por el
superior que le mandaba de nuevo a la ciudad por cualquier cosa. Así, hasta más
de dos y tres veces consecutivas y el «pobre viejecillo iba y venía, sin enfado
ni murmuración alguna, siempre imperturbable y alegre».
A
las llamadas del padre Macario, fray Félix respondía como si tuviera alas. Fray
Francisco Gangi lo describe, como testigo ocular: «apenas se oía llamar por el
padre Macario, 'fray descontento' corría prontamente y dejaba todo lo que traía
entre manos, se arrodillaba ante él con los ojos bajos, escuchaba lo que le
mandaba, besaba el suelo y decía “sea por el amor de Dios' y después volaba con
presteza a cumplir el mandato». Y resume: «en definitiva, el citado padre
Macario lo trataba como a un pillo y ganapán, siempre de mal talante, y el
siervo de Dios, en cambio, le obedecía alegre y festivo».
El
primero en admirar esta obediencia de fray Félix era el mismo padre Macario. De
hecho, dejó un escrito, que fue presentado en el proceso, en el cual afirmó:
«Fray Félix fue obedientísimo no sólo a los superiores, sino a cualquiera. Y su
obediencia fue prontisima, ciega y alegre en todo y para todas las cosas. Y siempre
en esta virtud no se tenía en cuenta a sí mismo, ni siquiera a su salud, ni a
su propia dignidad... ejecutando aún lo imposible a una sencilla mirada del
superior. Imperturbable en todas las mortificaciones, aceptaba afrentas y
desprecios y no daba el menor signo de turbación. Mortificado en público y
expulsado del refectorio como indigno, cosa que yo hacía para probarlo, se
marchaba risueño y con santa indiferencia, sin cambio alguno en su rostro».
Como
confesor suyo, el padre Macario recurría a fray Félix para pedirle consejo y
seguía sus lúcidas propuestas, a pesar de que fray Félix mismo se definiese:
«yo soy un religioso verdaderamente inútil y miserable, y necesito que el
superior me soporte por amor
de Dios en el convento»; llamadme no fray
Félix, sino fray miseria, fray descontento, un incapaz».
Había
encontrado el secreto de someterse a todo, incluso hasta las bufonadas, los gritos, las órdenes...
imposibles. Lo reveló cuando dijo: «concluyamos todas nuestras acciones con
estas palabras “sea por el amor de Dios; sea todo para la gloria de Dios'».
Devociones y
penitencias
Las
devociones de fray Félix se resumen en Jesús y María, ante cuyos nombres
inclinaba su cabeza.
El
jurista José Pontorno, de joven, vio con frecuencia a fray Félix que se
encontraba «tan devoto ante el sacramento de la Eucaristía... escuchaba la
santa misa... y lo adoraba con tanto fervor y unción que excitaba a los demás
al recogimiento y a la piedad... Cuando entraba y salía del convento, aunque
fuese cargado con alguna cosa, se arrodillaba y tocaba la tierra con su rostro,
adorando a Jesús sacramentado». Otro testigo relata que fray Félix, ante el
Sacramento, «pasaba mucho tiempo tanto de día como de noche... hasta el punto
que el superior debía mandarle algunas veces a reposar por santa obediencia». Y
hay otro que todavía añade: «en donde se hacía exposición del Santísimo, según
la devoción de las cuarenta y ocho horas, contaban siempre con la presencia de nuestro
santo; y, al pasar delante de las iglesias en que se exponía el Santísimo,
hacía siempre lo mismo, se arrodillaba y lo adoraba».
Era
también devotísimo de Jesús crucificado. «Todos los viernes se afligia y estaba
triste, al contemplar y meditar la pasión y muerte de nuestro señor
Jesucristo»; «todos los viernes de marzo ayunaba a pan y agua, de rodillas»; y,
en el coro, permanecía largo tiempo, con los brazos abiertos en forma de cruz,
ante el crucifijo, meditando la pasión. Algún testigo le sorprendió «haciendo
de rodillas el vía crucis en el coro» y «cuando iba de limosna, donde sabía que
había cruces y otros emblemas que representasen la pasión de Jesucristo, hacía
genuflexión, lo adoraba y recitaba sus devociones».
