Lectio Divina Lunes XXVI del Tiempo Ordinario A. Muéstrame, oh Dios, los prodigios de tu amor
El Hijo del hombre vino a servir y a dar su vida por la redención de todos.
Job 1, 6-22. Lucas 9,46-50
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del libro de Job 1, 6-22
Un día fueron los ángeles a presentarse ante el Señor y entre ellos llegó también Satanás. El Señor le preguntó: “¿De dónde vienes?”. Él respondió: “De dar una vuelta por la tierra”. El Señor le dijo: “¿Te fijaste en mi siervo Job? No hay nadie como él en la tierra; es un hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se aparta del mal”.
Satanás le respondió: “¿Y crees tú que su temor a Dios es desinteresado. ¿Acaso no has construido tú mismo una cerca protectora alrededor de él, de su familia y de todos sus bienes? Has bendecido el trabajo de sus manos y sus rebaños se han multiplicado por todo el país. Pero hazle sentir un poco el peso de tu mano, daña sus posesiones y verás cómo te maldice en tu propia cara”. El Señor le dijo: “Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él no lo toques”. Y Satanás se retiró de la presencia del Señor. Un día en que los hijos e hijas de Job estaban comiendo en casa del hermano mayor, llegó un mensajero a la casa de Job y le dijo: “Tus bueyes estaban arando y tus burras pastando en el mismo lugar, cuando cayeron sobre ellos unos bandidos, apuñalaron a los criados y se llevaron el ganado. Sólo yo pude escapar para contártelo”. No había acabado de hablar, cuando llegó otro criado y le dijo: “Cayó un rayo y quemó y consumió tus ovejas y a tus pastores. Sólo yo pude escapar para contártelo”. No había acabado de hablar, cuando llegó otro y le dijo: “Una banda de sa- beos, divididos en tres grupos, se lanzaron sobre los camellos y se los llevaron y apuñalaron a los criados. Sólo yo pude escapar para contártelo”. No había acabado de hablar, cuando llegó otro y le dijo: Estaban tus hijos e hijas comiendo en casa de su hermano mayor, cuando un fuerte viento vino del desierto y embistió por los cuatro costados la casa, que se derrumbó y los mató. Sólo yo puede escapar para contártelo”.Entonces Job se levantó y rasgó sus vestiduras. Luego se rapó la cabeza, se postró por tierra en oración y dijo: “Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; ésa fue su voluntad: ¡Bendito sea el nombre del Señor!”. A pesar de todo lo que le sucedió, Job no pecó ni profirió ninguna insolencia contra Dios.
PalabradeDios
R./Tealabamos, Señor.
El tema fundamental del libro de Job no es tanto el problema del sufrimiento como el del comportamiento del justo en la prueba de la fe. Sólo el sufrimiento en el momento de la prueba revela lo que hay en el corazón del hombre y la gratuidad de su fe. Dicho con otras palabras, el libro de Job nos muestra que la prueba existe, y que existe para todos, incluso para los mejores. No había motivo alguno para que Job fuera tentado, puesto que «es un hombre recto e integro, que teme a Dios y se guarda del mal» (1,1). Con todo, la prueba viene a llamar a su puerta. Verifica su fe. Revela si Job busca de verdad a Dios con una fe «pura» o, en cambio, se busca a sí mismo. Job sale vencedor de la prueba: «A pesar de todo lo sucedido, Job no pecó ni maldijo a Dios» (v. 22).
La primera parte de la narración comienza con una escena que se desarrolla en el cielo (vv. 6-12). Da la impresión de que la reunión de los ángeles se asemeja a las asambleas que los reyes celebraban en sus cortes o a las que mantenían los dioses en la cima de las montañas
sagradas. Los personajes fundamentales del relato son tres: Job, que vivía en Hus, fuera de las fronteras de Israel; era un hombre justo y rico y, por ello, estaba bendecido por Dios (cf. 1,1-3). Satán, el acusador, que aparece junto a la corte de Dios; está encargado de proyectar
una luz mala sobre las acciones de los hombres. Por último, Dios, que sigue las acciones de los hombres.
El diálogo tiene lugar entre Satán y Dios: «¿Crees que Job teme a Dios desinteresadamente?» (v. 9), dice Satán, y le propone a Dios la prueba: «Extiende tu mano y quítale todo lo que tiene. Verás cómo te maldice en tu propia cara» (v. 11). Se dará cuenta de si Job es capaz de amar verdaderamente de una manera gratuita. Dios accede frente a la petición de Satán, pero su confianza respecto a Job no disminuye un ápice.
La segunda parte (vv. 13-22) describe las calamidades que se abaten sobre Job, provocadas por la espada, por el fuego y por el viento. De este modo es como se ve sometido Job a una dura prueba.
A través de una apremiante sucesión de anuncios, pierde sus bienes, siervos e hijos. Sin embargo, para despecho de Satán, Job continúa bendiciendo al Señor y sale vencedor de la prueba. Su fe no ha disminuido. Se postra en tierra y dice: «Desnudo sali del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor! » (v. 21). Satán ha perdido la apuesta.
