Lectio Divina Fiesta de La Sagrada Familia B. Llegaron los pastores a toda prisa y encontraron a María y a José, y al niño recostado en un pesebre.

 LA SAGRADA FAMILIA

 

En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros padres, por boca de los profetas. Ahora, en estos tiempos, que son los últimos, nos ha hablado por medio de su Hijo

Génesis: 15, 1-6; 21,1-3. Hebreos: 11, 8.11- 12.17-19. Lucas: 2, 22-40


 

 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Tu heredero saldrá de tus entrañas. Del libro del Génesis: 15, 1-6; 21,1-3

 

En aquel tiempo, el Señor se le apareció a Abram y le dijo: "No temas, Abram. Yo soy tu protector y tu recompensa será muy grande". Abram le respondió: "Señor, Señor mío, ¿qué me vas a poder dar, puesto que voy a morir sin hijos? Ya que no me has dado descendientes, un criado de mi casa será mi heredero".

Pero el Señor le dijo: "Ése no será tu heredero, sino uno que saldrá de tus entrañas". Y haciéndolo salir de la casa, le dijo: "Mira el cielo y cuenta las estrellas, si puedes". Luego añadió: "Así será tu descendencia". Abram creyó lo que el Señor le decía y, por esa fe, el Señor lo tuvo por justo.

Poco tiempo después, el Señor tuvo compasión de Sara, como lo había dicho, y le cumplió lo que le había prometido. Ella concibió y le dio a Abraham un hijo en su vejez, en el tiempo que Dios había predicho. Abraham le puso por nombre Isaac al hijo que le había nacido de Sara. 

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

El texto de la promesa hecha por Dios a Abraham de tener un hijo y una numerosa descendencia, manifestada en el signo de las estrellas sin fin que en la noche constelan el cielo. Tal promesa se consuma en un rito de alianza entre Dios y el patriarca, contada en el estilo de la narración yahwista: Dios toma la iniciativa con una propuesta y el hombre responde con una adhesión completa (vv. 7-18; cf. Gn 17). En el relato de Abraham Dios promete un hijo al patriarca, que le confiesa con amargura su triste situación por la falta de descendencia, (v. 4). Tal promesa se realizará después con el nacimiento del hijo Isaac (cf. Gn 21,1-7). Con este comienza la larga descendencia de los hijos de la alianza, que verá su cumplimiento en la persona de Jesús, el Mesías, deseado de las gentes. En el rito de la alianza o del pasaje, Dios interviene pasando entre las víctimas con el signo del fuego, símbolo de su teofanía (cf. Ex 19,18), y esto significaba un juramento de fidelidad a la palabra dada (cf. Jr 34,18). Abraham interviene en el diálogo creyendo en la promesa del Señor: «Creyó Abrán al Señor, y el Señor lo anotó en su haber» (v. 6). La figura del patriarca emerge así como el hombre de la fe, que se abandona sin reservas a Dios. Y la promesa cumplida con la fecundidad de Sara confirma que la confianza de Abraham en Dios no fue defraudada: la fe en el Señor es lo único necesario en la vida del creyente.

 

SEGUNDA LECTURA

La fe de Abraham, de Sara y de Isaac.

De la carta a los hebreos: 11, 8.11- 12.17-19

 

Hermanos: Por su fe, Abraham, obediente al llamado de Dios, y sin saber a dónde iba, partió hacia la tierra que habría de recibir como herencia. Por su fe, Sara, aun siendo estéril y a pesar de su avanzada edad, pudo concebir un hijo, porque creyó que Dios habría de ser fiel a la promesa; y así, de un solo hombre, ya anciano, nació una descendencia, numerosa como las estrellas del cielo e incontable como las arenas del mar.

Por su fe, Abraham, cuando Dios le puso una prueba, se dispuso a sacrificar a Isaac, su hijo único, garantía de la promesa, porque Dios le había dicho: De Isaac nacerá la descendencia que ha de llevar tu nombre. Abraham pensaba, en efecto, que Dios tiene poder hasta para resucitar a los muertos; por eso le fue devuelto Isaac, que se convirtió así en un símbolo profético.