Fray Francisco Gangi recuerda: «siempre me
recomendaba que aprendiese a hacer oración mental, especialmente sobre la
pasión de Jesús, y me decía que quien medita y piensa en la pasión no sufrirá
penas en el infierno, y esto lo afirmaba con todo el fervor de su corazón
llorando. Yo, en razón de mi oficio de sacristán, frecuentemente tenía ocasión
de encontrarme con él que, con lágrimas en los ojos, me abrazaba y me invitaba
a hacer oración sobre
la pasión de Cristo».
Entre
las devociones marianas, fray Félix tenía predilección por la de la Inmaculada
y por la Virgen de los Dolores.
Capuchinos
ancianos relatan que fray Félix «tenía a su cuidado una capilla dedicada a la
Concepción de la Virgen, situada en la mitad del dormitorio de este convento, y
mantenía siempre adornado el altar y encendida una vela en su honor... Merced a
la devoción a la Virgen Santísima realizó algunos milagros». «En las fiestasde
la Inmaculada, podía observársele lleno de dulces afectos, que se
exteriorizaban en su rostro risueño, jovial y radiante», «Todas las novenas de
María santísima ayunaba, de rodillas en el refectorio, a pan y agua, lo mismo
que los quince días anteriores a la Asunción».
Teniendo,
una vez, que pasar la noche en una majada con ocasión de haber salido a la
limosna, fray Félix «asistió a la recitación del rosario y de otras devociones
que acostumbraban a hacer los pastores, observó que algunos de estos medio
dormían y otros corrían en los rezos, para terminar pronto. Entonces, les
reprendió y les dijo que valía más rezar menos, pero con devoción y piedad, que
mucho y mal».
Amante
de los dolores de María, fray Félix inculcaba a otros esta devoción. «Llevó...
sobre el pecho cerca de treinta años -escribe su confesor, el padre Macario—
una estampa de la Virgen Dolorosa».
Pobre y humilde
El
padre Angel de Sperlinga vio siempre a fray Félix: «pobrísimo, vestido con una
túnica vieja y remendada. Una vez que entró en su habitación... se encontró con
que no tenía más que una cama compuesta de sarmientos de vid, una manta negra y
vieja, y sobre
ella dos estampas, una de Jesús crucificado y
otra de la Virgen María, una mesita y una banqueta para sentarse. Y nada más».
Pobre con los pobres, en su celda conservaba: «una saca con los últimos instrumentos
de su oficio de zapatero, para ejercitarse en favor de los menesterosos». Un testigo seglar, Salvador
de Piazza, lo vio siempre: «con una túnica rota y vieja, y con sandalias
remendadas». Otro testigo le recuerda de limosnero: «el venerable hacía su
recorrido siempre a pie. Alguna que otra vez, mendigando por la campaña,
llevaba consigo un jumento; y para mortificar su cuerpo nunca se preocupaba de
la comida».
Caminaba,
humilde, con los ojos bajos y su cabeza calva y «no se dejaba besar la mano,
sino que la retiraba y daba el cordón. Y cuando le pedían que les recomendase
al Señor, se volvía de espaldas, y mostraba desagrado».
Otro
testigo añade: «por su gran humildad se sonrojaba y consternaba, cuando la
gente se le acercaba para besarle la mano. El, entonces, les alargaba la manga
del hábito o el cordón».
El
arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que el humilde hermano: «solamente se
entristecía, cuando, por la opinión que la gente tenía de su santidad, le
hacían alabanzas y demostraciones de afecto, pretendiendo encomendarse a sus
oraciones. El se dolía de esto y respondía: ‘más bien encomendarme vosotros a
mí a Dios y a la santísima Virgen. De Dios se puede esperar todo bien, no de
los hombres miserables y pecadores como yo'».
Fray
Félix «gozó en vida de fama de santidad... Y esta fama fue continua e
ininterrumpida... y entre toda clase de personas no sólo de Nicosia, sino
también de Capizzi, Cerami y otras ciudades». «Cuando pasaba por las calles,
personas de proveniencia social diversa se agrupaban a su alrededor para
besarle la túnica, ya que no permitía que le besasen la mano... Los enfermos lo
llamaban para que les encomendase al Señor... de los pueblos vecinos venia gente
para obtener de Dios, por su intercesión, alguna gracia especial».
