LECTIO DIVINA TERCER MIÉRCOLES DE PASCUA. El que cree en mí tiene vida eterna, dice el Señor, y yo lo resucitaré en el último día
El que
cree en mí tiene vida eterna, dice el Señor,
y yo
lo resucitaré en el último día
Hechos
8,1-8 Salmo 65 Juan 6,35-40
LECTIO
Primera
lectura: Hechos de los Apóstoles 8,1b-8
Aquel
día se desencadenó una gran persecución contra la iglesia de Jerusalén, y
todos, excepto los apóstoles, se dispersaron por las regiones de Judea y
Samaría. A Esteban lo enterraron unos hombres piadosos e hicieron gran duelo
por él. Saulo, por su parte, se ensañaba contra la Iglesia, entraba en las
casas, apresaba a hombres y mujeres y los metía en la cárcel.
Los
que se habían dispersado fueron por todas partes anunciando el mensaje. Felipe
bajó a la ciudad de Samaría y estuvo allí predicando a Cristo. La gente
escuchaba con aprobación las palabras de Felipe y contemplaba los prodigios que
realizaba. Pues de muchos poseídos
salían los espíritus inmundos, dando grandes voces, y muchos paralíticos y
cojos quedaron curados. Y hubo gran alegría en aquella ciudad.
Palabra
de Dios
A. Te
alabamos, Señor
Nos
encontramos aquí en presencia de otro giro decisivo en la historia de la frágil
comunidad cristiana: su difusión fuera de los muros de Jerusalén. Se pasa de la
persecución a la dispersión y de la dispersión a la difusión de la Palabra. Son
los helenistas, los seguidores de Esteban, quienes reciben los golpes. Tienen
que huir y dispersarse por las regiones de Judea y Samaría. Con ello inician la
carrera de la Palabra por el mundo, «hasta los confines de la tierra».
Está
también el contraste entre el «gran duelo» por la muerte de Esteban y la «gran
alegría por la acción de Felipe, otro de los Siete. Saulo «se ensañaba contra
la Iglesia», pero ésta se expande precisamente entre los que están al margen
del judaísmo: la salida de Jerusalén
es un
hecho no sólo geográfico, sino también cultural. Cristo es predicado también a
los samaritanos. El fragmento da la impresión de que se ha producido un nuevo
Pentecostés, una nueva primavera de la Iglesia, después de la que tuvo lugar en
Jerusalén y antes de la que
se
produjo entre los paganos. El conjunto va acompañado de poderosos gestos de
liberación: es un mundo que se renueva al contacto con la difusión de la
Palabra.
Salmo responsorial (Sal
65)
R. Las obras del Señor
son admirables. Aleluya.
L. Que
aclame al Señor toda la tierra. Celebremos su gloria y su poder,
cantemos
un himno de alabanza, digamos al Señor: "Tu obra es admirable"./R.
L. Que
se postre ante ti la tierra entera y celebre con cánticos tu nombre.
miremos
las obras del Señor, los prodigios que ha hecho por los hombres./R.
L. Él
transformó el Mar Rojo en tierra firme y los hizo cruzar el Jordán a pie enjuto.
Llenémonos por eso de gozo y gratitud: el Señor es eterno y poderoso./R.
Aclamación
antes del Evangelio (Cfr. Jn 6, 40)
R. Aleluya,
aleluya. El que cree en mí tiene vida eterna, dice el Señor, y yo lo resucitaré
en el último día.
R.
Aleluya.
Evangelio
(Jn 6, 35-40)
Del
santo Evangelio según san Juan
A.
Gloria a ti, Señor
En
aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: "Yo soy el pan de la vida. El que
viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed. Pero como ya
les he dicho: me han visto y no creen. Todo aquel que me da el Padre viene
hacia mí; y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió.
Y la
voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado,
sino que lo resucite en el último día. La voluntad de mi Padre consiste en que
todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo lo resucite en el
último día".
Palabra
del Señor.
A.
Gloria a ti, Señor Jesús.
La
muchedumbre ha visto y escuchado la Palabra de Jesús en el fragmento
precedente, pero no ha re conocido en él al Hijo de Dios bajado del cielo, como
el maná del desierto. Entonces denuncia Jesús con amargura, esta difundida
incredulidad de los judíos (v. 36), a pesar de que la iniciativa amorosa del
Padre se sirva de la obra del Hijo para darles la salvación y la
vida (cf. Jn 3,14s; 4,14.50; 5,21.25s).
La
Iglesia primitiva era consciente de este conflicto con la Sinagoga y, a través
del evangelista, expresa su profundo vínculo con el Maestro, subrayando que el
designio de Dios se realiza mediante la acogida que todo creyente reserva a
Jesús. El ha tomado carne humana
no
para hacer su propia voluntad, sino la de aquel que le ha enviado. El plan de
Dios es un plan de salvación, y el Padre, confiándolo al Hijo, proclama que los
hombres se salvan en Jesús, sin que se pierda ninguno. Más aún, aquellos que
han sido confiados por el Padre al
Hijo,
quiere que los «resucite en el último día» (v. 39). La expresión «último día»
tiene un significado preciso en Juan: es el día en que termina la creación del
hombre y tiene lugar la muerte de Jesús, es el día del triunfo final del Hijo
sobre la muerte; en él, todos podrán probar «el agua del Espíritu» que será
entregada a la humanidad.
En ese
día, Jesús dará cumplimiento a su misión mediante la resurrección y dará la
vida definitiva. Esta última tiene su comienzo aquí en la fe, y su plena
realización en la resurrección al final de los tiempos. Los que crean en Jesús,
Hijo de Dios, no experimentarán la muerte, sino que disfrutarán de una vida
inmortal.