 

Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

Tenemos el ejemplo clásico de la experiencia de fe de Abraham, que fundamenta su vida en sólo Dios. Todo el hacer de este patriarca está sellado por la fe. Por la fe en Dios salió de su tierra, de Ur de los Caldeos, hacia un lugar que más tarde el Señor le indicaría como su heredad. Por la fe puso su confianza en Dios cuando le fue dicho que tendría un hijo y una descendencia numerosa como las estrellas del cielo (. 11-12). Por la fe subió al monte Moria para sacrificar a su hijo Isaac, único heredero de las promesas divinas, aunque su corazón estaba lacerado por el dolor (vv. 17-18). Por la fe estaba seguro de que el Señor habría sido incluso «capaz de resucitar a los muertos: por esto lo recobró y fue como un símbolo» (v. 19).

Toda la existencia de Abraham, de Sara y de los demás patriarcas está determinada por su fe. Y esta fe encuentra su fundamento en el hecho de que ellos se consideraron huéspedes y peregrinos sobre la tierra, aspirando sólo a la ciudad que Dios les había preparado. Abraham, cuando pidió a los Hititas un terreno donde sepultar a su esposa Sara declaró que él «era forastero y de paso en aquella tierra» (Gn 23,4). Los patriarcas jamás pensaron retornar a su tierra de origen, la patria terrena de Mesopotamia, porque aspiraban sólo a la patria que Dios había preparado para ellos.

La fe de los patriarcas es seguridad del cumplimiento de la esperanza (cf. Heb 10,19-25), es comprender la vida con la mirada puesta en Dios y no sobre nuestro pequeño mundo.

 

EVANGELIO

El niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría.

Del santo Evangelio según san Lucas: 2, 22-40

 

Transcurrido el tiempo de la purificación de María, según la ley de Moisés, ella y José llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley: Todo primogénito varón será consagrado al Señor, y también para ofrecer, como dice la ley, un par de tórtolas o dos pichones.

Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón, varón justo y temeroso de Dios, que aguardaba el consuelo de Israel; en él moraba el Espíritu Santo, el cual le había revelado que no moriría sin haber visto antes al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo, y cuando José y María entraban con el niño Jesús para cumplir con lo prescrito por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: "Señor, ya puedes dejar morir en paz a tu siervo, según lo que me habías prometido, porque mis ojos han visto a tu Salvador, al que has preparado para bien de todos los pueblos; luz que alumbra a las naciones y gloria de tu pueblo, Israel".

El padre y la madre del niño estaban admirados de semejantes palabras. Simeón los bendijo, y a María, la madre de Jesús, le anunció: "Este niño ha sido puesto para ruina y resurgimiento de muchos en Israel, como signo que provocará contradicción, para que queden al descubierto los pensamientos de todos los corazones. Y a ti, una espada te atravesará el alma".

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De joven, había vivido siete años casada y tenía ya ochenta y cuatro años de edad. No se apartaba del templo ni de día ni de noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Ana se acercó en aquel momento, dando gracias a Dios y hablando del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel.

Y cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose, se llenaba de sabiduría y la gracia de Dios estaba con él. 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

La escena de la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén sugiere el trasfondo teológico de este fragmento: la antigua alianza cede el puesto a la nueva, reconociendo en Jesús-Niño al Mesías doliente y al Salvador universal de los pueblos. El relato, ambientado en el templo, lugar de la presencia de Dios y de la revelación profética es rico en referencias bíblicas (cf. Mal 3; 2 Sm 6; Is 49,6) y consta de dos partes: la presentación de la escena (vv. 22-24) y la profecía de Simeón (vv. 25-35).

