La transverberación del corazón o Asalto del Serafín


Hoy hace 93 años que al Padre Pío le sucedió este fenómeno extraordinario. Él mismo nos lo cuenta así:

La transverberación del corazón o Asalto del Serafín.
El día 30 de mayo de 1918 recibe ya uno de esos toques substanciales, como se dice en mística, consistente en la denominada herida de amor.
“¡Dios mío! ¡Bien mío! ¿Dónde estás? No te hallo, no te conozco, no te encuentro; pero, ¡no puedo menos de buscarte a Ti que eres vida del alma mía! ¡De un alma que muere! ¡Mi Dios y Dios mío!”.
“No puedo decirte otra cosa que ésta: ¿Por qué me has abandonado? Fuera de este abandono, yo ignoro todas las cosas. Hasta ignoro el vivir ya mi propia vida[1]”.
Del día 5 al 7 de agosto de 1918 le ocurre el fenómeno místico denominado la Transverberación del corazón o Asalto del Serafín, preludio de la Estigmatización que ocurrirá el día 20 de septiembre de este mismo año.
Veamos ahora de qué forma describe este mismo fenómeno el padre Pío:
“La sola obediencia me sirve de puntal para no lanzarme al abandono más completo. En virtud de esta obediencia me siento obligado a manifestarle lo que ocurrió en mí el día cinco por la tarde y durante todo el día seis del corriente mes de agosto. No soy capaz de decir lo que ocurrió en este período de tan superlativo martirio”.
“Estaba yo confesando a nuestros muchachos en la tarde del día cinco, cuando, de repente, me sentí dominado por un extremo terror a la vista de un personaje celeste que se me presentaba ante la vista de la inteligencia”.
“Tenía en su mano una especie de arnés, instrumento semejante a una larga lámina de hierro, con una punta muy afilada y que parecía que de esta punta saliese fuego. Ver todo esto y observar cómo dicho personaje lanzaba dicho arnés con gran violencia sobre el alma, fue todo una misma cosa. Lancé un muy apurado lamento; me sentí morir. Dije al niño que en aquellos momentos estaba confesando, que se retirase porque me sentía mal y no podía seguir las confesiones”.
“Este martirio duró, sin interrupción, hasta la mañana del día siete. Me es imposible decir cuánto sufrí en este tiempo tan angustioso. Sentía que me arrancaban las vísceras y las arrastraban fuera tras del arnés, y que todo quedaba sometido a fuego y hierro. Desde aquel día hasta ahora, me siento herido de muerte. Siento en lo profundo de mi alma una herida que está siempre abierta y que me hace padecer continuos espasmos[2]”.
Al terminar el relato, lanza el padre Pío un grito de angustia incomprensible:
“¿Será todo esto un nuevo castigo que me impone la justicia divina? ¡Juzgadlo Vos!”.
A vuelta de correo le responde el padre Benedetto y le sirve la carta de indecible consuelo:
“Todo esto que ocurre, le dice el padre Benedetto, es efecto de amor; es prueba; es vocación a corredimir y por eso es fuente de gloria. Dominus tecum, continúa gozoso el director espiritual. Él que es el amor paciente, penante, desorbitado, machacado, exprimido en su propio corazón, tras las sombras de la noche, allá, en la desolación del Huerto de Getsemaní. Aquél está con vos, asociado a vuestro dolor, como vos estáis en el suyo”.
“Esto es todo lo que os ocurre; ésta es la verdad y sola la verdad. Ni siquiera tiene carácter de purgación, sino de unión dolorosa. Lo que se refiere a la herida cumple vuestra pasión, como cumplió la del Amado sobre la Cruz”.
Besad la mano de quien os ha transverberado y estrechad muy junto a Vos, dulcísimamente, esa llaga que es sello e impronta de amor[3]”.
El padre Pío le responde desbordante de agradecimiento; es una de las cartas más notables entre todas las que dejó escritas el padre Pío:
“Lleno del más vivo agradecimiento, os doy gracias por cuanto me aseguráis en vuestra carta”.
“Me veo sumergido en un océano de fuego; la herida que me ha sido abierta, sangra y sangra siempre. Ella sola bastaría para darme una y mil veces la muerte. ¡Oh Dios mío! ¿Y por qué no muero? Eres cruel, Tú, que permaneces sordo a los clamores de quien tanto sufre ¡y le confortas!... Pero, ¿qué digo? Perdonadme, padre; estoy fuera de mí; no sé lo que me digo”.
“El exceso de dolor que me causa la herida, que siempre queda abierta, me vuelve furibundo contra toda mi voluntad. Me hace salir de mí mismo y me arrastra al delirio, y yo me veo impotente para resistir[4]”.
Esta misteriosa herida era viva y real, físicamente hablando; totalmente visible en su carne.
“Comienza en la parte baja del corazón y se extiende hacia abajo de la espalda, en línea transversal. Me causa un dolor acerbísimo y no me permite tomar un momento de descanso[5]”.
De esta tremenda herida habla así el padre Paolino, su Superior y confidente, que la vio muchas veces cuando el angustiado padre Pío le llamaba en su ayuda, a fin de cuidar un poco de aquel cuerpo tan maltrecho; describe así la herida dicho padre:
“A título de cronista debo decir que lo que más me ha sorprendido en la vista de las llagas ha sido la forma de la llaga del costado; está situada propiamente en la parte del corazón y no en la parte del costado opuesto como he oído decir a más de uno. Tiene la forma de una aspa o X; de esto se deduce que las heridas son dos y ello está de acuerdo con el hecho que he oído contar, pero que yo no lo puedo probar por falta de argumentos seguros; esto es, que el padre Pío fue herido con una espada por un ángel, en la parte del corazón, mucho antes de recibir las llagas. Y, finalmente, la otra cosa que me causó fuerte impresión es que esta llaga tiene la apariencia de una fuerte quemadura en el costado; no es superficial, sino profunda[6]”.
Dejamos así constatada la realidad de esta misteriosa herida, producida por ese extraño personaje. Los efectos causados son en todo semejantes a los producidos por el Asalto del Serafín de Santa Teresa.
Esta herida se puede considerar no ya como preludio de la crucifixión, sino como su verdadero principio.



[1]               Epistolario I - Carta n 488, p 1026-1031.
[2]               Epistolario I - Carta n 500, p 1061-1066.
[3]               Epistolario I - Carta n 502, p 1068-1069.
[4]               Epistolario I - Carta n 504, p 1071-1075.
[5]               Epistolario I - Cartas n 514 y 515, p 1102-1106.
[6]               P. Paolino de Casacalenda - Le mie memorie, etc. Ms f 131 y 133, citado en Ripabottoni, A. Op. cit. p 195 y 196.

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