San Fidel de Sigmaringa Capuchino y Mártir
24 de abril
San Fidel de Sigmaringa (1577-1622)
por Ángel de Novelé, OFMCap.
San Fidel fue un capuchino alemán, nacido en Sigmaringa, pequeña ciudad de Suabia, a orillas del Danubio. Vivió entre 1577 y 1622, parte en Alemania, parte en Suiza. Para ambas naciones eran aquéllos unos tiempos movidos, inseguros y tormentosos. La Reforma protestante, que apareció en la primera mitad del siglo XVI, había echado raíces firmes y dividido inevitablemente a sus hombres y a sus pueblos. Había por doquier ambiente de lucha, de recelos, de incomodidad religiosa y política. Entre los dos sectores cristianos, el católico y el protestante, se dieron violencias lamentables, que dejaron en los ánimos prejuicios y antipatías seculares, en que, como siempre, llevaron las de perder los católicos. Sabemos bien que ninguno de los jefes de la mal llamada Reforma fue modelo de mansedumbre. Tal vez por sus propios remordimientos, y ciertamente por el orgullo que les dominó, sus ánimos se exacerbaron de manera que hasta inverosímiles nos parecen las referencias exactas que tenemos de sus desplantes, frases groseras y accesos de furor. Por su parte, las tropas católicas reprimieron a veces violentamente los avances del protestantismo con desmanes improcedentes. Todo esto trajo luchas y odios que estaban muy vivos cuando vino al mundo nuestro San Fidel de Sigmaringa.
Estas luchas tuvieron una ventaja: perfilar más y más las ideas de los católicos, su responsabilidad y su conducta. Hubo desde el principio hogares que cerraron a cal y canto sus puertas a los vientos de la herejía y supieron mantener con dignidad y fortaleza los principios salvadores de la religión católica. Uno de estos hogares fue el de Juan Rey y Genoveva Rosemberger, los padres del Santo, que fundaron el suyo sólidamente en la verdad y el amor de Dios, y lo hicieron digno hasta de las evidentes resonancias españolas que tenía el apellido paterno.
San Fidel, que en el bautismo recibió el nombre de Marcos, tiene en su haber el mérito incomparable del martirio. Ya es bastante para haber llegado a la gloria de los altares, porque el acto heroico de amor de Dios que supone el martirio hace santos en un momento a los que lo sufren. Pero San Fidel tiene, como la mayor parte de los mártires, además del mérito del martirio, el de una vida en todo conforme con tan alta vocación. Porque, al fin, el martirio es una gracia que Dios concede a quienes elige para morir por Él.
San Fidel fue algo así como una obra maestra de Dios para aquellos tiempos y aquellas regiones. Tuvo el carácter del alemán clásico, íntegro en sus costumbres, serio, constante, inflexible, ingenuo. Los biógrafos nos lo presentan maduro desde los años de su juventud, alegre, muy inteligente y sin perder nunca los estribos. Sobre todo, fue siempre hombre de gran corazón lo que, andando el tiempo, fue, sin duda, factor importante para que los ideales y estilo de vida de la Orden franciscana le vinieran como anillo al dedo.
Como era de familia noble, hizo sus estudios en la Academia Archiducal de Friburgo de Brisgovia, y los cursó tan brillantemente, que se decía que ni en la Academia ni en la ciudad había quien le igualase en talento. Salió de allí hecho un maestro en el manejo del latín, francés e italiano, y muy joven todavía consiguió el doctorado en ambos derechos.
Terminados sus estudios, el barón de Stotzingen quiso que acompañara a un hijo suyo y a otros jóvenes en un viaje instructivo por Europa, porque pensaba que la presencia de Marcos Rey era la mejor seguridad para los padres de los muchachos. Nuestro joven aceptó el encargo, que fue, creemos, providencial, porque ese aireo por fuera al final de sus estudios le puso al corriente del estado de algunas naciones en sus forcejeos con el protestantismo y de las artes que éste se daba para ganar prosélitos. Sus compañeros de viaje nos han dicho del futuro mártir cosas tan interesantes como éstas: Que no dejó un solo día sus prácticas piadosas, que discutía con energía y pasmosa seguridad con los protestantes, que nunca le vieron airado y que ya entonces tenía por lema de su vida el estudio, la oración y la penitencia.