María y José, obedientes a la ley hebraica, entran en el templo como sencillos miembros pobres del pueblo de Dios para ofrecer su primogénito al Señor y para la purificación de la madre (cf. Ex 13,2-16; Lv 12,1-8). Confianza y abandono en Dios cualifican esta ofrenda de Jesús-Niño, anticipo de la verdadera ofrenda del Hijo al Padre que se cumplirá en el Calvario. Pero el centro de la escena está constituido por la profecía de Simeón «hombre justo y piadoso de Dios, que esperaba el consuelo de Israel» (v. 25). Guiado por el Espíritu va al templo y, reconociendo en Jesús al Mesías esperado, estalla en un saludo festivo unido a una confesión de fe: las antiguas «promesas» se han cumplido; él ha visto al Salvador, gloria del pueblo de Israel, luz y salvación para todas las gentes; ahora su fin está marcado por el triunfo de la vida. Pero esta luz del Mesías tendrá el reflejo del dolor; porque Jesús será «signo de contradicción» (V. 34) y la misma Madre será implicada en el destino de sufrimiento del Hijo (v. 35).

El texto es la conclusión de la escena de la presentación de Jesús en el templo y consta de dos partes. Eltestimonio de la profetisa Ana (vv. 36-38) y el retorno de la familia de Jesús a Nazaret (vv. 39-40).

Según la ley hebraica para garantizar la veracidad de un hecho se requería la declaración de dos testigos. Tras el anciano Simeón he aquí a la profetisa Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, viuda, rica en años, mujer de oración y de penitencia (vv. 36-37). Es otra persona pobre según Dios, genuina representante de aquellos que esperaban la salvación de Israel. Ana alaba al Señor por haber reconocido en Jesús-Niño, presentado en el templo, al esperado Mesías, y difunde la noticia sobre él a cuantos vivían abiertos al evento de la salvación (v. 38).

Después el evangelista concluye la escena bíblica con la observación sobre el crecimiento de Jesús en Nazaret: «iba creciendo en saber, en estatura y el favor de Dios lo acompañaba» (v. 40). De la vida oculta de Jesús se dice bien poco, pero este poco es suficiente para captar el espíritu y apreciar el ambiente en que vivía el Salvador: sus padres eran obedientes y fieles a la ley y Jesús crecía en sabiduría, lleno como estaba de los dones de gracia con que el Padre lo colmaba (cf. v. 52; 1 Sm 2,26). Una comunidad que se abre al reino de Dios en el respeto a la voluntad del Padre.

 

MEDITATIO

 

El magisterio de la Iglesia ha invitado muchas veces a los cristianos a reflexionar sobre la institución de la familia y a tomar conciencia de su carácter sagrado. Los muchos problemas que la época moderna plantea en este sector de la vida, como el control de la natalidad, el drama de los matrimonios fracasados y de las parejas cristianas divorciadas y casadas de nuevo, la difusión del aborto, del infanticidio y de la mentalidad anticonceptiva, los variados problemas económicos de la familia y la misma educación de los hijos a veces sometida a formas de fica y criterios que en sí mismos atentan en contra de la familia y de la misma vida, ponen en crisis esta célula esencial de la sociedad humana. Ante esta situación es necesario reafirmar que el fundamento de la vida humana es la relación conyugal entre los esposos, relación que, entre los cristianos es sacramental.

Por esto se debe recuperar una eficaz catequesis sobre el ideal cristiano de la comunión conyugal y de la vida de familia, que valorice una espiritualidad de la paternidad y de la maternidad. La familia cristiana para poder ser llamada «Iglesia doméstica» debe constituir el ámbito en el que los padres transmiten la fe, siendo para los hijos su primer testimonio de la fe con la palabra y con el ejemplo, y ser a la vez el ambiente vital donde los hijos, educados en los valores evangélicos, puedan descubrir su vocación al servicio de la sociedad y de la Iglesia y encontrar el cauce para realizar su identidad cristiana.

