LECTIO DIVINA TERCER MARTES DE PASCUA. Vuelve, Señor, tus ojos a tu siervo y sálvame, por tu misericordia
EN TUS
MANOS SEÑOR ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
Hechos
7,51-8,1 Salmo 30 Juan 6,30-35
LECTIO
1ªLectura
(Hech 7, 51-8, 1)
Del
libro de los Hechos de los Apóstoles
En
aquellos días, habló Esteban ante el sanedrín, diciendo: “Hombres de cabeza
dura, cerrados de corazón y de oídos. Ustedes resisten siempre al Espíritu
Santo, ustedes son iguales a sus padres. ¿A qué profeta no persiguieron sus
padres? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, al que ahora
ustedes han traicionado y dado muerte. Recibieron la ley por medio de los
ángeles y no la han observado”.
Al oír
estas cosas, los miembros del sanedrín se enfurecieron y rechinaban los dientes
de rabia contra él.
Pero
Esteban, lleno del Espíritu Santo, miró al cielo, vio la gloria de Dios y a
Jesús, que estaba de pie a la derecha de Dios, y dijo: “Estoy viendo los cielos
abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de Dios".
Entonces
los miembros del sanedrín gritaron con fuerza, se taparon los oídos y todos a
una se precipitaron sobre él. Lo sacaron fuera de la ciudad y empezaron a
apedrearlo. Los falsos testigos depositaron sus mantos a los pies de un joven,
llamado Saulo.
Mientras
lo apedreaban, Esteban repetía esta oración: "Señor Jesús, recibe mi
espíritu”. Después se puso de rodillas y dijo con fuerte voz: “Señor, no les
tomes en cuenta este pecado”. Y diciendo esto, se durmió en el Señor. Y Saulo
estuvo de acuerdo en que mataran a Esteban.
Palabra
de Dios.
A. Te
alabamos, Señor.
Primer
cuadro: recoge la parte conclusiva del discurso de Esteban, un discurso
durísimo. En él lee la historia de Israel como la historia de un pueblo de dura
cerviz, de corazón y de oídos incircuncisos, siempre opuestos al Espíritu
Santo. Mientras Pedro intenta excusar de algún modo en sus discursos a sus
interlocutores, casi maravillándose del error fatal de la condena a muerte de
Jesús, Esteban afirma, en sustancia, que no podían dejar de condenar a Jesús,
dado que siempre han perseguido a los profetas enviados por Dios. Se trata de
una lectura extremadamente negativa de toda la historia de Israel. Una lectura
que no podía dejar de suscitar una reacción violenta.
Segundo
cuadro: el martirio de Esteban. Éste, frente al furor de la asamblea, que está
fuera de sí, aparece ahora situado mucho más allá y muy por encima de todo y de
todos, en un lugar donde contempla la gloria de Dios y a Jesús, resucitado, de
pie a la derecha del Padre. El primer mártir se dirige sereno al encuentro con
la muerte, gozando del fruto de la muerte solitaria de Jesús. Éste, ahora Señor
glorioso, anima a sus testigos mostrando «los cielos abiertos», que se ofrecen
como la meta gloriosa, ahora próxima.
Muere
sereno y tranquilo, confiando su espíritu al Señor Jesús, del mismo modo que
éste lo había confiado al Padre. La lapidación, que tenía lugar fuera de la
ciudad, era la suerte reservada a los blasfemos: Esteban no tiene miedo de
proclamar la divinidad de Jesús y, en este clima enardecido, debe morir. Saulo,
el que habría de proseguir la obra innovadora de Esteban, extendiéndola a los
paganos, resulta que está de acuerdo con este asesinato.
Salmo
responsorial (Sal 30)
R. En
tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu. Aleluya.
L. Sé
tú, Señor, mi fortaleza y mi refugio, la muralla que me salve. Tú, que eres mi
fortaleza y mi defensa, por tu nombre, dirígeme y guíame. /R.