El
citado Antonio Monteaperto afirma: «su fama de santidad le provenía de su vida
santa, ejemplar y penitente... Nobles, doctores, eclesiásticos, todos le tenían
en un alto concepto de religioso santo».
La última...
retardada «obediencia>>
El canónigo Luis Ferro nos transmite noticias
sobre la muerte de fray Félix por habersela oído contar a su padre, testigo
ocular de la misma. Atacado por una
fiebre violenta, mientras trabajaba en el huerto conventual y encontrándose en
estado de no poder tenerse en pie, el padre Macario, su superior, le obligó a
recogerse en la cama por «santa obediencia». Acaecía esto hacia finales de mayo
de 1787. Al médico José Bonelli, que le prescribió algunas medicinas, fray
Félix le indicó que eran inútiles, porque aquella era «su última enfermedad».
Un
día, «pidió por propia voluntad que viniera su confesor, que era el mismo padre
Macario, y habiéndose confesado rogó le administrasen el santísimo viático y la
extrema unción. Así se hizo. Fray Félix se encontraba echado en un colchón con
las manos cruzadas sobre el pecho y, sintiendo que se acercaba el santísimo
viático, se alzó del lecho y se puso de rodillas con las manos juntas y con
lágrimas en los ojos lo recibió devotamente. Después quedó sumergido en
tiernísimo coloquio con Dios».
El
viernes 31 de mayo de 1787 fray Félix rogó al padre Macario le concediese la
obediencia para morir, pero éste... le dejó sin darle respuesta. Por segunda
vez volvió a solicitar la obediencia, pero entonces el superior se la negó a
voces... Hacia la una de la noche, por tercera vez, el venerable pidió la
obediencia al padre Macario. Este, llenándose de coraje, y enjugándose las
lágrimas, vino a la celda del siervo de Dios y le llamó por el nombre de 'fray Félix',
mientras que antes siempre le había llamado «fray descontento» o «fray
miserable», y le dijo que aquella era la hora más propicia para partir hacia la
eternidad».
«Al
venerable se le llenaron los ojos de alegría. Dio gracias a todos los religiosos
por la caridad que habían tenido con él, al soportarlo por tantos años, pidió
perdón por los escándalos que les hubiese dado y solicitó al padre superior que
le asistiese a bien morir, e invocando los nombres de Jesús y de María,
expiro». Eran las dos de la madrugada, en los comienzos del último día del mes consagrado
a la Virgen.
Expuesto
su cuerpo en la iglesia de los capuchinos durante tres días, después de una
funeral triunfal, fue sepultado en el cementerio común de los religiosos, en un
lugar especial, el 2 de junio. Todos lo proclamaban «como un religioso santo,
por la vida tan santa que había llevado».
El humilde en la
gloria
Pasado
el furor de la revolución francesa, la Orden capuchina preparó su causa de
canonización, el 10 de julio de 1828. La iglesia de Nicosia dio oficialmente
principio al proceso en 1830. El primero, en el que depusieron 83 testigos,
concluyó en febrero de 1832.
Dos años después, se realizó un proceso
adicional, en el que testimoniaron ocho personas más. Y el 17 de noviembre de
1837, fue publicado el decreto por el que se introducía la causa de
beatificación, iniciándose el proceso apostólico en Nicosia con la deposición de
34 testimonios y concluyendo el 12 de julio de 1848.
Pio
IX, el papa de la Inmaculada, proclamaba el 4 de marzo de 1862 la heroicidad de
la virtudes de este enamorado de la Virgen, en la iglesia de los capuchinos de
Roma dedicada a la Inmaculada Concepción. El papa, en dicha ocasión, señaló a
fray Félix como «un seguidor despreciado de la cruz, pobre, humilde, practicante
de la verdadera piedad, ejemplo digno de ser imitado». El 21 de noviembre de
1886, León XIII aprobó dos milagros obrados
por el siervo de Dios. Y, de este modo, fray
Félix subió a la «gloria» de Bernini, en la basílica de San Pedro del Vaticano
el 12 de febrero de 1888, como un nuevo beato de la Iglesia y de la Orden capuchina.