 

ORATIO

 

Señor Jesús, te damos gracias por el evangelio que nos has anunciado que eres Tú mismo y porque hace resonar todavía hoy tu Palabra de verdad, que es Palabra del amor del Padre a toda la humanidad. Te agradecemos la vida y la fe, que nos has dado gratuitamente con un amor que llega hasta la cruz y que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos tuyos. A Ti, que has querido nacer en una familia humana como la nuestra con sus variados problemas y sus dificultades, con sus alegrías y sus esperanzas, te pedimos que enseñes a las familias las virtudes que brillaron en la casa de Nazaret: especialmente el trabajo doméstico, el amor recíproco, el espíritu de oración y de recogimiento. Haz que, superando concepciones estrechas y egoístas de la vida, nuestras familias permanezcan unidas para poder vivir y testimoniar el espíritu del evangelio, y den ejemplo de bondad, de solidaridad y de justicia. Haz que sean una escuela de ayuda mutua, de perdón y de reconciliación para que aquellos que no tienen esperanza crean que en Ti existe un futuro lleno de vida y de alegría.

Y, sobre todo, te pedimos que sostengas a las familias pobres, a las de los refugiados, de los que viven en chabolas, de los inmigrantes, para que cuantos viven en tranquilidad y bienestar se comporten hospitalaria y acogedoramente, los animen y ayuden a integrarse en la vida social y eclesial, convencidos de que la apertura mutua conduce al enriquecimiento de todos y desarrolla el sentido de la fraternidad universal.

 

CONTEMPLATIO

 

Los misterios del cristianismo son un todo indivisible. Quien profundiza en uno, termina por tocar todos los demás. Así, el camino que parte de Belén continúa irrefrenablemente hasta el Gólgota. Del pesebre a la cruz. Cuando María presentó al Niño en el templo, se le predijo que una espada le atravesaría el alma, que aquel Niño estaba puesto para caida y resurrección de muchos y como signo de contradicción. ¡Era el anuncio de la pasión, de la lucha entre la luz y las tinieblas que se había manifestado ya en torno al pesebre! (...).

            En la noche del pecado resplandece la estrella de Belén. Sobre el resplandor luminoso que irradia del pesebre, cae la sombra de la cruz. La luz se apaga en la oscuridad del viernes santo, pero se vuelve a encender más viva y radiante como luz de gracia en la mañana de la resurrección. El Hijo de Dios encarnado llega, a través de la cruz y de la pasión, a la gloria de la resurrección. Cada uno de nosotros, la humanidad entera, llegará con el Hijo del hombre, a través del sufrimiento y de la muerte, a la misma gloria (E. Stein, El mensaje de

Navidad, Burgos 1988).

 

ACTIO

 

Repite a menudo y vive hoy la Palabra:

 

«Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Haciéndose hombre, el Hijo de Dios nos ha revelado el secreto de la vida intima de Dios como vida interpersonal, para hacernos entrar también a nosotros en el calor y la felicidad inefable de la vida trinitaria. Con el punto de mira sobre este objetivo, se ha rebajado a compartir nuestra pobreza, sumergiéndose personalmente en la humilde realidad de la familia humana. Con ello la ha clarificado ante sí misma у le ha dado una significación más transparente.

Así, en la contemplación de la familia de Nazaret, se hace más fácil captar y comprender todos los valores sobrenaturales de la familia, y se agiliza la imitación de las prerrogativas de aquella familia ideal: el amor mutuo, la concordia, la serenidad, la búsqueda afectuosa de Dios y de su voluntad, la atención a los hermanos. Por esto, la mirada orante a la Santa Familia no será, pues, una de tantas devociones: ofrecerá a nuestras familias un medio eficacísimo para pensarse y vivirse según su propia identidad sobrenatural.

Sin descuidar lo que humanamente se puede hacer -a través de estudios, iniciativas sociales, programas políticos- para revalorizar la familia y elevar sus condiciones, debemos sobre todo partir también nosotros de la contemplación de la casa de Nazaret (G. Biffi, Homilía sobre la Sagrada Familia).

 

 

 

 

 

 

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