L. En
tus manos encomiendo mi espíritu y tú, mi Dios leal, me librarás. En ti, Señor,
deposito mi confianza y tu misericordia me llenará de alegría. /R.
L.
Vuelve, Señor, tus ojos a tu siervo y sálvame, por tu misericordia; cuídame,
Señor, y escóndeme junto a ti, lejos de las intrigas de los hombres. / R.
Evangelio
(Jn 6, 30-35)
Del
santo Evangelio según san Juan
A.
Gloria a ti, Señor.
En
aquel tiempo, la gente le preguntó a Jesús: “¿Qué signo vas a realizar tú para
que lo veamos y podamos creerte? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros padres
comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del
cielo”.
Jesús
les respondió: “Yo les aseguro: No fue Moisés quien les dio pan del cielo; es
mi Padre quien les da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es
aquel que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Entonces
le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el
pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca
tendrá sed”.
Palabra
del Señor
A.
Gloria a ti, Señor Jesús.
La
muchedumbre, a pesar de las variadas pruebas dadas por Jesús en el fragmento
anterior, no se muestra satisfecha aún ni con sus signos ni con sus palabras, y
pide más garantías para poder creerle (v. 30). El milagro de los panes no es
suficiente; quieren un signo particular y más estrepitoso que todos los que ha
hecho ya. La muchedumbre y Jesús tienen una concepción diferente del «signo».
El Maestro exige una fe sin condiciones en su obra; las muchedumbres, en
cambio, fundamentan su fe en milagros extraordinarios que han de ver con sus
propios ojos.
Nos
encontramos aquí frente a un texto que manifiesta una viva controversia,
surgida en tiempos del evangelista, entre la Sinagoga y la Iglesia en torno a
la misión de Jesús. Este no se dejó llevar por sueños humanos ni se hizo fuerte
en los milagros, sino que buscó sólo la voluntad del Padre. La muchedumbre
quiere el nuevo milagro del maná (cf. Sal 78,24) para reconocer al verdadero
profeta escatológico de los tiempos mesiánicos. Pero Jesús, en realidad, les da
el verdadero maná, porque su alimento es muy superior al que comieron los
padres en el desierto: él da a todos la vida eterna. Ahora bien, sólo quien
tiene fe puede recibirla como don. El verdadero alimento no está en el don de
Moisés ni en la Ley, como pensaban los interlocutores de Jesús, sino en el don
del Hijo que el Padre regala a los hombres, porque él es el verdadero «pan de
Dios que viene del cielo» (v. 33).
En un
determinado momento, la muchedumbre da la impresión de haber comprendido:
«Señor, danos siempre de ese pan» (v. 34). Pero la verdad es que la gente no
comprende el valor de lo que piden y anda lejos de la verdadera fe. Entonces
Jesús, excluyendo cualquier equívoco, precisa: «Yo soy el pan de vida. El que
viene a mí no volverá a tener hambre» (v. 35). Él es el don del amor, hecho por
el Padre a cada hombre. Él es la Palabra que debemos creer. Quien se adhiere a
el da sentido a su propia vida y alcanza su propia felicidad.
MEDITATIO
Esteban
tiene el encanto del testimonio valiente e intrépido, un testimonio que desafía
a los adversarios, que no les halaga, que no intenta defenderse, sino que
proclama con una lucidez impresionante su propia fe.
Tampoco
usa -y lo hace adrede- ni pizca de diplomacia. Es posible que quiera despertar
y agitar a la misma comunidad cristiana, que, atemorizada por las primeras
persecuciones, corría el riesgo de convertirse en una secta judía por amor a la
vida tranquila o, al menos, por
la
necesidad de sobrevivir. Esteban ve también el peligro que supone para la joven
comunidad cristiana mirar más al pasado que al futuro, el peligro que supone
una Iglesia más preocupada por la continuidad con la tradición que por la
novedad cristiana.
