Lectio Divina Domingo XXIV del Tiempo Ordinario A. El Señor es compasivo y misericordioso.

 Les doy un mandamiento nuevo, dice el Señor, que se amen los unos a los otros, como yo los he amado.

Eclesiástico 27, 33-28, 9. Romanos 14,7-9. Mateo: 18, 21-35


 


 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

Del libro del Sirácide (Eclesiástico): 27, 33-28, 9

 

Cosas abominables son el rencor y la cólera; sin embargo, el pecador se aferra a ellas.

El Señor se vengará del vengativo y llevará rigurosa cuenta de sus pecados.

Perdona la ofensa a tu prójimo, y así, cuando pidas perdón, se te perdonarán tus pecados. Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir la salud al Señor? El que no tiene compasión de un semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados? Cuando el hombre que guarda rencor pide a Dios el perdón de sus pecados, ¿hallará quien interceda por él? Piensa en tu fin y deja de odiar, piensa en la corrupción del sepulcro y guarda los mandamientos.

Ten presentes los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo. Recuerda la alianza del Altísimo y pasa por alto las ofensas.

 

Palabra de Dios.

R./ Te alabamos, Señor.

 

«Acuérdate de los mandamientos...», «Acuérdate de la alianza del Altísimo...» (v.7): la Sabiduría nos invita a recordar la alianza. Y aún más, en el libro del Sirácida, la Sabiduría es identificada con el libro del la alianza («Todo esto es el libro de la alianza del Dios Altísimo, la ley promulgada por Moisés como herencia para las asambleas de Jacob [...] rebosa sabiduría [...] está llena de inteligencia [...], va repleta de disciplina», 24,23-26).

 

Ésta es la relación que el «sabio de Israel», a caballo entre el sigo III y el II a. de C., establece con la Torah. Ciertamente, Ben Sira no es un legalista: la ley, para él, es la ley de la vida; se refiere, en este sentido, al libro del Deuteronomio (cf. 4,1.6) y a la tradición de los profetas (cf., por ejemplo, Bar 3,36-4,4).

 

Entonces, ¡acuérdate! Recordad principalmente que existe un novum, un punto, un término, un fin último de la vida, de la historia, de la creación: «Acuérdate de tu fin y deja de odiar» (tal cual, literalmente, 28,6). Escucha el mandamiento («No tomarás venganza ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo», cf. Lv 19,18), el mandamiento más importante (cf. Lc 10,25-28); el perdón es la actuación ordinaria, cotidiana, del mandamiento doble del amor a Dios y al prójimo. Y hay una correspondencia entre el perdón humano y el divino que Ben Sira acentúa en este texto.

 

Esta correlación, formulada en el Antiguo Testamento, está corroborada en el Nuevo. En el comentario del padrenuestro, Jesús declara: «Si vosotros perdonáis a los demás sus culpas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas» (Mt 6,14ss).

 

SEGUNDA LECTURA

De la carta del apóstol san Pablo a los romanos: 14, 7-9

Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo, ni muere para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Por lo tanto, ya sea que estemos vivos o que hayamos muerto, somos del Señor. Porque Cristo murió y resucitó para ser Señor de vivos y muertos.

 

Palabra de Dios.

R./ Te alabamos, Señor.

Pablo afronta un asunto espinoso: la comunidad cristiana de Roma está dividida entre quienes denomina «fuertes» y «débiles». Es un problema delicado: los débiles se abstienen de comer carnes y guardan un determinado calendario, son vegetarianos y celosos cumplidores de un rígido ascetismo. Los fuertes, por el contrario, comen de todo sin ningún problema y no hacen distinciones de días. Entre ambas partes ha surgido una disputa de recíproca acusación y condena. Pablo les exhorta a la acogida mutua: «acogeos unos a otros, como también Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7); «no destruyáis la obra de Dios por una cuestión de comida» (14,20). Y, para que sea posible una acogida mutua y común, «cada cual actúe según su propia conciencia» (14,5), nadie debe reivindicar pretensiones sobre los demás, un derecho de posesión inexistente sobre el hermano o los hermanos.

 

Pablo distingue entre lo secundario y lo importante, y el problema, el motivo de la contienda, es marginal, aún sumando todos los elementos de la discusión. Sin embargo, el punto central sí lo reafirma: es el principio universal de la pertenencia a Cristo (vv. 7-9). Es fundamental que la comunidad reconozca que Cristo es, efectivamente, el único Señor, en virtud de su muerte y resurrección. Por tanto, cada uno está llamado a comprobar su pertenencia a Cristo, la autentici dad de su fe y, respecto al tema aludido, la acogida del hermano.

