LECTIO DIVINA TERCER SÁBADO DE CUARESMA. Yo quiero misericordia y no sacrificios.

 LECTIO DIVINA TERCER SÁBADO DE CUARESMA

Oseas: 6, 1-6. Lucas: 18, 9-14

Yo quiero misericordia y no sacrificios.

 


 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Yo quiero misericordia y no sacrificios. 

Del libro del profeta Oseas: 6, 1-6

 

Esto dice el Señor: "En su aflicción, mi pueblo me buscará y se dirán unos a otros: 'Vengan, volvámonos al Señor; él nos ha desgarrado y él nos curará; él nos ha herido y él nos vendará. En dos días nos devolverá la vida; y al tercero, nos levantará y viviremos en su presencia. 

Esforcémonos por conocer al Señor; tan cierta como la aurora es su aparición y su juicio surge como la luz; bajará sobre nosotros como lluvia temprana, como lluvia de primavera que empapa la tierra'. 

¿Qué voy a hacer contigo, Efraín? ¿Qué voy a hacer contigo, Judá? Su amor es nube mañanera, es rocío matinal que se evapora. Por eso los he azotado por medio de los profetas y les he dado muerte con mis palabras. 

Porque yo quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos". 

 

Palabra de Dios.

R/. Te alabamos, Señor.

 

El pasaje constituye un acto litúrgico penitencial (vv. 1-3) en el que participa todo el pueblo. El horizonte más lejano que mueve a la conversión es el temor del día del castigo mesiánico anunciado varias veces (cf. 5,9); el contexto próximo es, sin embargo, el actual estado de guerra entre Israel y Judá. El buscar ayuda en el enemigo mortal, Asiria, ha extirpado las regiones septentrionales del reino Norte (732 a.C.), con los inevitables horrores de la ocupación, la destrucción y la deportación (cf. 2 Re 15,29; 17,55). El profeta exhorta y amonesta: tantas desgracias han ocurrido porque el corazón estaba lejos del Señor, acallado con sacrificios vacíos, pobre de amor. 

Con una imagen frecuente en la Sagrada Escritura (cf. Ex 15,26; Dt 32,29; Is 30,26; Ez 34,16), el pueblo reconoce ser un enfermo (Os 5,13) que recurre a Dios como a su médico: él mismo ha producido la herida con vistas a la enmienda, y sólo él puede curarla (v. 1). YHWH es el señor de la historia. Pero el arrepentimiento del pueblo no es sólo interesado (v. 3), sino también efímero (v. 4). Dios lo sabe bien. Y, sin embargo, no se cansa de invitar a la conversión: su palabra es una espada que inexorablemente hiere para curar (cf. Is 49,2; Heb 4,12): pide amor, no holocaustos (v. 6); confianza, no una simple observancia de prácticas cultuales desgraciadamente hipócritas.

 

EVANGELIO

El publicano regresó a su casa justificado, el fariseo no.

Del santo Evangelio según san Lucas: 18, 9-14

 

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola sobre algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás: "Dos hombres subieron al templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. 

El fariseo, erguido, oraba así en su interior: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias'. 

El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: 'Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador'. 

Pues bien, yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido". 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Estamos en el contexto de la subida de Jesús a Jerusalén, y la atención se dirige a las condiciones necesarias para entrar en el Reino (cf. Lc 18,9-19,28). Aparecen dos personajes contrapuestos, y ambos oran: en su modo de orar se revela su modo de vivir y sus relaciones con Dios y los demás. Ambos, en la oración, dicen la verdad de su existencia. 

El fariseo saca a colación sus méritos: se tiene por acreedor de Dios. En el fondo, no necesita de Dios, aunque le dé gracias, al menos formalmente, porque le ha concedido ser tan perfecto. Pero hay más. Su justicia le hace juez, y juez despiadado: tan ciega es la estima que encuentra en sí mismo que cuando mira a los demás sólo es para despreciarlos (v. 11). El publicano, por el contrario, consciente de sus pecados -que le hacen tener la cabeza inclinada, en realidad está abierto al cielo y espera de Dios todo: golpeándose el pecho, llama a la puerta del Reino, y se le abre.

 

MEDITATIO

 

Conocer a Dios y conocerse a sí mismo o, mejor, conocerse a sí mismo en Dios: ése es el comienzo de la sabiduría y de la verdadera vida. Todos los santos lo han experimentado. De hecho, ¿qué es el hombre sin Dios? Un soberbio destinado a la oscura soledad, rodeado de presuntos rivales o de seres juzgados indignos; en resumidas cuentas, un desesperado pillado en el cepo de su egoísmo, de su pecado. ¿Qué es el hombre con Dios? 

Sigue siendo un orgulloso, un pecador. Pero sabe que precisamente la experiencia del pecado puede convertirse en un lugar en el que Dios -el Misericordioso- revela su rostro. 