A la vuelta del viaje abrió inmediatamente su despacho de abogado en Ensisheim (Alsacia). Mal asunto, porque la carrera de abogado es tradicionalmente peligrosa para los que hilan delgado y tienen escrupulosa conciencia. Entre los capuchinos es muy conocida una cuarteta humorística dedicada a San Fidel y que dice así:
Santo es hoy quien fue abogado. ¡Obra del poder divino! Le costó ser capuchino y morir martirizado.
Efectivamente. Comenzó la profesión con el optimismo fácil de la juventud y con la mejor buena voluntad del mundo. Pero en uno de los primeros pleitos que hubo de defender, el abogado contrincante le propuso en secreto «un arreglo» ventajoso para los dos. Aquello bastó para que abandonara irrevocablemente la toga por razones que hoy llamaríamos de incompatibilidad temperamental. Alma tan clara y sincera no había nacido para componendas de ninguna clase.
Hubo a renglón seguido una pequeña crisis en su espíritu, antes de tomar el camino de su verdadera vocación, porque ya entonces le salieron al paso voces facilitonas y doctorales que calificaron de cobardía el deseo de ir a «enterrar» en un convento los talentos superiores que poseía. Pero, al fin, Marcos Rey se decidió a meterse capuchino. Los capuchinos estaban entonces en alza. No llevaban todavía un siglo de existencia y eran ya famosos en casi todo Europa. Después de las primeras vicisitudes y no pequeñas contrariedades de la nueva rama del frondoso árbol franciscano, la austeridad inverosímil, la sencillez encantadora, el celo impetuoso y dulcísimo de los que Lacordaire llamó más tarde «los Demóstenes del pueblo», acabaron por convencer a todos y propagarse como llama por el bosque. Cuando San Fidel se decidió a ingresar en esta Orden, estaba muy extendida por Alemania y Suiza y contaba con figuras excepcionales, como la de San Lorenzo de Brindis, entonces en el cenit de su carrera de predicador y diplomático, no menos que de hombre de Dios venerado por cuantos le conocían en toda Europa. El mismo San Fidel tenía un hermano capuchino, el padre Apolinar de Sigmaringa, músico, poeta y orador celebérrimo.
Cuando tomó el hábito en Friburgo tenía treinta y cinco años y era ya sacerdote. Ambos acontecimientos, la ordenación sacerdotal que recibió por consejo del obispo de Constanza, y la toma de hábito, se realizaron en el otoño de 1612. Hizo su noviciado y profesión, y pasó en seguida al seminario de Constanza para cursar la sagrada teología. Los propios profesores eclesiásticos que tuvo en aquellos primeros años de religioso aseguran que su austeridad, humildad y devoción eran extraordinarias, y que veían en él una superioridad interior, que resaltaba entre todos los de su convento.
Apenas terminados los estudios de teología, se dedicó de lleno a la predicación, de la que esperaban grandes frutos cuantos le conocían. Recorrió gran parte de Suiza y Austria, y el sur de Alemania. En todas partes encontró la cizaña protestante haciendo estragos en el trigal evangélico. De su predicación nos dicen los biógrafos que era francamente elocuente, de buen sentido, concienzuda. San Fidel hablaba ordinariamente con suavidad y mansedumbre, bien preparado, con notable unción, haciéndose tan atractivo por estas cualidades, que hasta los herejes le oían con agrado. Tal vez fue este atractivo lo que no le perdonaron después los herejes al señalarle como víctima entre todos sus compañeros de misión. Pero no todo era suavidad en el padre Fidel. Frecuentemente le arrebataba el espíritu de Dios y entonces saltaba la valla de la humana prudencia, que le aconsejaba inútilmente la moderación. Más de una vez llegaron a sus oídos frases como ésta: «Padre, si quiere comer aquí buenas sopas modere su celo y deje correr los acontecimientos». Es ésta exactamente la impresión que nos dan los sermones que se conservan del Santo. Aparece en ellos siempre el catequista oportuno, eficaz, documentado y piadoso. Pero también el orador inflamado, el lírico contagioso, el hombre de Dios que paladea en el púlpito las suavidades del dogma católico, el fustigador del vicio con frases afiladas como puñales, impresionantes hoy, cuando tan curados estamos de espantos.