MEDITATIO
El
fragmento de los Hechos de los Apóstoles pone claramente de manifiesto que una
de las causas de la difusión del Evangelio a través del mundo es la
persecución. Son objeto de la misma los irreductibles, los “extremistas”
compañeros de Esteban, los que no aceptaban componendas con el judaísmo. Los
apóstoles se libran por ahora, posiblemente porque todavía confían en encontrar
una solución a los delicados problemas planteados con la tradición judía. La
persecución le ha ayudado a la Iglesia a no dormirse y a encontrar o reencontrar
sus propias raíces misioneras. Éstas han sido después el secreto de su perenne
juventud. La Revolución francesa, por poner un solo ejemplo, supuso una fuerte prueba
para la Iglesia, pero le hizo salir de la tormenta más delgada y más dispuesta
a reemprender su itinerario misionero por el mundo.
Cuando
existe el peligro de instalarnos cómodamente en un lugar, cuando existe la
tentación de considerarnos integrados en un contexto social, cuando estamos demasiado
tranquilos, entonces es cuando interviene el Espíritu para dar la alarma a
través de diversas pruebas, la más terrible de las cuales -aunque quizás
también la más eficaz- es la persecución. Esta última da frutos cuando la
Iglesia está viva, como en el caso de la comunidad de Jerusalén. La Palabra se
difunde para que los que están dispersos queden impregnados de la novedad cristiana,
de la sorprendente realidad de la salvación en la que se sentían implicados y
corresponsables. Por eso puede proceder del duelo la alegría, de la diáspora el
crecimiento, de la muerte de Esteban la multiplicación de los apóstoles.
ORATIO
Esta
Palabra, Señor, me turba una vez más, porque me parece que tú prefieres más
bien los medios rápidos para alcanzar tus fines. Querías hacer salir el alegre mensaje
de Jerusalén, y surge una violenta persecución.
Me
siento turbado, lo confieso. Y es que me gusta evitar las desgracias y vivir en
paz. En mi paz, que no es exactamente la tuya. Con mi paz no crece la alegría
en el mundo; con tu dinamismo, producido de una manera frecuentemente
desagradable para mí, crece, en cambio, la alegría en los que están fuera de
mis intereses.
Señor,
estoy turbado, sobre todo, porque esta Palabra tuya me dice que yo debería
estar alegre en las persecuciones, que debería pedirtelas cuando me encuentro
demasiado bien y cuando me siento satisfecho de lo que hago y de lo que me
rodea. Pero te confieso que me falta valor. Con todo, hay algo que debo pedirte
para no morir de vergüenza: que frente a las posibles persecuciones, puedan ver
al menos mis ojos que éstas tienen un sentido para ti y para tu Iglesia. Y, por
consiguiente, también para mí.
CONTEMPLATIO
Jesús
invitaba [con sus palabras) a los judíos a que tuvieran fe, mientras ellos
buscaban signos para creer.
Sabían
que habían sido saciados con cinco panes, pero preferían el maná del cielo a
aquel otro alimento. Sin embargo, el Señor decía que era muy superior a Moisés:
éste no se había atrevido nunca a prometer el alimento «permanente, el que da
la vida eterna» (cf. Jn 6,27). En consecuencia, Jesús prometía algo más que
Moisés. Este prometía llenar el estómago aquí en la tierra, aunque de un
alimento que perece; Jesús prometía el «alimento permanente».
El
verdadero pan es el que da la vida al mundo. El maná era símbolo de este alimento,
y todas esas cosas -dice el Señor a los judíos, eran signos que hacían
referencia a mí. Os habéis apegado a los signos que se referían a mí, y me
rechazáis a mí, que soy aquel a quien se referían los signos. No fue, por
tanto, Moisés el que dio el pan del cielo: es Dios quien lo da (cf. Jn 6,32).
Ahora bien, ¿qué pan? ¿Acaso el mana? No, no el mana, sino el pan del que era
signo el maná, o sea, el mismo Señor Jesús. Porque «el pan de Dios viene del
cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,33) (Agustín, Comentario al evangelio de Juan,
25,12s, passim).
ACTIO
Repite
con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Grandes
son la obras del Señor» (Sal 110,2).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
Existe
una compenetración entre el sufrimiento -llamémoslo cruz, una palabra que lo
resume y transfigura- y el compromiso apostólico, esto es, la construcción de
la Iglesia. No es posible ser apóstol sin cargar con la cruz. Y si hoy se
ofrece el deber y el honor del apostolado a todos los cristianos de manera
indistinta, para que la vida cristiana se revele hoy tal cual es y debe ser, es
señal de que ha sonado la hora para todo el pueblo de Dios: todos nosotros debemos
ser apóstoles, todos nosotros debemos cargar con la cruz
Para
construir la Iglesia es preciso esforzarse, es preciso sufrir. Esta conclusión
desconcierta ciertas concepciones erróneas de la vida cristiana presentada bajo
el aspecto de la facilidad, de la modalidad, del interés temporal y personal,
cuando su rostro tiene que estar siempre marcado por el signo de la cruz, por
el signo del sacrificio soportado y realizado por amor: amor a Cristo y a Dios,
amor al prójimo, cercano o alejado. Y no es ésta una visión pesimista del
cristianismo, sino una visión realista. La Iglesia debe ser un pueblo de
fuertes, un pueblo de testigos animosos, un pueblo que sabe sufrir por su fe y
por su difusión en el mundo, en silencio, de modo gratuito y con amor (Pablo
VI, Audiencia general del 1 de septiembre de 1976).
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