Vemos, pues, lo importante que es dejar caer las caretas con las que pretendemos ocultarnos, sobre todo a nosotros mismos, la pobreza de nuestro ser, la mezquindad de nuestro corazón, la dureza de nuestros juicios. Uno sólo puede curarse si se reconoce enfermo, necesitado de salvación. Dios espera este momento, incluso hasta lo provoca sabiamente con su pedagogía inconfundible. Todos somos siempre un poco “fariseos", pero a todos nos brinda Dios poder hacer la experiencia del publicano de la parábola, lograr una auténtica humildad, la que reconoce que Dios es mayor que nuestro corazón y que siempre perdona.

 

ORATIO

 

Oh Dios, creador del cielo y la tierra, el universo entero es lugar de tu presencia, morada de tu santo nombre. En ti, bajo tu mirada, vivimos, nos movemos y existimos. Todas nuestras palabras y acciones son oración que sube a tu presencia. La verdad de nosotros mismos está patente a tus ojos. El temor nos asalta porque sabemos que nuestro corazón no es puro, que nuestra vida no es santa, y tratamos de ocultarnos y de despreciar a los demás para justificarnos a nosotros mismos; pensamos adornarnos con tantas obras que son pura apariencia. Tratamos, en vano, de buscar una seguridad.

No podemos acallar una voz que desde lo hondo de nosotros mismos nos grita: “¿Por qué actúas así? ¿Qué tratas de buscar con lo que haces?". Es tu voz, Señor, que silenciosamente va creando en nuestro interior un gran vacío: desde este abismo brota, desesperadamente, el único grito verdadero: “Ten piedad de mí, que soy un pecador". El orgullo me mata, humildemente te busco, Señor.

 

CONTEMPLATIO

 

Me preguntáis [...] si un alma puede acudir a Dios confiadamente conociendo su propia miseria. Respondo que el alma conocedora de su propia miseria no sólo puede tener una gran confianza en Dios, sino que le será imposible alcanzar la verdadera confianza si carece del conocimiento de su propia miseria; porque el conocimiento y la confesión de esta miseria nos introducen en la presencia de Dios. Por eso los grandes santos, como Job, David y otros, comenzaban siempre sus oraciones confesando la propia miseria e indignidad; es, por lo tanton cosa excelente reconocerse pobre, vil, bajo e indigno de comparecer ante el divino acatamiento. 

El célebre dicho de los antiguos: “Conócete a ti mismo", se suele interpretar así: “Conoce la grandeza y excelencia de tu alma para no envilecerla ni profanarla con cosas indignas de su nobleza". Pero se interpreta también de esta otra manera: “Conócete a ti mismo, es decir, tu indignidad, tu imperfección, tu miseria”. Cuanto más miserables somos, tanto más debemos confiar en la bondad y misericordia de Dios; porque entre la misericordia y la miseria existe un parentesco tan grande que la una no se puede ejercitar sin la otra. Si Dios no hubiera creado a los hombres, hubiera sido ciertamente bondadoso, pero no misericordioso, puesto que no hubiera podido ejercitar su misericordia con ninguno, ya que la misericordia se practica con los miserables (Francisco de Sales, Conversaciones espirituales, II)

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

"Conoces hasta el fondo de mi alma" (Sal 138,14).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

De la ascesis de pobreza surge cada día un hombre nuevo, todo paz, benevolencia y dulzura. Queda para siempre marcado por el arrepentimiento, pero un arrepentimiento lleno de alegría y de amor que aflora por todas partes y siempre y permanece en segundo plano de su búsqueda de Dios. Este hombre ha alcanzado ya una paz profunda, pues fue quebrantado y reedificado en todo su ser por pura gracia. Apenas se reconoce. Es diferente. En el mismo instante en que tocó el abismo profundo del pecado, fue precipitado al abismo de la misericordia. Ha aprendido a entregar las armas ante Dios, a no defenderse ante él. Está despojado y sin defensa. Ha renunciado a la justicia personal y no tiene proyectos de santidad. Sus manos están vacías o sólo conservan su miseria, que se atreve a exponer ante la misericordia. Dios se ha hecho verdaderamente Dios para él, y nada más que Dios. Eso es lo que quiere decir Salvator, salvador del pecado. Incluso está casi reconciliado con su pecado, como Dios se ha reconciliado con él. 

Para sus hermanos y prójimos se ha convertido en un amigo benevolente y dulce que comprende sus debilidades. No tiene ya confianza en sí mismo, sino sólo en Dios. Es el primer pecador –así lo piensa-, pero pecador perdonado. Por eso debe abrirse, como a un igual y a un hermano, a todos los pecadores del mundo. Se siente cercano a ellos preferida es la del publicano, que se parece a su respiración y al la porque no se cree mejor que los demás. Su oración tir del corazón del mundo, su deseo más profundo de salvación y curación: "Señor Jesús, ten piedad de mi, pobre pecador” (A. Louf, A merced de su gracia, Madrid 1991, 125s, passim).

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