EVANGELIO
según san Lucas 9, 46-50
Un día, surgió entre los discípulos una discusión sobre quién era el más grande de ellos. Dándose cuenta Jesús de lo que estaban discutiendo, tomó a un niño, lo puso junto a sí y les dijo: “El que reciba a este niño en mi nombre, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe también al que me ha enviado. En realidad el más pequeño entre todos ustedes, ése es el más grande”.
Entonces, Juan le dijo: “Maestro, vimos a uno que estaba expulsando a los demonios en tu nombre; pero se lo prohibimos, porque no anda con nosotros”. Pero Jesús respondió: “No se lo prohíban, pues el que no está contra ustedes, está en favor de ustedes”.
Palabra del Señor
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
La página evangélica que nos propone hoy la liturgia recuerda dos actitudes de verdadera fraternidad que nos traen a la mente la sencillez con la que san Francisco vivía el Evangelio. La primera de esas actitudes, contraria a la absurda de la ambición, es la humildad (cf. vv. 46-48). La otra es la tolerancia (cf. v. 49ss). Los apóstoles se muestran sensibles a este problema. Jesús, en efecto, habla a menudo de él en el evangelio. En conjunto, ambas actitudes subrayan la necesidad de superar tanto la autosuficiencia de los grandes, que aspiran a los títulos y a los grados de dignidad, como el orgullo de pertenecer a un grupo.
La primera actitud se ocupa de la vida interna de la comunidad. Parece natural que, siguiendo la mentalidad mundana, ocupen los primeros puestos de la comunidad aquellos que se distinguen por sus dotes o por su sentido de la responsabilidad a la hora de administrar los servicios comunitarios. Por otra parte, también es natural en el hombre el deseo de sobresalir. Ésa es la razón de que los apóstoles se dejen arrastrar a discusiones interesadas (cf. también 22,24-27). Discuten espontáneamente sobre el puesto que ocupan y sobre quién de ellos es el más importante. Pero el Señor Jesús no piensa como ellos. Coge a un niño y lo pone junto a sí, en el centro, en el puesto de mayor dignidad. Su respuesta es bien precisa: «El más pequeño entre ustedes es el más importante» (v. 48b). Sólo el que es pequeño es «importante», porque es pobre, a saber: es pequeño de cuerpo, tiene necesidad de los otros, no tiene libertad de acción, es inútil. El niño es el símbolo del discípulo último y pobre. Pero es también la imagen de Jesús, que se abandona en actitud de adoración en brazos del Padre. Por eso dice aún Jesús: «El que acoge a este niño en mi nombre, a mí me acoge; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado» (v. 48a).
La segunda actitud del evangelio nos presenta otra característica de la fraternidad evangélica: la tolerancia. «Maestro, hemos visto a uno expulsar demonios en tu nombre y se lo hemos prohibido, porque no pertenece a nuestro grupo» (v. 49). Jesús no es de este parecer: «No
se lo prohiban» (v. 50). Al contrario, invita a los suyos a abrir el corazón y el espíritu, a ser tolerantes. Dios envía a los que quiere a anunciar su Palabra. No es preciso pertenecer al grupo de Jesús o ser importante para hablar de él. Lo que cuenta no es la persona que habla;
lo que cuenta es que se anuncie el Evangelio. Dios es rico: dispone de muchos modos para hablar al hombre.
MEDITATIO
Las lecturas litúrgicas de hoy constituyen una vigorosa invitación a mirar a Jesús crucificado y a extraer de aquí las consecuencias pertinentes para cualquier situación humana. De Job aprendemos que nuestra verdadera grandeza se manifiesta en el hecho de seguir amando con el «amor desmesurado» (Ef 2,4) de Dios, aun cuando la prueba y el sufrimiento puedan llegar a la violencia inaudita que aparece en la primera lectura.
La actitud de Job en la prueba dolorosa es una expresión profunda de adoración. Cuando nuestra vida discurre tranquila sin que el dolor golpee nuestro corazón, parece más fácil reconocer a Dios. De una manera casi instintiva y de una forma que es pagana volvemos siempre a una imagen de un Dios puesto a nuestro servicio, y no a la de un Dios a quien podemos confiarnos. Tenemos casi la impresión de que Dios está a nuestro alcance. Por desgracia, no advertimos que somos precisamente nosotros quienes le debemos todo a Dios.
Contrariamente a Satán, Dios piensa, sin embargo, que el hombre es capaz de obrar por gratuidad de amor incluso allí donde las gratificaciones ordinarias desaparecen. Job, despojado de todos sus bienes, de sus siervos e incluso de sus hijos, confía totalmente en Dios: «Desnudo sali del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!». Job ha resistido y se ha abierto al corazón de Dios. Ahora es capaz de adorarle.
