LECTIO DIVINA SÁBADO DE LA OCTAVA DE PASCUA. Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído



Todos ustedes que han sido bautizados en Cristo, se han revestido de Cristo. Aleluya (Gál 3, 27).
Hech 4, 13-21     Salmo 117    Marcos 16,9-15


LECTIO

1° Lectura (Hech 4, 13-21)
Del libro de los Hechos de los Apóstoles

En aquellos días, los sumos sacerdotes, los ancianos y los escribas, se quedaron sorprendidos al ver el aplomo con que Pedro y Juan hablaban, pues sabían que eran hombres del pueblo sin ninguna instrucción. Ya los habían reconocido como pertenecientes al grupo que andaba con Jesús, pero no se atrevían a refutarlos, porque ahí estaba de pie, entre ellos, el hombre paralítico que había sido curado.
Por consiguiente, les mandaron que salieran del sanedrín, y ellos comenzaron a deliberar entre sí: "Qué vamos a hacer con estos hombres? Han hecho un milagro evidente, que todo Jerusalén conoce y que no podemos negar; pero a fin de que todo esto no se divulgue más entre el pueblo, hay que prohibirles con amenazas hablar en nombre de Jesús".
Entonces mandaron llamar a Pedro y a Juan y les ordenaron que por ningún motivo hablaran ni enseñaran en nombre de Jesús. Ellos replicaron: "Digan ustedes mismos si es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes antes que a Dios. Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído".
Los miembros del sanedrín repitieron las amenazas y los soltaron, porque no encontraron la manera de castigarlos, ya que el pueblo entero glorificaba a Dios por lo sucedido.

Palabra de Dios.
A. Te alabamos, Señor.

Continúa la escena de ayer: los apóstoles están delante de las autoridades, después de haber pasado la noche en la cárcel.
Los miembros del Sanedrín no saben qué hacer. No acaban de entender la valentía y el aplomo de unas personas incultas que dan testimonio de Jesús a pesar de todas las prohibiciones. Los que se creen sabios no han captado la voluntad de Dios, y los sencillos sí. Pero de por medio está el milagro que acaban de hacer los apóstoles con el paralítico, que les ha dado credibilidad ante todo el pueblo.
La nueva prohibición se encuentra, de nuevo, con la respuesta de Pedro, lúcido y decidido a continuar con su testimonio sobre Jesús. «No podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». Los apóstoles muestran una magnífica libertad interior: los acusados responden acusando al tribunal por no querer entender los planes de Dios y el mesianismo de Jesús. Nadie les podrá hacer callar a partir de ahora. Este es el fin del primer enfrentamiento con las autoridades de Israel. Luego vendrán otras, hasta que se consuma la dispersión de los cristianos fuera de Jerusalén.
Pedro y Juan han recibido en verdad, según la promesa de Jesús, «una elocuencia y una sabiduría a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros adversarios»: estos últimos se encuentran, evidentemente, con dificultades. El fragmento está dominado, por una parte, por la fuerza de los hechos que se imponen y, por otra, por la voluntad de ocultarlos. Los hechos son la curación constatada y clamorosa; son todo lo que Pedro y Juan han visto y oído. Por otra parte, está el poder que quiere defenderse de la irrupción de los hechos, con su poder de desestabilización. Los hechos están acreditados por «hombres del pueblo y sin cultura», que pasan de acusados a acusadores.
Frente a la idea de prohibir «enseñar en el nombre de Jesús» -y en esto se muestra perspicaz el sanedrín, porque el peligro procede de ese «nombre», la verdadera novedad-, la respuesta de Pedro y Juan es la apelación a la evidencia: no pueden callar lo que han visto y oído.
Se trata de la conciencia de que hablar de estas cosas era voluntad de Dios, un mandato divino frente al cual los preceptos humanos pierden su consistencia. No hay amenaza humana que pueda oponerse a la fuerza del testimonio de los apóstoles, porque está con ellos la fuerza irresistible de Dios.

Salmo responsorial (Sal 117)
R. La diestra del Señor ha hecho maravillas. Aleluya.

