Tu Palabra me da vida


19 de mayo
Sobre los medios adecuados para conseguir la perfección del cristiano, el apóstol [Pablo] propone dos poderosísimos: el estudio continuo de Dios y el hacer todo para su gloria.
En cuanto al primer medio, escribe en Colosenses: «La palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza; instruíos y amonestaos con toda sabiduría, cantad agradecidos, himnos y cánticos inspirados».
La doctrina de este apóstol es clara; no tiene necesidad de comentarios. Si el cristiano se llena de la ley de Dios, que le advierte y le enseña a despreciar el mundo y sus lisonjas, las riquezas, los honores y todo lo que impide amar a Dios, no será derrotado nunca, suceda lo que suceda; todo lo soportará con perseverancia y con una santa constancia; y perdonará fácilmente todas las ofensas, y por todo dará gracias a Dios.
Además, el apóstol quiere que la ley de Dios, la doctrina de Jesús, esté en nosotros, habite abundantemente en nosotros. Ahora bien, todo esto no se puede tener si no es leyendo asiduamente la sagrada escritura y aquellos libros que tratan de las cosas de Dios; o escuchándola de los oradores sagrados, confesores, etc.
Finalmente, el apóstol quiere que el cristiano no se contente simplemente con saber la ley divina, sino que quiere que profundice el sentido, como para poder orientarse bien. Todo esto no se puede alcanzar sin una frecuente meditación de la ley de Dios, mediante la cual el cristiano, exultando de gozo, irrumpe con el corazón en dulces cánticos de salmos y de himnos a Dios. De esto deduce el cristiano, que tiende a la perfección, qué importante es la necesidad de la meditación.
En relación al otro medio, o sea, el del hacer todo para gloria de Dios, escuchemos la enseñanza del apóstol: «Y todo cuanto hagáis – dice él –, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesucristo, dando gracias por su medio a Dios Padre».
Con este simple medio, practicado fielmente, no sólo nos mantenemos alejados de todo pecado, sino que nos sentiremos impulsados en todo momento a tender siempre a una perfección mayor.
(16 de noviembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 226)

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