Durante
la supresión del convento de Nicosia en 1864, el cuerpo de fray Félix fue
trasladado, en mayo de 1885, a la catedral, y, en 1895, de ésta al nuevo
convento de capuchinos. Se le hizo un examen y una recomposición el 8 de
noviembre de 1961. Un
nuevo reconocimiento se llevó a cabo también
en 1962, como consecuencia de un incendio que sufrió la urna del beato y que
acaeció el 10 de mayo en Mistretta, durante unas celebraciones litúrgicas solemnes
en su honor. Los restos del beato, en una pequeña caja, retornaron a Nicosia, a la iglesia de los
capuchinos.
El sacerdote y escritor toscano Icilio Felici
concluye la biografría del beato, titulada Bisaccia eroica (Alforja heróica)
(Pisa 1940), con palabras que reflejan un deseo y una esperanza: « el peregrino
manso que se hirió los desnudos pies caminando por las zonas áridas del campo
para llevar a sus hermanos su inexhausto don amor y que, a cambio de una limosna, prodigó a
su paso por amor de Dios, tantos tesoros de santidad, merece ser llamado a recorrer
las calles de su Sicilia, renacida, nueva vida, coronado con la aureola de
santo».
En
espera de esta «aureola de santo», el humilde hermano de la alforja heroica,
que vivió más de cuarenta años en el convento de Nicosia, en la Colina de
Capuchinos, nos ofrece un mensaje más discreto, aunque grandemente empeñativo.
Este mensaje lo tomamos de sus palabras, repetidas con serena austeridad: «el
claustro es una roca altamente fortificada a través del cual se escala el cielo
por el camino difícil de la cruz».
NOTA BIBLIOGRAFICA
FUENTES:
Nicosien... Felicis a Nicosia, Positio super
virtutibus cum rcensione virtutum, Romae
1860.
Acta et decreta causarum
beatificationis et canonizationis O.F.M. Cap..., cura et
studio Silvini a Nadro, Romae-Mediolani 1964, 508-545.
BIOGRAFIAS:
Illuminato
da Ischitella, Vita, virtú e miracoli del ven. Servo di Dio
Fra Felice da Nicosia, Napoli 1838.
Gesualdo
da Bronte, Vita del beato Felice da Nicosia, Catania 1863.
Giacinto
da Belmonte, Compedio della vita del beato Felice da Nicosia
cappuccino,
Roma 1888.
Francesco
da Monte Colombo, Nita del B. Felice da Nicosia, Roma
1888.
Henri
de Grèzes, Vie du bienheureux Félix de Nicosie, Clermont-Ferrand
1888.
Icilio
Felici, Bisaccia eroica. Vita del beato Felice da Nicosia, Pisa 1940.
Raimondo
da Castelbuono, «Sia per l'amor di Dio!». Schizzo della
vita del beato Felice da Nicosia, Catania 1951.
Mariano
D'Alatri, Felice da Nicosia, in Bibliotheca Sanctorum V, Roma 1964, col.
548s.
ESTUDIOS:
Pietro
Jorio, Il B. Felice da Nicosia laico cappuccino e la scienza moderna senza
Dio, Milano 1888.
Giovanni
Scavuzzo, I miracoli del beato Felice da Nicosia, RomaCaltanissetta
1964.
SAN FÉLIX DE
NICOSIA (1715-1787)[2]
San Félix
nació en Nicosia (Sicilia, Italia) el 5 de noviembre de 1715, en una familia
pobre, pero muy religiosa. Fue bautizado ese mismo día con los nombres de
Filippo Giacomo. Su padre, zapatero de oficio, murió un mes antes de que él
naciera. Como la mayor parte de los niños pobres sicilianos de ese tiempo, no fue a la escuela. Ejerció también él desde niño el oficio de zapatero.
La cercanía de un convento de capuchinos le permitió visitar con frecuencia a la comunidad y conocer a los religiosos. Se sintió cada vez más atraído por su vida: alegría, austeridad, pobreza, penitencia, oración, caridad y espíritu misionero.
A los veinte años pidió al superior del convento de Nicosia que intercediera ante el padre provincial para que fuera aceptado en la Orden como lego, pues, al ser analfabeto, no podía ser admitido como clérigo, y sobre todo porque ese estado correspondía más a su índole sencilla y humilde. No fue aceptado ni entonces ni a lo largo de ocho años, a pesar de sus repetidas solicitudes. Pero no perdió la esperanza.
En 1743, cuando supo que el padre provincial de Mesina se encontraba de visita en Nicosia, pidió hablar personalmente con él para exponerle su deseo. Al fin, el provincial lo admitió en la Orden.