L. Te damos gracias, Señor, porque eres bueno, porque tu misericordia es
eterna. El Señor es mi fuerza y mi alegría; en el Señor está mi salvación. Escuchemos el canto de victoria que sale de la casa de los justos: /R.

L. "La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es nuestro orgullo". No moriré, continuare viviendo para contar lo que el Señor ha hecho. Me
castigó, me castigó el Señor, pero no me abandonó a la muerte. /R.

L. Abranme las puertas del templo, que quiero entrar a dar gracias a Dios.
Ésta es la puerta del Señor y por ella entrarán los que le viven fieles. Te doy
gracias, Señor, pues me escuchaste y fuiste para mí la salvación./ R.

Aclamación antes del evangelio (Sal 117, 24)

R. Aleluya, aleluya. Éste es el dia del triunfo del Señor, día de júbilo y de gozo.
R. Aleluya.

Evangelio (Mc 16, 9-15)
Del santo Evangelio según san Marcos

A. Gloria a ti, Señor

Habiendo resucitado al amanecer del primer día de la semana, Jesús se apareció primero a María Magdalena, de la que había arrojado siete demonios. Ella fue a llevar la noticia a los discípulos, los cuales estaban llorando, agobiados por la tristeza; pero cuando la oyeron decir que estaba vivo y que lo había visto, no le creyeron.
Después de esto, se apareció en otra forma a dos discípulos, que iban de camino hacia una aldea. También ellos fueron a anunciarlo a los demás; pero tampoco a ellos les creyeron.
Por último, se apareció Jesús a los Once, cuando estaban a la mesa, y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón, porque no les habían creído a los que lo habían visto resucitado. Jesús les dijo entonces: "Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura".

Palabra del Señor
A. Gloria a ti, Señor Jesús.