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Mateo: 18, 21-35

 

En aquel tiempo, Pedro se acercó a Jesús y le preguntó: “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?”. Jesús le contestó: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”.

Entonces Jesús les dijo: “El Reino de los cielos es semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus servidores. El primero que le presentaron le debía muchos millones. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su mujer, a sus hijos y todas sus posesiones, para saldar la deuda. El servidor, arrojándose a sus pies, le suplicaba, diciendo: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. El rey tuvo lástima de aquel servidor, lo soltó y hasta le perdonó la deuda.

Pero, apenas había salido aquel servidor, se encontró con uno de sus compañeros, que le debía poco dinero. Entonces lo agarró por el cuello y casi lo estrangulaba, mientras le decía: 'Págame lo que me debes'. El compañero se le arrodilló y le rogaba: 'Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo'. Pero el otro no quiso escucharlo, sino que fue y lo metió en la cárcel hasta que le pagara la deuda.

Al ver lo ocurrido, sus compañeros se llenaron de indignación y fueron a contar al rey lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: 'Siervo malvado. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?'. Y el señor, encolerizado, lo entregó a los verdugos para que no lo soltaran hasta que pagara lo que debía. Pues lo mismo hará mi Padre celestial con ustedes, si cada cual no perdona de corazón a su hermano”.

 

Palabra del Señor.

Gloria a Ti, Señor Jesús.

 

Estamos en el corazón del denominado «discurso eclesial» (o comunitario) de Mateo, que ocupa todo el capítulo 18. La principal interpelada es la comunidad cristiana, la Iglesia, «la asamblea de los llamados» (v. 17). El discurso no está dirigido a extraños, sino a hermanos que viven juntos. Se trata de dar consistencia al amor fraterno: «Señor, ¿cuántas veces....?». La pregunta de Pedro es clara (v. 21). La cuestión es de cálculo, el límite o las fronteras del perdón... «¿Siete veces?» Hasta cuántas veces, llegados a un punto, basta, porque la paciencia tiene un límite.

 

Jesús, como de costumbre, le contesta con una parábola (vv. 23-34), y quien quiera entender que entienda.

Es un drama, de corte sapiencial, en tres actos, sin paralelo en los otros sinópticos. Los protagonistas, un rey y sus siervos.

 

El primer acto, estructurado con una lógica extraña, abre el drama: este rey decide ajustar las cuentas con sus sirvientes. Le presentan a un siervo con una deuda enorme: diez mil talentos. Imposible de saldar. Un talento correspondía a 36 kilos, en peso, o a 10.000 denarios, en monedas. Si un denario era el jornal de un obrero, para que el siervo hubiese podido pagar la deuda debería haber trabajado una cantidad inconmensurable de años. Y aunque el rey hubiese logrado vender a aquel siervo, con toda su familia y sus bienes (como había amenazado) habría obtenido más bien poco (la venta de un esclavo oscilaba entre 500 denarios, como mínimo, y 2.000 denarios, como máximo). La propuesta del siervo, «te lo pagaré todo», es completamente absurda. Sin embargo, lo sorprendente es la reacción del rey-señor a la súplica del siervo: «Tuvo compasión». Ésta es la primera respuesta a la pregunta de Pedro, y con él -portavoz de la comunidad- a todos los discípulos: reconocerse deudores, totalmente insolventes, aunque beneficiarios de un «super-don», inmerecido  y absolutamente gratuito, procedente de Dios.

 

El segundo acto del drama, el perdón fraterno, mutuo e ilimitado: «No te digo siete veces, sino setenta veces siete» (v. 22). El rey-señor desaparece de la escena y quedan únicamente los siervos. Un segundo siervo le debe 100 denarios al primero (al siervo que le había sido per donado el enorme débito); bastaría con tener un poco  de paciencia, como legítimamente le pedía el segundo siervo a su compañero, («Ten paciencia conmigo y te pagaré») y todo se resolvería. Pero -he aquí el drama-el primer siervo no quiere esperar y reivindica, de manera

agresiva, lo que considera suyo, la deuda. Sin acceder a prórroga de ningún tipo, decide zanjar el asunto rompiendo definitivamente cualquier relación con el otro: «Lo metió en la cárcel» (v. 30).