Alternó la predicación con el cargo de guardián de los conventos de Friburgo, Rheinfelden y Feldkirch. Presidiendo la comunidad de este último fue destinado a la misión de la Alta Rezia, en donde encontró el martirio.
Era el año 1622. El archiduque de Austria Leopoldo, que había emprendido una cruzada contra la herejía, llevó sus armas victoriosas hasta el país de los grisones, en Suiza, y pidió al Papa que enviase allí misioneros. Suiza fue, como sabemos, una de las naciones que más directamente padecieron las consecuencias del protestantismo. La actividad reformadora comenzó en Zúrich con Zwinglio, en 1519. Y lo malo fue que la actividad zwingliana se desarrolló tanto en el terreno político como en el religioso. Trabajaron también ardorosamente en Suiza Calvino y Ecolampadio. Al principio la Reforma tuvo poco éxito, pero ya en 1528 los católicos fueron excluidos del Consejo de la ciudad de San Gall. En algunos sitios, como Berna, la herejía fue introducida violentamente. Así, poco a poco, el país quedó totalmente dividido, de forma que en 1590 unas ciudades eran netamente católicas, como Lucerna, Zug y Friburgo, y otras, como Zúrich, Berna y Ginebra, totalmente protestantes. También hubo regiones en las que ambas confesiones, la católica y la protestante, andaban mezcladas, y una de éstas fue la de los grisones. Las comarcas que abrazaron el protestantismo se unieron entre sí y con algunos extranjeros, mientras que los cantones católicos se agruparon en propia defensa y se aliaron con Austria. De esta manera se originaron las dos famosas guerras de Capel (1529-1531), que terminaron con la victoria de los católicos y la muerte trágica de Zwinglio.
Desde el concilio de Trento (1545-1563), que fue el gran muro que la Iglesia opuso al protestantismo, hubo en Suiza celosos promotores de la fe y de la verdadera reforma, entre los que destaca San Carlos Borromeo. Después trabajaron los jesuitas y su gran apóstol San Pedro Canisio. A ellos se debe la fundación de colegios en Lucerna, Friburgo de Brisgovia, Siders y otras ciudades. Al mismo tiempo que los jesuitas llegaron los capuchinos, que erigieron su primer convento en Altdorf, en 1579, y al que siguieron otros treinta en todas las comarcas de la Confederación.
El llamamiento del archiduque Leopoldo tuvo eco en Roma, pues estaba recién fundada la Congregación de Propaganda Fide. El origen de esta Congregación, netamente misionera, se halla ya en una ordenación de Gregorio XIII, por la que encargó a cierto número de cardenales de la dirección de las Misiones de Oriente y decretó la impresión de catecismos en lenguas comunes. Pero no estaba sólidamente fundada. Ahora, en tiempos de Gregorio XV, había en Roma un gran predicador capuchino, el padre Jerónimo de Narni, con fama de santidad y a quien San Roberto Berlarmino comparó con el propio San Pablo. Fue este capuchino el que concibió el pensamiento de extender la influencia de dicha Congregación y el que, por su cargo de predicador apostólico, influyó cerca del Papa, el cual, por la constitución apostólica Inscrutabili, de 22 de enero de 1622, fundó la Congregación de Propaganda Fide, que se ocupa desde entonces de todas las Misiones del mundo, reuniendo fondos para atenderlas económicamente, destinando los misioneros, nombrando prefectos, y conociendo y tratando todos los asuntos pertenecientes a la propagación de la fe en todas partes. Para los capuchinos es motivo de satisfacción saber que no sólo tuvieron buena parte en la fundación de la misma, sino que le dieron el primer mártir, como vamos a ver.