Hoy leemos el final del evangelio de Marcos. Desde luego, los apóstoles no están muy dispuestos a creer fácilmente la gran noticia de la resurrección de Jesús. Parece como si el evangelista quisiera subrayar esta incredulidad. Primero es una mujer, María Magdalena, la que les anuncia su encuentro con el Resucitado. Y no le creen. Luego son los dos Emaús, y tampoco a ellos les dan crédito. Finalmente se aparece Jesús a los once, y les echa en cara su incredulidad. La palabra final que les dirige es el envío misionero: «vayan al mundo entero y prediquen el evangelio a toda la creación».
También nosotros, los cristianos de hoy, hemos recibido el mismo encargo: predicar la buena noticia de Cristo Jesús por toda la tierra.
Pudiera ser que también nosotros, en alguna etapa de nuestra vida, sintiéramos dificultades en nuestra propia fe. A todos nos puede pasar lo que a los apóstoles, que tuvieron que recorrer un camino de maduración desde la incredulidad del principio hasta la convicción que luego mostraron ante el Sanedrín.
Ojalá tuviéramos la valentía de Pedro y Juan, y diéramos en todo momento testimonio vivencial de Cristo. Ojalá pudiéramos decir: «no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído». Para eso hace falta que hayamos tenido la experiencia del encuentro con el Resucitado.
La evangelización, el anuncio de la Buena Noticia de Cristo, ha sido siempre difícil. Desde la primera generación hay quien no quiere escuchar el anuncio de Cristo Resucitado, que comporta un estilo de vida especial y un evangelio que abarca toda la existencia y revoluciona los criterios familiares y sociales.
Los profetas que osan dar el testimonio van a parar a la cárcel o a la muerte. Pero la dificultad mayor no viene de fuera, sino desde dentro. Si un cristiano no siente dentro la llama de la fe y no está lleno de la Pascua, no habla, no da testimonio. Mientras que cuando uno tiene la convicción interior no puede dejar de comunicarla. El que tiene una buena noticia no se la puede quedar para sí mismo. El río que lleva agua, la tiene que conducir hacia abajo, por más diques que le pongan. Lo peor es si el río está seco y no lleva agua: entonces no hace falta que le pongan diques, y no podrá dar origen a ningún pantano. Si el cristiano no tiene convicciones ni ha experimentado la presencia del Señor, entonces no hace falta ni que le amenacen: él mismo se callará porque no tiene ninguna noticia que comunicar.
Cada vez que celebramos la Eucaristía, después de haber escuchado la Palabra Salvadora de Dios y haber recibido a Cristo mismo como alimento, tendríamos que salir a la vida -a nuestra familia, a nuestro trabajo, a nuestra Comunidad religiosa- con esta actitud misionera y decidida: aunque, como a la Magdalena o a los de Emaús, no nos crean. No por eso debemos perder la esperanza ni dejar de intentar hacer creíble nuestro testimonio de palabra y de obra en el mundo de hoy.
El texto es un añadido que sirve de conclusión al evangelio de Marcos. Está redactado por otra mano, aunque pertenece a la época apostólica. Incluye la aparición de Jesús resucitado a María Magdalena, que fue a anunciar a los discípulos incrédulos el acontecimiento de la resurrección (vv. 9-11); la aparición del Señor con aspecto de peregrino a los dos discípulos de Emaús, que se volvían a su pueblo (vv. 12s) y, por último, la aparición del Resucitado a los Once, reunidos en torno a la mesa, esto es, recogidos en la celebración eucarística, a quienes reprocha su incredulidad y su actitud refractaria ante el testimonio de algunos discípulos (vv. 14s).
Sólo la presencia directa de Jesús liberará a los apóstoles de su dureza de corazón y los transformará en verdaderos creyentes. Al subrayar la incredulidad de los discípulos, típica de todo el evangelio de Marcos, el evangelista pretende poner de relieve que la resurrección no es fruto de una imaginación ingenua o de alguna sugestión colectiva de los seguidores del Nazareno, sino don del Padre en favor de aquel que se había hecho obediente hasta la muerte para la salvación de toda la humanidad.
La conclusión del evangelio de Marcos nos presenta, pues hoy, un resumen de apariciones de Jesús resucitado: a María Magdalena, a los discípulos de Emaús y, finalmente, a los Once. El tema principal es la incredulidad de los apóstoles. Esta es comprensible: ellos mismos habían visto a su Maestro morir sobre la cruz y luego ser enterrado. No era fácil aceptar que siguiera vivo. Hasta que Cristo se les aparece y les reprocha su falta de fe y su "dureza de corazón" por no creer a quienes lo habían visto resucitado. Entonces les comunica su mandato final: vayan a predicar la Buena Noticia a todos los pueblos de la tierra.
La Buena Noticia es anunciar que Cristo ha resucitado y, con él, ha comenzado la nueva familia universal, el Reino de Dios. Es lo que encontramos en la Primera Lectura: Pedro y Juan han curado a un paralítico que pedía limosna en la puerta del Templo de Jerusalén, y mucha gente se está uniendo a la comunidad cristiana. Las autoridades del pueblo les prohíben que prediquen en nombre de Jesús. Pero Pedro, lleno del Espíritu Santo, les responde: “Digan ustedes mismos si es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes antes que a Dios. Nosotros no podemos dejar de contar lo que hemos visto y oído". Lo que vieron fue la muerte injusta y la resurrección de Jesús. Y la prueba de que Dios está con los apóstoles es la presencia del hombre curado a la vista de todo el pueblo que daba gloria a Dios. Persecuciones y amenazas no pueden detener el Reino de Dios que crece y da frutos de salud y de vida.
Como conclusión, el Resucitado envía a los discípulos al mundo para que prolonguen su misión y desarrollen la actividad evangelizadora junto con el Señor: «Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura» (v. 15).

MEDITATIO

Es mejor obedecer a Dios que a los hombres: se trata de un criterio que hemos de desenterrar frente a la prepotencia del mundo. Este, a través de los medios de comunicación y de otros medios todopoderosos, pretende nivelar el modo de pensar y de valorar típico del cristianismo, tomando como rasero el nivel del consumo y de los horizontes exclusivamente intramundanos. La identidad cristiana está padeciendo una agresión cada vez más abierta, aunque la mayoría de las veces soft y solapada, que hace pasar por normal y obvio lo que con frecuencia no es más que un comportamiento detestable. Sin embargo, hoy pronto nos hemos dado cuenta que nada de lo anterior puede darle verdadero sentido e identidad plena a nuestro ser cristianos somos absolutamente vulnerables y sólo Dios permanece y está siempre con nosotros.