 

El último acto de la parábola es la consecuencia del comportamiento mezquino del siervo. Es inútil decirlo. El rey, muy enfadado, emite un juicio (v. 32) y concluye formulando una pregunta retórica: «¿No debías haber tenido compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti? (v. 33).

 

MEDITATIO

 

«Acuérdate de tu fin y deja de odiar» (Sir 28,6). ¿Cuál es el «fin», las «cosas últimas», de las que habla la Escritura? Si nos fijamos en la página del evangelio de Mateo, el fin se refiere al Reino de los Cielos; y si hojeamos la Carta a los Romanos, coincide con el Señor («Vivimos para el Señor», 14,8). El Reino de los Cielos es el horizonte último de la historia, Cristo resucitado es el acontecimiento último del hombre. Pues el perdón mira al presente desde el fin, es decir, del novum, del éschaton, de lo definitivo que está por venir. El perdón «no se sitúa en un plano ético, sino escatológico. El perdón es la profecía del Reino» (E. Bianchi).

 

En el texto de Mateo, hay dos dimensiones en tensión: la comunidad cristiana que vive en el tiempo, imperfectamente, y el Reino de los Cielos, que domina el fin de los tiempos. El perdón, como posibilidad ilimitada de relación y convivencia fraterna en el presente, también es la condición -gratuitamente ofrecida- de acceso a la comunión con Dios. Allí donde el pecado es ruptura de la relación, el perdón es restablecimiento, reconstrucción y consolidación de vínculos.

 

Se trata de abrir las puertas de nuestro corazón al amor -más precisamente, a la misericordia de Dios- y permitirle que vivifique lo que el pecado mata. Se puede decir que la fuerza del perdón es la paciencia, entendida como esperanza, oración y empeño por la conversión propia y del hermano. Perdonar conlleva, en cierto sentido, participar de la paciencia divina: él es el «paciente», el «clemente», el «compasivo», el «misericordioso» y el «fiel» (Ex 34,6). El primer movimiento del perdón es tener paciencia, aceptar las imperfecciones propias y ajenas. El segundo consiste en dar: estar en actitud de disponibilidad (darse) y acogida (ofrecerse) con el ofensor.

 

ORATIO

 

¡Santísimo Padre nuestro: creador, redentor, consolador y salvador nuestro!

 

Perdónanos nuestras deudas: por tu inefable misericordia, por la virtud de la pasión de tu amado Hijo y por los méritos у la intercesión de la beatísima Virgen y de todos tus elegidos.

 

Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores: y lo que no perdonamos plenamente, haz tú, Señor, que plenamente lo perdonemos, para que por ti amemos de verdad a los enemigos y en favor de ellos intercedamos devotamente ante ti, no devolviendo a nadie mal por mal (cf. 1 Tes 5,15), y para que procuremos ser en ti útiles en todo.

 

Y no dejes caer en tentación: oculta o manifiesta, imprevista o insistente.

 

Mas líbranos del mal: pasado, presente y futuro. Gloria al Padre... (Francisco de Asís, «Paráfrasis del nuestro», en San Francisco de Asís. Escritos. Biografías.

Documentos de la época, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1978, 28-29).

 

CONTEMPLATIO

 

Perdonadlo todo de corazón, perdonad cuanto tengáis contra quien sea de corazón; perdonad allí donde Dios ve. A veces el hombre perdona de palabra, pero se reserva el corazón, perdona de palabra por respetos humanos y se reserva el corazón porque no teme la mirada de Dios. Perdonad completamente todo; cualquier cosa que hayáis retenido hasta hoy, perdonadla al menos estos días. Ni un solo día debió ponerse el sol sobre vuestra ira, y han pasado ya muchos. Pase de una vez vuestra ira, pues celebramos ahora los días del gran Sol, aquel del que dice la Escritura: «Amanecerá para vosotros el sol de justicia y en sus alas vendrá la salvación». ¿Qué significa en sus alas? Bajo su protección. Por esto dice el salmo: Protégeme a la sombra de tus alas. Los otros, en cambio, que tardíamente se han de arrepentir en el día

del juicio e infructuosamente se dolerán, de los cuales habla el libro de la Sabiduría, ¿qué dirán entonces, pagando ya por sus culpas y gimiendo en su espíritu angustiado? Aquel Sol amanece para los justos; en cambio, a este sol visible, Dios le hace salir cada día para buenos y malos. Es a los justos a quienes pertenece ver aquel Sol, que por el momento habita en nuestros corazones a través de la fe. Si, pues, llegas a airarte, que no se ponga este Sol en tu corazón por tu ira: No se ponga el sol sobre vuestra ira. Evita que, al airarte, se ponga

para ti el Sol de la justicia y quedes en tinieblas.