Job, ahora totalmente empobrecido, está en condiciones de realizar lo que dice Jesús: «El más pequeño entre ustedes es el más importante». Job empieza a ser «importante» porque precisamente ahora está completamente «desnudo» frente a Dios y a su amor crucificado. Es muy probable que no consiga comprender aún del todo el sentido de la prueba, pero sigue siendo fiel. Comprende que Dios es el todo de su vida y que a él se lo debe todo. Gracias a Job hemos llegado a conocer qué es la verdadera adoración. Ésta va unida al sentido vivo de la pobreza y, a buen seguro, se trata de un ideal que no es fácil llevar a cabo. Puede parecernos irrealizable, pero sabemos que hemos de contar únicamente con la fuerza de Cristo. Lo importante es no olvidar nunca a Jesús crucificado, pues de este olvido nacerían el egoísmo y la mezquindad del corazón.
ORATIO
Señor Jesús, de Dios crucificado, concédenos tener un conocimiento más profundo de tu misterio de amor a través de los sufrimientos y las pruebas. Ábrenos el corazón y muéstranos el sentido oculto de las experiencias dolorosas a través de las cuales vienes a romper el velo de nuestra ignorancia. Haz que podamos entrever en tu inaprensible presencia el misterio de tu «amor desmesurado». Permítenos conocer quién es el Padre que te ha enviado; quién eres tú, que nos manifiestas el corazón del Padre mediante tu corazón traspasado en la cruz; quiénes somos nosotros, que vemos resplandecer tu amor en la humillación de nuestra pobreza y en la soledad del corazón.
Por eso, Señor, ayúdanos a mirar de frente nuestras pruebas y sufrimientos, deseando sólo -en esta mirada, conocerte y penetrar con el corazón y con la mente en tu inexpresable misterio de amor. Haz, pues, Señor, brotar en nosotros algunas pequeñas yemas de la contemplación de tu misterio, aunque sea a través de la transfixión de las pruebas. Nos importa considerarlas no sólo en su realidad, sino también en la manera en la que las asumimos y las vivimos en relación contigo.
Te pedimos por último, Señor, que no nos desanimemos si descubrimos en nosotros únicamente incapacidad y rechazo y no vemos que nuestro corazón está fijo en el tuyo. Ayúdanos, más bien, a servirnos de esta pobreza como si fuera una gracia que tú nos das para conocernos a nosotros mismos y ascender hasta ti. Te lo pedimos, oh Señor, por intercesión de María, que sufrió, pero creyó profundamente en ti.
CONTEMPLATIO
Cuando el físico del hombre se ve probado por el sufrimiento, se resiente su ánimo. Hace ya muchos años que me atormentan frecuentes dolores viscerales; me aflige sin tregua una grave debilidad del estómago, mientras la fiebre, aunque sea leve, no me abandona nunca. En esas condiciones, meditando lo que dice la Escritura: «El Señor corrige a quien ama» (Heb 12,6),
cuando más deprimido me siento por la gravedad de los males presentes, tanto mal me hace respirar la esperanza de los bienes futuros. Tal vez sea un designio de la divina providencia que yo -herido por el mal- comente la historia de Job, herido por el mal. La prueba me ayuda
a comprender mejor el estado de ánimo de un hombre tan duramente probado.
Sin embargo, está claro también que el sufrimiento físico me hace bastante difícil la aplicación al trabajo. Cuando las fuerzas físicas apenas permiten el uso de la palabra, el ánimo no se encuentra en condiciones de expresar de manera adecuada lo que siente. ¿Cuál es, en
efecto, la función del cuerpo, sino la de ser instrumento del alma? Un músico, aunque sea un artista de talento,no puede expresar su arte si no dispone de un instrumento adecuado. La melodía ejecutada por una mano experta no puede ser emitida fielmente por un instrumento desafinado, ni tampoco el soplo consigue producir una armonía musical si el tubo resquebrajado emite sonidos estridentes (Gregorio Magno, Tratados moralessobre el libro de Job, “Carta a Leandro", 5).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Muéstrame, oh Dios, los prodigios de tu amor» (cf. Sal 16,7a).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Hay quien dice: «He hecho demasiado mal, el buen Dios no puede perdonarme». Hijitos míos, eso es una gran blasfemia; es poner un límite a la misericordia de Dios, que no los tiene en absoluto, pues es infinita. Aunque hayas hecho más que para que se pierda toda una parroquia, si se confiesan, și se arrepienten de haber hecho ese mal y no quieren volver a hacerlo, el buen Dios los perdonará. Nuestro Señor es como una madre que lleva a su hijo en brazos. Este niño es malo; le da patadas, le muerde, le araña, pero la madre no hace caso; sabe que, si lo deja, caerá, no podrá caminar solo... Así es nuestro Señor. Sufre todos los maltratos, soporta nuestra arrogancia, perdona todas nuestras tonterías, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros mismos. El buen Dios está tan dispuesto a otorgarnos el perdón,
cuando se lo pidamos, como una madre está dispuesta a retirar a su hijo del fuego (Juan María Vianney, en J. Frossard (ed.), Pensées choisies du Saint Curé d'Ars et petites fleurs d'Ars, París 1961, pp, 78ss, passim).
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