El
diácono aparece presentado como alguien que ha comprendido a fondo el alcance
de la novedad cristiana, la ruptura que implicaba la fe en Cristo con respecto
a cierta tradición fosilizada, la necesidad de no dejarse apresar por
compromisos de ningún tipo. Por algo será
Saulo
su continuador en la afirmación de la diversidad» cristiana, en la acentuación
de las peculiaridades de la nueva fe, en el correr los riesgos que traía
consigo la ruptura con el pasado. Esteban no está dispuesto a transigir ni a
bajar a compromisos... Su sacudida ha resultado beneficiosa, incluso por encima
de lo necesario.
No se
vive sólo de mediaciones, sino que, especialmente en determinados momentos
decisivos, se hacen necesarias las posiciones claras. Esteban es el prototipo
de la parresía cristiana, siempre necesaria, incluso para evitar los riesgos
del concordismo.
ORATIO
Señor
mío, cuánto me turba hoy Esteban. ¿Cómo es que hoy me parece excesivo,
exagerado, desmesurado? ¿No será que soy yo demasiado moderado, mesurado equilibrado?
Debo confesártelo: ya no estoy tan acostumbrado a ver tamaña seguridad y
capacidad de desafío. Por eso debo pedirte hoy que me concedas un suplemento de
tu Espíritu, para que comprenda la figura de Esteban, para que también yo pueda
tener al menos un poco de su valentía para proclamarte como mi Señor, para no
tener miedo de decir, en voz alta, que mis opciones están apoyadas por los
cielos abiertos » y por
el
hecho de que te contemplo como el Resucitado, glorioso a la diestra del Padre.
Para tener el atrevimiento de desafiar a los que querrían borrar las huellas de
tu presencia, para tener la luz que necesita una lectura de la historia y de
los acontecimientos humanos de un modo no convencional.
Señor,
qué tímida es mi fe cuando la comparo con la
de
Esteban. Qué frágil es mi caminar. Cuántas veces
siento
la tentación de acusar de intransigencia cualquier actitud de firmeza. Ayúdame
a no quedarme prisionero de mi vivir tranquilo. Ayúdame a discernir. Ayúdame a
no desertar de la tarea de ser tu testigo.
CONTEMPLATIO
Son
los cielos abiertos los que iluminan mi camino. Mirando estos cielos luminosos
es como tengo valor
para
atravesar las tinieblas, para no dejarme atemorizar por el vocerío, para no
dejarme intimidar por el altísimo griterío del mundo; para no dejar caer los
brazos
frente
a quien «se tapa los oídos para no escucharme;
para
no desistir cuando todos se precipitan en contra
de mí.
Esos cielos abiertos son mi meta y mi gozo. Sé
que
debo atravesar la aspereza y la oscuridad para llegar a ellos. Debo mantenerlos
de manera constante ante mis ojos: cielos abiertos, cielos acogedores, cielos habitados,
cielos patria del Resucitado y de los resucitados, mis cielos.
ACTIO
Repite
con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Veo
los cielos abiertos» (Hch 7,56).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
Edith
Stein, enviada al campo de concentración, escribía en agosto de 1942: «Soy
feliz por todo. Sólo podemos dar nuestra aquiescencia a la ciencia de la cruz
experimentándola hasta el final. Repito en mi corazón: «Ave crux, spes unica
(Salve, oh cruz, única esperanza)».
Y
leemos en su testamento: «Desde ahora acepto la muerte que Dios ha predispuesto
para mí, en aceptación perfecta de su santísima voluntad, con alegría. Pido al
Señor que acepte mi vida y mi muerte para su gloria y alabanza, por todas las
necesidades de la Iglesia, para que el Señor sea aceptado por los suyos y para
que venga su Reino con gloria, para la salvación de Alemania y por la paz del
mundo. Y, por último, también por mis parientes, vivos y difuntos, y por todos
aquellos que Dios me ha dado: que ninguno se pierda». Edith estaba preparada: “Dios
hacía pesar de nuevo su mano sobre su pueblo: el destino de mi pueblo era el mío”
Comentarios
Publicar un comentario