 

No penséis que la ira es cosa sin importancia. ¿Qué es la ira? El deseo de venganza. ¿Qué es el odio? La ira inveterada. Lo que al principio era solamente ira se convirtió en odio porque se hizo vieja. La ira es la paja; el odio, la viga. A veces reprendemos al que se aíra, manteniendo nosotros el odio en el corazón. Nos dice entonces Cristo: «Ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo». ¿Por qué la paja, creciendo, llegó a hacerse una viga? Porque no fue sacada al momento.

Tantas veces toleraste que saliera y se pusiera él sobre tu ira, que la hiciste vieja. Acumulando falsas sospechas, regaste la paja; negándola, la nutriste; nutriéndola, la hiciste una viga. Al menos, tiembla cuando se te dice: «El que odia a su hermano es un homicida».

 

Haced, pues, lo que está dicho: «Así como nosotros perdonamos a nuestros deudores», y pedid con seguridad: «Perdónanos nuestras deudas», porque en esta tierra no podréis vivir sin deudas (Agustín de Hipona, «Sermón 58», 7-8, en Obras completas de san Agustín, X, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1983, 150-153).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

«Acuérdate del fin y deja de odiar» (Sir 28,6).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Después de haber compuesto el bienaventurado Francisco las predichas alabanzas de las creaturas que llamó Cántico del her mano sol , aconteció que se produjo una grave discordia entre el obispo y el podestà de la ciudad de Asís. El obispo excomulgó a podestà, y éste mando pregonar que ninguno tratara de vender ni de comprar nada al obispo, ni de celebrar ningún contrato con él.

 

El bienaventurado Francisco, que oyó esto estando muy enfermo, tuvo gran compasión de ellos, y más todavía porque nadie trataba de restablecer la paz. Y dijo a sus compañeros

 

«Es para nosotros, siervos de Dios, profunda vergüenza que el obispo y el podestà se odien mutuamente y que ninguno intente crear la paz entre ellos». Y al instante, y con esta ocasión, compuso y añadió estos versos a las alabanzas sobredichas:

 

«Loado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor y soportan enfermedad y tribulación. Bienaventurados aquellos que las sufren en paz, pues por ti, Altísimo, coronados serán».

 

Llamó luego a uno de sus compañeros y le dijo: «Vete al podestà y dile de mi parte que tenga a bien presentarse en el obispado con los magnates de la ciudad y con cuantos ciudadanos

pueda llevar».

 

Cuando salió el hermano con el recado, dijo a otros dos compañeros: «ld y cantad ante el obispo, el podestà y cuantos estén con ellos el Cántico del hermano sol. Confío en que el Señor humillará los corazones de los desavenidos, y volverán a amarse y a tener amistad como antes».

 

Reunidos todos en la plaza del claustro episcopal, se adelantaron los dos hermanos y, uno de ellos dijo: «El bienaventurado Francisco ha compuesto durante su enfermedad unas alabanzas del Señor por sus creaturas en loor del mismo Señor y para edificación del prójimo. Él mismo os pide que os dignéis escucharlas con devoción». Y se pusieron a cantarlas.

 

Inmediatamente, el podestà se levantó y, con las manos y los brazos cruzados, las escuchó con la mayor devoción, como si fueran palabras del evangelio, y las siguió atentamente, derramando muchas lágrimas. Tenía mucha fe y devoción en el bienaventurado Francisco.

 

Acabado el cántico de las alabanzas, dijo el podestà en presencia de todos: «Os digo de veras que no sólo perdono al obispo, a quien quiero y debo tener como mi señor, sino que, aunque alguno hubiera matado a un hermano o hijo mío, le perdonaría igualmente». Y, diciendo esto, se arrojó a los pies del obispo y dijo: «Señor, os digo que estoy dispuesto a daros completa satisfacción, como mejor os agradare, por amor a nuestro Señor Jesucristo y a su siervo el bienaventurado Francisco».

 

El obispo, a su vez, levantando con sus manos al podestà, le dijo: «Por mi cargo debo ser humilde, pero mi natural es propenso y pronto a la ira; perdóname». Y, con sorprendente afabilidad y amor, se abrazaron y se besaron mutuamente» («Espejo de perfección», X,101, en san Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1978, 773-774).

 

 

 

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