En nombre de la voluntad superior de Dios es preciso entablar un verdadero combate cultural destinado a desenmascarar el peligro de la homologación pagana.
Pero éste presupone un «combate espiritual» en nombre de una experiencia fuerte de Cristo. No se puede acallar la experiencia de la salvación, la experiencia de ser amados y acompañados en la vida por el amor de Dios. No se puede vivir como si este amor no existiera ni actuara en la historia. Hay aquí una invitación ulterior al testimonio abierto y valiente, que no quiere imponer nada, pero que tampoco quiere recibir imposiciones para ocultar lo más querido, lo más dulce, lo más importante que mueve nuestra vida.

ORATIO
Ilumina, Señor, mi mente y mi corazón, para que me de cuenta de con cuánta frecuencia obedezco en realidad más a los hombres que a ti, de lo contaminado que estoy por la mentalidad de este mundo, de la gran cantidad de seducciones de que soy víctima, de la gran cantidad de sirenas que me fascinan. A veces me doy cuenta, casi de improviso, de que, de hecho, estoy pensando y juzgando según los criterios del mundo y no según los tuyos. Descubro que me inclino a los ídolos fáciles, ligeros, envolventes, omnipresentes.
Ilumina las profundidades de mi ser, los estratos más escondidos de mi personalidad, los puntos menos conscientes de mi sensibilidad, para que tenga el valor de proceder a una revisión, de revisar mi modo de situarme frente a la mentalidad corriente. Haz, Señor, que tu Palabra descienda a los subterráneos de mi psique, a las sinuosidades de mi corazón, para que piense siguiendo tus criterios, para que te obedezca, para que nunca- por inconsciencia o por temor, por homologación o debilidad- tenga yo que obedecer a los hombres más que a ti o en contra de ti.

CONTEMPLATIO

Podemos preguntarnos: ¿pienso acaso, en conciencia, como cristiano? ¿Se inspira mi estado de ánimo en la verdad que Cristo nos ha enseñado? ¿No estamos inclinados más bien a tomar como guía de nuestros pensamientos, de nuestros juicios, de nuestras acciones, nuestro estado de ánimo personal, con una autonomía que con mucha frecuencia no admite consejos ni comparaciones? ¿Podemos afirmar de verdad, siendo celosos como somos de nuestra independencia, de nuestra libertad, que tenemos el ánimo libre? ¿No deberíamos admitir más bien que hay una gran cantidad de otros elementos que se sobreponen a nuestro juicio consciente para forjar nuestra mentalidad? Ciertamente, no podemos escapar de su influencia, pero debemos permanecer con una actitud crítica frente a todo esto y preguntarnos con una vigorosa libertad interior: ¿es cristiano todo esto? ¿Pienso verdaderamente como cristiano? El cristiano es un ser nuevo, original, feliz, como afirma también Pascal: «Nadie es feliz como un verdadero cristiano, nadie es tan razonable, virtuoso, amable» (Pensamientos, 541) (Pablo VI, Audiencia general del 8 de enero de 1975, passim).

ACTIO

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres» (Sal 118,8).

PARA LECTURA ESPIRITUAL

Nosotros, hombres de hoy, aunque nos consideremos en comunión con la religión cristiana -una comunión que muy a menudo se calla, se minimiza o se seculariza-, poseemos rara vez o de forma incompleta el sentido de la novedad de nuestro estilo de vida. A menudo nos mostramos conformistas.
El miedo al «qué dirán» nos impide presentarnos por lo que somos, esto es, como cristianos, como personas que libremente han optado por un determinado estilo de vida, austero ciertamente, aunque superior y lógico. La Iglesia nos dice entonces: «Cristiano, sé consciente, coherente, fiel, fuerte. En una palabra: sé cristiano», «Renueven el espíritu de su mente» (Ef 4,23). La palabra espiritual se refiere a la gracia, esto es, al Espíritu Santo. Por eso diremos con san Ignacio de Antioquía: «Aprendamos a vivir según el cristianismo» (Ad Magnesios, 10). En esto consiste la renovación del Concilio. «Quien tenga oídos para oír, que oiga» (Pablo VI, Audiencia general del 8 de enero de 1975, passim).

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