Una de las primeras preocupaciones de esta Sagrada Congregación fue enviar misioneros a las regiones europeas más amenazadas por el protestantismo, por lo que la petición del archiduque se aceptó inmediatamente, enviando allá diez capuchinos y al frente de ellos al padre Fidel de Sigmaringa. La región de los grisones era conocida del padre Fidel, pues en alguna de sus correrías apostólicas habíala misionado y sabía por propia experiencia las grandes dificultades y los peligros que encerraba, por haber sido una de las regiones donde más lucha hubo entre católicos y protestantes. A la sazón, como sabemos, estaba dominada por los austríacos y expuesta a algún exceso de las tropas. Aceptó la invitación del Papa con la naturalidad con que los buenos apóstoles aceptan las peores consecuencias de su misión, pero sabiendo bien adónde iba. Por eso quiso despedirse de los suyos en una solemne función religiosa en la iglesia del convento de Feldkirch, y en el sermón que predicó dijo claramente que se marchaba a predicar a los herejes y que no volvería vivo. «Sé que voy a morir asesinado», dijo entre otras cosas, y partió. Era el 14 de abril, y fue martirizado diez días después, lo cual confirma que sus temores no eran infundados y que no habló a humo de paja.
Al llegar a la misión encontróla profundamente turbada. Por todas partes había facciones, insidias, reuniones secretas. Con tacto exquisito trató de insinuarse en las almas y devolver la serenidad a todos para comenzar su obra de apostolado, pero se temía por momentos un tumulto fatal. En vista de ello, y no esperando cosa buena, lo primero que hizo fue prepararse para lo que Dios quisiera y vivir con la mayor pureza de conciencia posible. Escribiendo uno de esos días al abad de San Gal, gran amigo suyo y su primer biógrafo, firmó la carta así: «Fr. Fidel, que pronto será pasto de gusanos».
Para el día 24 de abril fue invitado por unos herejes de Seewis, que, al parecer, querían oír la palabra de Dios de labios del famoso misionero. Era domingo. Muy temprano celebró la santa misa, después de confesarse, y partió desde Grusch a Seewis, acompañado del archiduque, del capitán Fels y una escolta de soldados. Se encontraron la iglesia completamente llena, pues los herejes, que tenían sus planes bien trazados, habían tomado todas las posiciones. El misionero subió al púlpito con ciertas esperanzas de hacer algún fruto, pero, apenas subido, palideció repentinamente. Había en el púlpito un papel que decía: «Hoy predicarás, pero será la última vez». Reaccionó valientemente y comenzó el sermón. En el transcurso del mismo, en tres o cuatro ocasiones, le pareció advertir amagos de tumulto, pero fue al final cuando los enemigos irrumpieron en el templo, después de matar a los soldados de la puerta, armados de espadas, bombardas, mazas y palos. Sonó en seguida un tiro y la bala fue a dar en la pared, muy cerca del predicador. Este descendió del púlpito y se postró ante el altar de la Virgen, encomendándole su suerte. Algunos amigos le impelieron a salir rápidamente por la puerta de la sacristía, pero apenas había andado unos trescientos pasos, ya fuera de la población, le alcanzaron los herejes, que le rodearon como lobos y le instaron a que se entregara. «No me entrego», respondió enérgicamente. «Pues te mataremos», le replicaron. «Podéis hacerlo, pues estoy en las manos de Dios y las de su Santa Madre», dijo el mártir. Y añadió: «Pero mirad bien lo que vais a hacer, no sea que tengáis que arrepentiros algún día». Un golpe tremendo de espada en la cabeza lo derribó, quedando de rodillas. «Jesús, María, valedme», exclamó. Y no pudo decir más, porque, arrojándose en tumulto todos sobre él, le atravesaron el costado con espadas y le destrozaron el cráneo a golpes de mazas y palos. Quedó envuelto en un charco de sangre en medio del campo e insepulto cerca de veinticuatro horas. Eran las 11 de la mañana del 24 de abril de 1622.
Su sepulcro está en la catedral de Coira y su cráneo se conserva en el convento de Feldkirch, su antigua guardianía. Dios quiso glorificar su memoria desde un principio, pues sus reliquias fueron un semillero de milagros. Lo cual movió a los papas a su definitiva exaltación en la tierra. Benedicto XIII le beatificó el 21 de marzo de 1729, y Benedicto XIV le canonizó, juntamente con San José de Leonisa, otro gran apóstol capuchino, el 26 de junio de 1746.
Ángel de Novelé, OFMCap,
San Fidel de Sigmaringa, en Año Cristiano, Tomo II,
Madrid, Ed. Católica (BAC 184), 1959, pp. 164-172.
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