El 10 de octubre de 1743, en el convento de Mistretta, comenzó su noviciado, tomando el nombre de Félix. Fue para él un año de ejercicio de las virtudes particularmente intenso. Destacó por su obediencia, por su sencillez, por su amor a la mortificación y por su paciencia.
Hizo su profesión el 10 de octubre de 1774 y lo mandaron al convento de Nicosia.
Ejerció el oficio de limosnero. Cada día recorría las calles del pueblo llamando a las puertas de los ricos, invitándolos a compartir sus bienes, y a las de los pobres, para ofrecerles ayuda en sus necesidades. Siempre daba las gracias, tanto cuando le hacían donativos como cuando lo rechazaban de mala manera, diciendo: «Sea por amor de Dios».
Aunque era analfabeto, conocía bien la sagrada Escritura y la doctrina cristiana, pues se esforzaba por retener en la memoria los pasajes bíblicos y los textos de libros edificantes que se leían en el convento durante la comida; también retenía lo que escuchaba durante las predicaciones en las iglesias de Nicosia.
Fue muy devoto de Jesús crucificado. Los viernes contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo; todos los viernes de marzo ayunaba a pan y agua, y pasaba mucho tiempo en el coro con los brazos en cruz, meditando ante el crucifijo.
Tenía particular devoción a la Eucaristía. Pasaba horas ante el sagrario, incluso después de llegar muy cansado de los trabajos del día. Veneraba con ternura a la Madre de Dios.
Aunque se encontrara débil o enfermo a causa de las duras penitencias y mortificaciones, siempre estaba dispuesto a cualquier forma de servicio, sobre todo en la enfermería del convento.
Mientras trabajaba en el huerto, le sobrevino una fiebre violenta. Su superior, por obediencia, lo mandó a la cama. Al médico que le recetó medicinas le dijo que eran inútiles, pues se trataba de su última enfermedad. Y así fue. Murió el 31 de mayo de 1787. Fue beatificado por el papa León XIII el 12 de febrero de 1888, y canonizado por Benedicto XVI el 23 de octubre de 2005.
[L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 21-X-05]
* * * * *
De la homilía de
Benedicto XVI en la misa de canonización (23-X-2005)[3]
San Félix de
Nicosia solía repetir en todas las circunstancias, alegres o tristes: «Sea por
amor de Dios». Así podemos comprender bien cuán intensa y concreta era en él la
experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde
fraile capuchino, hijo ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente,
fiel a las expresiones más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado
y transformado gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el
amor al prójimo. Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas
cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y
del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera,
que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor.
[L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 28-X-05]
Del discurso de
Benedicto XVI a los peregrinos
que fueron a Roma para la canonización (24-X-2005)[4]
Os saludo
ahora a vosotros, que habéis venido para participar en la canonización de Félix
de Nicosia y, en particular, a los Frailes Menores Capuchinos y al numeroso
grupo de peregrinos provenientes de Sicilia. Queridos hermanos y hermanas, el
nuevo santo no sólo representa las características más notables y arraigadas de
vuestra tierra, sino que también enriquece, con su existencia impregnada
totalmente por el Evangelio, la larga tradición de santidad y de cultura
cristiana que ha florecido desde la antigüedad en la isla. En un mundo
fuertemente tentado por la búsqueda de la apariencia y del bienestar egoísta, san
Félix recuerda a todos que la alegría verdadera se esconde a menudo en las
pequeñas cosas, y se alcanza cumpliendo el deber diario con espíritu de
servicio. Deseo de corazón que, con su ayuda y su intercesión, hagáis vuestro
el gran mensaje de fe y de espiritualidad que aún hoy el santo de Nicosia sigue
enviando a sus hermanos y a todos los fieles: adherirse cada vez más
profundamente a la voluntad de Dios, para encontrar en ella paz verdadera,
realización plena de sí mismo y alegría perfecta.que fueron a Roma para la canonización (24-X-2005)[4]
[L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 28-X-05]
[1] Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997 El
Señor me dio hermanos; Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos.
Tomo II. Sevilla. El Adalid Seráfico, S. A. 1997. Pp 39-56.
[2] L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 21-X-05
[3] L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 28-X-05
[4] L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, del 28-X-05
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